La dignidad. Donna Hicks

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tratar a los demás dándoles a entender que son importantes, que son dignos de cuidado y de atención.

      De acuerdo con Evelin Lindner, esta noción de la dignidad —de que todo ser humano está imbuido de valía y mérito— emergió en Europa como reacción a la creencia medieval cristiana de que la vida está llena de sufrimiento y que a los humanos les corresponde aguantar el sufrimiento en esta vida.1 El consuelo ofrecido por la Iglesia era que la situación mejoraría en la próxima vida. Pero con el advenimiento del Renacimiento en Italia, en el siglo catorce, la noción de qué significa ser humano fue abierta a discusión.2 Filósofos y humanistas comenzaron a desafiar las creencias tradicionales, iniciando una larga discusión filosófica y social centrada en el valor y la dignidad inherentes a todo ser humano.

      Un filósofo de la Ilustración que puso atención en el tema de la dignidad humana fue Immanuel Kant, quien, escribiendo en el siglo dieciocho, introdujo la idea del “imperativo categórico”, una manera de determinar qué es lo moralmente correcto sin importar las circunstancias. Uno de los principios que guía la acción correcta, dijo Kant, es “actuar de tal manera que uno siempre trate a la humanidad, sea en la propia persona o en la de otro, no como un mero medio, sino siempre también como un fin”.3 Kant consideraba al suicidio un mal moral porque violaba el imperativo de tratar no solo a los demás sino a nosotros mismos como seres con valía y mérito inherentes.

      De acuerdo con Kant, reconocer la dignidad de toda persona humana significa que no es ético explotar a las personas o tratarlas como meros instrumentos para el logro de los propios fines e intereses. Honrar la dignidad de otros no tiene nada que ver con sus cualidades o logros individuales.

      Aunque estoy de acuerdo con que todo ser humano merece que se respete su humanidad, muchos seres humanos con frecuencia se comportan de maneras que causan daño a otros, lo cual hace difícil respetarlos por lo que han hecho. Distingo entre una persona, que merece respeto, y las acciones de esa persona, que pueden o no merecerlo.

      El argumento de que toda persona merece ser tratada automáticamente con respeto se complica a causa de la distinción que acabo de señalar, pero argumentar que toda persona merece ser tratada con dignidad no es en absoluto complicado. Todos lo merecemos, no importa qué hagamos. Tratar mal a las personas porque han hecho algo malo solo perpetúa el ciclo de la indignidad. Lo que es peor, violamos nuestra propia dignidad al hacerlo. El mal comportamiento de otros no nos concede licencia para tratarlos mal a su vez. Su valía y mérito inherentes deben ser honrados, no importa lo que hagan. Pero no tenemos que respetarlos. Ellos tienen que ganarse nuestro respeto, a base de su comportamiento y sus acciones.

      Ganarse el respeto de otros significa hacer algo que va más allá del derecho de base de ser tratado bien. Si nos hemos ganado el respeto de otros, nos hemos extendido hacia otros de manera admirable. Al salir de la prisión en la Isla Robben en Sudáfrica, luego de haber estado ahí encarcelado como prisionero político durante veintisiete años, Nelson Mandela anunció que no sentía ira hacia sus captores. Este acto extraordinario merece respeto. Él se lo ganó.

      Las raíces evolucionarias de la dignidad. Para comprender totalmente el sentido de la dignidad, permítame enfocar el concepto desde la perspectiva de qué significa ser un ser humano. Una de las características que nos define como humanos es que somos seres con sentimientos. Estamos equipados con cinco sentidos a través de los cuales experimentamos a los demás y al mundo que nos rodea. Y podemos fácilmente afectar cómo se sienten otros. De hecho, tenemos un notable impacto unos sobre otros. Con el descubrimiento de las neuronas espejo, los científicos ahora saben algo aún más notable: estamos mentalmente programados para sentir lo que otros están sintiendo, sin tener que decir una sola palabra.4

