El colapso ecológico ya llegó. Maristella Svampa

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El colapso ecológico ya llegó - Maristella Svampa Singular

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sobre el Cambio Climático” (CMNUCC).

      La declaración de Río fue un parteaguas, pues allí aparecen formuladas las nociones de desarrollo sustentable y compromiso intergeneracional, y se estipulan también importantes convenios sobre el clima, la biodiversidad y la desertificación. Este nuevo paradigma de desarrollo sostenible requirió la creación de una nueva ingeniería jurídica. Si bien la prioridad estaba dada por el orden de las palabras que daban nombre al modelo (primero el desarrollo o crecimiento económico; y una vez asegurado este, se comenzaría a atender la cuestión ambiental y los derechos de las generaciones futuras), resultaba insoslayable elaborar principios y herramientas jurídicas que respondieran a esta nueva realidad, no contemplada en los viejos códigos napoleónicos. Así aparecen enunciados los nuevos principios jurídicos ambientales –el de precaución y el preventivo– que estipulan que, para proteger el medio ambiente, los Estados deberán aplicar el criterio de precaución conforme a sus capacidades. “Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá esgrimirse como motivo para postergar la adopción de medidas eficaces destinadas a impedir la degradación del medio ambiente”. Asimismo deberá evaluarse el impacto ambiental, en calidad de instrumento nacional, respecto de cualquier actividad que pueda producir un efecto negativo considerable en el ambiente y que esté sujeta a la decisión de una autoridad nacional competente (Svampa y Viale, 2014).

      Desde un comienzo, las conferencias globales sobre el ambiente pivotearon entre dos grandes temas: la definición de desarrollo sustentable –su interpretación y sus alcances– y la preocupación creciente por las relaciones entre el clima y las actividades humanas y el ambiente. Al compás de las discusiones, se descartaron las visiones más críticas respecto de lo que se entendía por desarrollo sustentable, que cuestionaban el condicionamiento del cuidado del ambiente al crecimiento económico, lo cual determinó en última instancia el triunfo de la visión más economicista y productivista.

      Por un lado, la valoración económica de los bienes y las relaciones y la creencia en la búsqueda del crecimiento como razón de los Estados nacionales continuaron vigentes e inalterables pese a la irrupción de la cuestión ambiental. La sustentabilidad como concepto quedó supeditada al paradigma del desarrollo y el progreso; la protección de la naturaleza, al fetiche del crecimiento económico infinito entendido como solución y regulación de las necesidades humanas. Asimismo, el paradigma del desarrollo sostenible marcó el triunfo de una concepción débil de la sustentabilidad, basada en una premisa antropocéntrica (la dominación y el carácter externo del ser humano sobre la naturaleza), al establecer la coexistencia entre crecimiento, desarrollo y ambiente. Así se estableció la distinción entre “sustentabilidad débil”, que supedita el cuidado del ambiente al crecimiento económico, y “sustentabilidad fuerte” o incluso “superfuerte”, que acentúa el deterioro del ambiente y postula un equilibrio con la naturaleza desde otra concepción de la relación sociedad/naturaleza (Gudynas, 2010).

      Por otro lado, el progresivo vaciamiento y las sucesivas readaptaciones del concepto de desarrollo sustentable tuvieron consecuencias palpables para el agravamiento de la crisis socioecológica. En suma, con el correr de los años, la cuestión de la afectación del clima y su vínculo con las actividades humanas cobró mayor importancia. El abordaje del cambio climático propició la introducción de dos nociones claves: mitigación y adaptación. Mientras la mitigación se refiere a las acciones tendientes a disminuir el calentamiento global (reducción de las emisiones de CO2 y soluciones tecnológicas que menguarían su concentración atmosférica), la adaptación se define como el ajuste en los sistemas naturales y humanos en respuesta a los estímulos climáticos reales o previstos, o a sus efectos, que mitiga daños o aprovecha oportunidades beneficiosas.

      En última instancia, este escenario también fue testigo de una de las mayores batallas en torno a la adaptación y la mitigación, así como a la deuda ecológico-climática de los países más contaminantes hacia los más pobres y que menos han contribuido al calentamiento global. Los debates han sido continuos, sobre todo en pos de definir diferentes tipos de responsabilidad y exigir una mayor contribución económica a los países más poderosos y contaminantes.

      Durante mucho tiempo, en Occidente, las historias de las luchas y formas de resistencia colectiva estuvieron asociadas a las estructuras organizativas de la clase obrera, entendida como actor privilegiado del cambio histórico. La acción organizada de la clase obrera se conceptualizaba en términos de “movimiento social”, en la medida en que aparecía como actor central y como potencial expresión privilegiada de una nueva alternativa societal, diferente del modelo capitalista vigente. Sin embargo, a partir de 1960, la multiplicación de las esferas de conflicto, los cambios en las clases populares y la consiguiente pérdida de centralidad del conflicto industrial pusieron de manifiesto la necesidad de ampliar las definiciones y las categorías analíticas. Se instituyó la categoría –empírica y teórica– de “nuevos movimientos sociales” para caracterizar la acción de los diferentes colectivos que expresaban una nueva politización de la sociedad, al hacer ingresar en la agenda pública temáticas y conflictos tradicionalmente considerados como propios del ámbito privado o bien naturalizados y asociados de manera implícita al desarrollo industrial.

      Si bien desde los años cincuenta existían organizaciones conservacionistas en diversos países, tenían escasa repercusión en América Latina. En trabajos escritos durante los años noventa, Enrique Leff y Eduardo Gudynas, dos referentes en el tema, señalaban la heterogeneidad del movimiento ambiental y su carácter policlasista –aunque marcado por la presencia de las clases medias– y enfatizaban su débil identidad, cohesión y continuidad. Esta debilidad aparecía ligada a la idea central que recorría a las élites políticas latinoamericanas –derechas e izquierdas reunidas– de que la preocupación por el ambiente era una cuestión de agenda de los países industrializados, ya que el principal problema en nuestro continente era la pobreza, no la contaminación. Por otro lado, los pioneros en el campo del ambientalismo –quienes debatían en las diferentes conferencias internacionales sobre desarrollo sustentable– promovían un incipiente pensamiento de defensa ambiental. Y además contribuyeron a generar, paso a paso, un saber experto independiente de las grandes transnacionales conservacionistas. Cada país tiene su propia legión de pioneros del ambientalismo. En la Argentina, uno de los más destacados es Miguel Grinberg, creador de la mítica revista Mutantia, quien introdujo numerosos temas vinculados a la ecología y siempre fue muy crítico del proceso de expropiación del discurso “verde” por el poder transnacional.

      Entre los años setenta y ochenta aumentó el número de grupos ambientalistas, pero también hubo una marcada tendencia a la institucionalización.

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