La dignidad. Donna Hicks

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constituir el primer paso en dirección a aprender cómo manejar esa vulnerabilidad. Podríamos hasta ver efectos inmediatos en nuestra habilidad para llevarnos bien con los demás.

      Así como hemos desarrollado un conjunto viable de contratos sociales, desde sistemas legales hasta reglamentos para el tráfico, necesitamos desarrollar un conjunto comúnmente acordado de reglas para el relacionamiento, basadas en nuestra comprensión de la dignidad —en nuestras compartidas vulnerabilidades humanas y en las circunstancias que hacen posible que se detonen nuestros instintos de autoconservación. Al ponernos de acuerdo acerca de los elementos de la dignidad, y al honrarlos, podríamos protegernos de muchos conflictos y evitar mucho sufrimiento humano.

      El modelo de la dignidad en la práctica. Desde el momento de aquel taller sobre la dignidad en América Latina en 2003, he presentado el modelo de la dignidad a personas alrededor del mundo, en una variedad de contextos. Todos los participantes han tenido algo en común: estaban interesados en utilizar el modelo para construir mejores relaciones, con frecuencia en su ambiente de trabajo. Querían establecer una “cultura de la dignidad” bajo la cual todos estuvieran conscientes de cuán fácil es infligir heridas dolorosas a la dignidad de los demás. Tal vez aún más importante, estaban ansiosos por aprender cómo cada uno podría extender la dignidad del otro y cómo crear un ambiente en el cual las personas anticiparan el placer de estar juntas porque se sienten valoradas.

      Luego de varios talleres con distintos grupos, se hizo patente que una fuente principal de ira, resentimiento y malos sentimientos entre personas que tenían que trabajar juntas podía ser rastreada a incidentes pasados en los cuales las personas sentían que su dignidad había sido violada. Cada grupo de personas con las cuales me reuní me dijo que el modelo les había permitido ponerle un nombre a la experiencia que les había perturbado y hasta llevado a la decisión de renunciar, pero no habían sido capaces de articular sus razones para sentirse molestos. Una vez que comprendieron el lenguaje de la dignidad, se sintieron aliviadas y validadas. Por primera vez, su sufrimiento tenía nombre, y podían reconocer por lo que habían pasado.

      La respuesta es la misma cada vez que conduzco un taller —con personas jóvenes y mayores, personas de todos los ámbitos. La dignidad es un fenómeno humano. Nuestro deseo de sentir dignidad es nuestro más alto denominador común. Todos la deseamos, la buscamos, y respondemos de la misma manera cuando otros la violan. Nadie quiere ser lastimado, y tenemos reacciones potentes de auto-conservación ante las violaciones. Sin embargo, esas reacciones traen costos muy altos: nuestras necesidades de auto-protección nos hacen perder la conexión con otros humanos. Terminamos alejados unos de otros, persiguiendo nuestros intereses como si las relaciones no importasen. Pero sí importan. Nuestro deseo de conexión está profundamente anclado en nuestros genes. Vivimos en un estado de falsa alienación. La calidad de nuestras vidas y nuestras relaciones podría ser inmensamente mejorada si aprendiésemos a dominar el arte y la ciencia de mantener y honrar la dignidad.

      El debut del modelo de la dignidad en América Latina fue un punto de inflexión. Antes que mi colega y yo iniciásemos el taller, pensé que estábamos corriendo un riesgo al introducir la idea de que la violación de la dignidad había sido un factor causal en el desmoronamiento de las relaciones de poder en ese país. Yo también sabía que, escondido en el concepto de la dignidad, había un torrente de temas emocionales nunca enfrentados, que la mayoría de personas no están dispuestas a admitir y mucho menos llevar a una conversación. Las investigaciones de Scheff y Retzinger muestran que las personas sienten vergüenza de sentirse avergonzadas; con frecuencia la niegan antes que querer hablar de ella.19 Me preocupaba que los participantes en nuestro taller no quisiesen llevar a cabo una conversación profunda sobre temas tan delicados y volátiles como el honor y la vergüenza.