      Otros científicos han demostrado que la conexión humana es crucial para la supervivencia. Esta nueva evidencia de qué nos conecta unos a otros biológicamente es consistente con lo que muchos estudiosos del desarrollo humano han planteado desde hace varias décadas: que somos más que meras entidades individuales, programadas mentalmente para la supervivencia individual, que somos seres sociales que crecen y florecen cuando nuestras relaciones están intactas; nuestra supervivencia está indisolublemente conectada con la calidad de nuestras relaciones, y nuestro crecimiento y desarrollo ocurre en el contexto de las relaciones. De hecho, Judith Jordon y Linda Hartling proponen que las relaciones que fomentan el crecimiento son una necesidad humana esencial.5

      Lo que parece ser de máxima importancia para los humanos es cómo nos sentimos con lo que somos. Anhelamos vernos bien ante los ojos de los demás, sentirnos bien con nosotros mismos, ser dignos del cuidado y de la atención de los demás. Compartimos un anhelo de dignidad —el sentimiento de valía y mérito inherente. Cuando nos sentimos dignos, cuando se reconoce nuestra valía, nos sentimos contentos. Cuando un sentido mutuo de mérito es reconocido y honrado en nuestras relaciones, estamos conectados. Un sentido mutuo de mérito y valor también proporciona la seguridad necesaria para que ambas partes se extiendan, haciendo posible un continuado crecimiento y desarrollo.

      Tenemos un deseo innato de ser tratados bien porque estamos programados sicológicamente para creer que nuestras vidas dependen de ello. No podemos evitar reaccionar cuando se nos trata mal. Nuestro radar emocional está sintonizado a un umbral muy bajo de detección de indignidades. El instante en que sentimos que alguien nos está juzgando o tratando injustamente, o como si fuésemos inferiores, se enciende la señala emocional de advertencia. Las investigaciones sugieren que estamos tan programados para detectar una amenaza a nuestra dignidad —a nuestro sentido de propia valía— como lo estamos para detectar una amenaza física.6

      En consecuencia, lo que parece coexistir lado a lado con el deseo humano de dignidad es una tensión opuesta: nuestra obvia vulnerabilidad. Aunque somos seres preciosos e invalorables, nuestra dignidad puede ser violada muy rápidamente, así como nuestras vidas pueden ser extinguidas en un abrir y cerrar de ojos. Somos tan vulnerables a sentirnos no dignos como lo somos a sentirnos dignos. A causa de la importancia primaria de las relaciones, nuestra sensibilidad ante los demás y ante el mundo nos deja abiertos a heridas de todos los tipos y, en el extremo, a la posibilidad de la muerte. Tal parece que el sentimiento de pérdida está en el corazón de la vulnerabilidad humana —pérdida de la dignidad, pérdida de la conexión con otros, y pérdida de la vida misma.

      La experiencia humana de ser dignos, y de la vulnerabilidad, es fundamentalmente emocional; emana de una de las partes más antiguas de nuestros cerebros, que los científicos llaman el sistema límbico.7 Cuando sentimos que nuestra dignidad está siendo amenazada, nos invaden sensaciones de temor y de vergüenza —sentimientos desestabilizantes que son dolorosos y aversivos. La mayoría de notros haríamos casi cualquier cosa por evitar estos temidos sentimientos, que son parte esencial de una herida a la dignidad. Cuando experimentamos daños, nuestros instintos de autoconservación son muy fuertes, e incitan sentimientos de humillación, ira e indignada venganza. Algunos seres humanos que han experimentado violaciones crónicas de su dignidad han llegado al extremo de quitarse la vida para poner fin a esos sentimientos intolerables. Otros se van al otro extremo y matan a los que causaron el daño.

      Este aspecto altamente sensible de nuestra humanidad —a vulnerabilidad ante la posibilidad de ser violados por otros— cumple una función crítica, aunque extraña: promueve nuestra supervivencia. Nos advierte cuando estamos frente a un peligro inminente, cuando alguien o algo nos amenaza; nos dice que actuemos para eliminar la amenaza. Nuestros instintos de auto-protección están orientados a la seguridad, y nos preparan para pelear o retirarnos, a efectos de la autoconservación.8

      Nuestro deseo de dignidad tiene raíces evolucionarias muy antiguas. Los biólogos evolucionarios saben mucho acerca de esos profundos impulsos que explican muchos de nuestros comportamientos —comportamientos para la supervivencia que heredamos de nuestros antepasados remotos.9 Estos comportamientos nacen de la búsqueda de supervivencia, y este aspecto de la naturaleza

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