Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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de que aquella carta tenía un post scriptum.

      «P. S. - Podéis acoger al portador, que es conde y grande de España. »

      -¡Sueños dorados! - exclamó Aramis-. ¡Oh hermosa vida! Sí, somos jóvenes. Sí, aún tendremos días felices. ¡Óh, para ti, para ti, amor mío, mi sangre, mi vida, todo, todo, mi bella dueña!

      Y besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centelleaba sobre la mesa.

      Bazin llamó suavemente a la puerta; Aramis no tenía ya motivo para mantenerlo a distancia; le permitió entrar.

      Bazin quedó estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a D’Artagnan, que, curioso por saber quién era el mendigo, venía a casa de Aramis al salir de la de Athos.

      Pero como D’Artagnan no se preocupaba mucho con Aramis, al ver que Bazin olvidaba anunciarlo, se anunció él mismo.

      -¡Diablo, mi querido Aramis! - dijo D’Artagnan-. Si esto son las ciruelas que os envían de Tours, presentaréis mis respetos al jardinero que las cosecha.

      -Os equivocáis, querido - dijo Aramis siempre discreto-, es mi librero, que acaba de enviarme el precio de aquel poema en versos de una sílaba que comencé allá.

      -¡Ah, claro! - dijo D’Artagnan-. Pues bien, vuestro librero es generoso, mi querido Aramis, es todo cuanto puedo deciros.

      -¡Cómo, señor! - exclamó Bazin-. ¿Tan caro se vende un poema? ¡Es increble! Oh, señor, haced - cuantos queráis, podéis convertiros en el émulo del señor de Voiture y del señor de Benserade. También a mí me gusta esto. Un poeta es casi un abate. ¡Ah, señor Aramis, meteos, pues, a poeta, os lo suplico!

      -Bazin, amigo mío - dijo Aramis-, creo que os estáis mezclando en la conversación.

      Bazin comprendió que se había equivocado; bajó la cabeza y salió.

      -¡Vaya! - dijo D’Artagnan con una sonrisa-. Vendéis vuestras producciones a peso de oro, sois muy afortunado, amigo mío; pero tened cuidado, vais a perder esa carta que sale de vuestra casaca, y que sin duda también es de vuestro librero.

      Aramis se puso rojo hasta el blanco de los ojos, volvió a meter su carta y a abotonar su jubón.

      -Mi querido D’Artagnan - dijo-, vayamos si os parece en busca de nuestros amigos; y puesto que soy rico, hoy volveremos a comer juntos a la espera de que vos seais rico en otra ocasión.

      -¡A fe que con mucho gusto! - dijo D’Artagnan-. Hace tiempo que no hemos hecho una comida decente; y como por mi cuenta esta noche tengo que hacer una expedición algo arriesgada, no me molestará, lo confieso, que se me suba la cabeza con algunas botellas de viejo borgoña.

      -¡Vaya por el viejo borgoña! Tampoco yo lo detesto - dijo. Aramis, a quien la vista del oro había quitado como con la mano sus ideas de retiro.

      Y tras poner tres o cuatro pistolas en su bolso para responder a las necesidades del momento, guardó las otras en el cofre de ébano incrustado de nácar donde ya estaba el famoso pañuelo que le había servido de talismán.

      Los dos amigos se dirigieron primero a casa de Athos que, fiel al juramento que había hecho de no salir, se encargó de hacerse traer - a cena a casa; como entendía a las mil maravillas los detalles gastronómicos, D’Artagnan y Aramis no pusieron ninguna dificultad en dejarle ese importante cuidado.

      Se dirigían a casa de Porthos cuando en la esquina de la calle du Bac se encontraron con Mosquetón, que con aire lastimero echaba por delante de él a un mulo y a un caballo.

      D’Artagnan lanzó un grito de sorpresa, que no estaba exento de mezcla de alegría.

      -¡Ah, mi caballo amarillo! - exclamó-. Aramis, ¡mirad ese caballo!

      -¡Oh, horroroso rocín! - dijo Aramis.

      -Pues bien, querido - prosiguió D’Artagnan-, es el caballo sobre el que vine a Paris.

      -¿Cómo? ¿El señor conoce este caballo? - dijo Mosquetón.

      -Es de un color original - dijo Aramis ; es el único que he visto en mi vida con ese pelo.

      -Eso creo también - prosiguió D’Artagnan ; yo lo vendí por eso en tres escudos, y debió ser por el pelo, porque el esqueleto no vale desde luego dieciocho libras. Pero ¿cómo se encuentra entre tus manos este caballo, Mosquetón?

      -¡Ah - dijo el criado - no me habléis de ello, señor, es una mala pasada del marido de nuestra duquesa!

      -¿Cómo ha sido eso, Mosquetón?

      -Sí, somos vistos con buenos ojos por una mujer de calidad, la duquesa de… , pero perdón, mi amo me ha recomendado ser discreto. Nos había forzado a aceptar un pequeño recuerdo, un magnífico caballo berberisco y un mulo andaluz, que eran maravillosos de ver; el marido se ha enterado del asunto, ha confiscado al pasar las dos magníficas bestias que nos enviaban, ¡y las ha sustituido por estos horribles animales!

      -Que tú devuelves - dijo D’Artagnan.

      -Exacto - contestó Mosquetón ; comprenderéis que no podemos aceptar semejantes monturas a cambio de las que nos han prometido.

      -No, pardiez, aunque me hubiera gustado ver a Porthos sobre mi Botón de Oro; eso me habría dado una idea de lo que era yo mismo cuando llegué a Paris. Pero no te entretenemos, Mosquetón, vete a hacer el recado de tu amo, vete. ¿Está él en casa?

      -Sí, señor - dijo Mosquetón-, pero muy desapacible, id.

      Y continuó su camino hacia el paseo des Grands Augustins, mientras los dos amigos iba a llamar a la puerta del infortunado Porthos. Este les había visto atravesar el patio y se había abstenido de abrir. Llamaron, pues, inútilmente.

      Mientras tanto, Mosquetón continuaba su camino y al atravesar el Pont Neuf, siempre arreando delante de él sus dos matalones, llegó a la calle aux Ours. Llegado allí, ató, según las órdenes de su amo, caballo y mulo a la aldaba de la puerta del procurador; luego, sin inquietarse por su suerte futura, volvió en busca de Porthos y le anunció que su recado estaba hecho.

      Al cabo de cierto tiempo, las dos desgraciadas bestias, que no habían comido desde la mañana, hicieron tal ruido alzando y dejando caer la aldaba de la puerta que el procurador ordenó a su recadero ir a informarse en el vecindario a quién pertenecían el çaballo y el mulo.

      La señora Coquenard reconoció su regalo, y no comprendió al principio nada de aquella devolución; pero pronto la visita de Porthos la iluminó. La furia que brillaba en los ojos del mosquetero, pese a la coacción que se imponía espantó a la sensible amante. En efecto, Mosquetón no había ocultado a su amo que había encontrado a D’Artagnan y a Aramis, y que D’Artagnan había reconocido en el caballo amarillo la jaca bearnesa sobre la que había venido a Paris y que había vendido por tres escudos.

      Porthos salió tras haber dado cita a la procuradora en el claustro Saint Maglorie. La procuradora, al ver que Porthos se iba, lo invitó a cenar, invitación que el mosquetero rehusó con aire lleno de majestad.

      La señora Coquenard se dirigió toda temblorosa al claustro Saint-Maglorie, porque adivinaba los reproches que allí le esperaban; pero estaba fascinada por las

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