      Para lo que no estuve preparada fue la voluntad de los participantes de conversar sobre temas emocionales. Bajo circunstancias normales, si pido a los miembros de un grupo que hablen acerca de momentos en los que se sintieron emocionalmente heridos, todos los presentes permanecen en silencio. Pero en esta ocasión, cuando enmarqué la cuestión en términos de “violaciones a su dignidad”, los participantes estuvieron dispuestos a hablar. Todos tenían una o varias historias que contar. Me di cuenta de que el lenguaje de la dignidad era una manera aceptable de dialogar acerca de experiencias sicológicamente dolorosas, humillantes y degradantes.

      Cuando introduje los elementos esenciales de la dignidad, finalmente tuvieron el lenguaje que necesitaban para articular lo que les había ocurrido y para comprender por qué habían sentido tanto malestar. El enfoque que asumí entonces, y que he refinado durante los últimos varios años, consiste en señalar que los temas de la dignidad no son exclusivos para esta persona o para aquel grupo, que el tema de la dignidad es un tema humano profundamente emocional para todos los miembros de la especie. Trasciende la raza, el género, la etnicidad, y todas las demás distinciones sociales. Es difícil comprender que un aspecto tan significativo de nuestra humanidad compartida haya recibido tan poca atención. Dejados a nuestras (poco educadas) anchas, hemos creado una epidemia de indignidad de alcance mundial —de alcance a toda nuestra especie— y debemos hacer algo al respecto si algún día vamos a llegar a comprender esta causa radical del conflicto humano.

      No nos lastimamos mutuamente a propósito, solo porque nos divierte hacerlo. Con frecuencia no estamos conscientes de las maneras en las que violamos la dignidad de otros, rutinaria y sutilmente. Al mismo tiempo, no estamos plenamente conscientes del poder que tenemos para hacer que las personas se sientan bien porque reconocemos su valía. Esta falta de consciencia deriva de no haber sido educados acerca de la dignidad. Una vez que nos volvemos conscientes, podemos aprender a manejar nuestras reacciones emocionales, que con frecuencia terminan lastimando a otros, y cómo comunicar el hecho de que valoramos a otros. Aunque la dignidad es una parte de nuestra herencia humana, saber cómo nutrirla no lo es. Las acciones y reacciones de la dignidad tienen que ser aprendidas.

      Esto parece sencillo —todo lo que tenemos que hacer es que unos y otros aprendamos a honrar la dignidad mutua y a reconocer cuando la estamos violando. ¿Cómo aprendemos? Tenemos que ver, primero, que nuestra falta de consciencia es un problema; segundo, que hay una manera de manejar el problema; y tercero, que podemos realizar los cambios necesarios para hacer el trabajo de la dignidad.

      La necesidad de dignidad es tan común en las salas de directorios como en los dormitorios, en la arena internacional como en nuestras interacciones diarias. Nuestras reacciones emocionales a la forma en que somos tratados por otros están mentalmente programadas y son parte de nuestra humanidad, nos guste o no. Cuando alguien nos trata mal nos enojamos, nos sentimos humillados y queremos vengarnos —con frecuencia sin tener idea del grado en el cual son esas reacciones primitivas las que están impulsando nuestro comportamiento.20

      También nos alejamos de inmediato de quienes nos hacen daño, aun si permanecemos físicamente a su lado. El temor a ser objeto de otro asalto es motivo suficiente para cerrar las líneas saludables de comunicación y de confianza. Pero, con frecuencia, las personas sienten que no pueden darse el lujo de salir de una relación porque dependen de ella; esto ocurre todo el tiempo en el lugar de trabajo, el matrimonio y las familias. Aunque se mantiene la relación, hay un costo: la apertura es reemplazada por el resentimiento y perdemos una de las experiencias más satisfactorias de la vida —la libertad de estar juntos, libres del temor a que se nos juzgue, lastime o humille. El alejamiento y el temor conducen a que las personas vivan y trabajen juntas en un estado de alienación. No hay intimidad, ni alegría ni conexión. En el mejor de los casos, las personas en esa defectuosa relación simplemente se toleran mutuamente para lograr llegar al final del día. En el peor de los casos, la relación se caracteriza por la hostilidad, y ambas personas se sienten justificadas cuando denigran a la otra. La vida en conjunto es, simplemente, miserable.

      Sentimos las violaciones de nuestra dignidad hasta el fondo de nuestro ser. Son una amenaza a la misma esencia de quiénes somos. Peor aún, los perpetradores se salen con hacernos daño. Y las heridas usualmente permanecen desatendidas.

      No

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