Alamas muertas. Nikolai Gogol

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Alamas muertas - Nikolai Gogol Vía Láctea

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sea posible dar ni siquiera el número de teléfono sin dar algo de uno mismo» (Nabokov, 1997, pp. 106-107). Así, se encontrará con informadores que pondrán en sus testimonios mucho de sí mismos y que harán informes inservibles para el autor.

      «Si es muy sencillo –seguía repitiendo malhumorado a diversas señoras y caballeros–, si únicamente consiste en sentarse una hora al día y anotar todo lo que usted ve y oye.» Igual podría haber dicho que le mandaran la luna por correo, no importa en qué fase. Y no se preocupe usted si en el paquete de papel azul atado apresuradamente se mezclan con ella un par de estrellitas o un retazo de bruma. Y si se rompe uno de los cuernos, yo lo repararé. (Nabokov, 1997, p. 108.)

      Entre sus informadores estará Piotr Yasikov, hermano de su amigo Nikolai Yasikov, terrateniente de Simbirsk, que le proporcionaba listas de hechos, personajes y nombres locales; o Alieksandra Smirnova, cuyo marido era gobernador en la provincia de Kaluga, que le surtía con costumbres e incidentes locales. Como si el autor fuera un extranjero, recibía informes sobre la jerarquía administrativa, sobre las costumbres religiosas, sobre los tratos económicos entre señores y siervos, sobre el comercio, la jurisprudencia, los vestidos, los nombres de fauna y flora local... Gogol solicitaba a su vez de sus lectores sugerencias y descripciones sobre las clases altas rusas, que para él eran «la flor y nata del pueblo ruso» (véase Karlinsky, pp. 240-241). Como es lógico, no pudo encontrar informadores que escribieran como él, pero sorprende que se extrañase de ello; el problema es que había inventado un método para obtener un material que él ya no sabía crear y ese método no daba fruto.

      Tal vez, un factor esencial fuese que, hasta Almas muertas, sus geniales intuiciones como escritor se habían mezclado con las ideas de las que le había surtido un genio tan grande como él: Puskin. Muerto Puskin, muerto el maestro, el discípulo aventajado parece haber perdido el estímulo creador y haber quedado condenado a la inacción. No sorprende, por tanto, que en los restos de la «segunda parte», el personaje que comparte sus proyectos, incapacidades e ilusiones perdidas, a saber, Tientietnikov, deba su postración a la muerte de su maestro que, como el genial poeta, es también un Alieksandr P. (en este caso, Piotrovich... sin apellido), un «hombre único en su género. Ídolo de los jóvenes», «incomparable», «dotado con el instinto de comprender la naturaleza del hombre. ¡Cómo conocía él la naturaleza del hombre ruso!» pero que ante todo tenía la capacidad de sacar lo mejor de los que le rodeaban pues «había en él algo que alentaba, algo que decía: “¡Adelante! Ponte rápido en pie y olvida que te has caído”» (véase p. 465). Curiosamente, la edad de Tientietnikov (33 años) es la misma que tenía Gogol al publicar Almas muertas y, al igual que a aquél, la muerte repentina del maestro le supuso un golpe definitivo (p. 467).

      La orfandad espiritual de Gogol (también convertido en un «alma muerta», rastreable en la indolencia de Tientietnikov o en el hastío de Platon Platonov) le llevará a pasar de la tutela intelectual de Puskin a la de otro personaje, el padre Matviei Konstantinovskii (del que quién sabe si no hay residuos en el personaje de Konstantin Kostansoglo), que, en justa lógica, le exhortará a nuestro autor: «¡Repudia a Puskin! Era un pecador y un pagano» (recogido en Karlinsky, p. 230). Los argumentos morales de Kostansoglo explicitan la negación del pope a Puskin (véase, por ejemplo, p. 511) y hasta su propia descripción física parece coincidir con las imágenes conservadas del padre Matviei (véase p. 510)

      En opinión de Mierieskovskii, «renunciar a la literatura fue para Gogol no sólo una esterilización de sí mismo sino un suicidio» (1986, p. 131). De todas formas, calibrar la responsabilidad del padre Matviei en la destrucción de la «segunda parte» de Almas muertas y en la propia muerte del autor sigue siendo difícil; lo que sí que parece claro es que el concurso del pope precipitó sobremanera ciertas tendencias cada vez más acusadas en él, desde que la muerte del maestro Puskin lo dejara carente de orientación y de creatividad.

      En esta época de agotamiento creador, Gogol verá cualquier obstáculo como una excusa para justificar su esterilidad.

      La filosofía toda de sus últimos años, con ideas básicas como la de que «cuanto más oscuros sean los cielos más radiante será la bendición del mañana» nacía de la constante intuición de que ese mañana no llegaría nunca. Por otra parte, se encolerizaba si alguien sugería la posibilidad de acelerar la llegada de la bendición; «yo no soy un gacetillero, yo no soy un jornalero, yo no soy un periodista», escribía. Y a la vez que hacía todo lo posible por convencerse a sí mismo y convencer a los demás de que iba a sacar un libro de la máxima importancia para Rusia (y «Rusia» era entonces sinónimo de «humanidad» para su espíritu profundamente ruso), se negaba a tolerar rumores que él mismo generaba con sus insinuaciones místicas. (Nabokov, 1997, pp. 108-109.)

      Nabokov presenta esta época como la de las «grandes esperanzas» en los lectores de Gogol: unos esperaban una denuncia mayor de la corrupción y la injusticia social, otros esperaban otra historia desternillante de principio a fin. Algunos, seguramente inducidos por las propias explicaciones de Gogol, esperarían una obra que plantease el comienzo de la redención de Chichikov (sólo un ser humano) y, con él, la de toda la humanidad... mientras

      [...] en el país, se difundió la grata noticia de que Gogol estaba terminando un libro sobre las aventuras de un general ruso en Roma, que era de lo más gracioso que había escrito nunca. De hecho, lo trágico del asunto está en que, de los restos de ese segundo volumen que han llegado hasta nosotros, lo mejor son los pasajes referentes a ese absurdo autómata que es el general Bietrisiev. (1997, p. 109.)

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