Los herederos. Alba González
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Los herederos - Alba González страница 8
Antes no era así: en los tiempos “de antes”, cuentan los habitantes más antiguos, no necesitaban casi nada de afuera: todo se hacía allí, todo estaba allí, se los daba “la Liebig”.4
En una primera recorrida por el Pueblo se impone su diagramación peculiar: la estructura urbana generada por la empresa creó un patrón alejado del tradicional damero hispanoamericano, un diseño surgido como consecuencia de la implantación de un enclave industrial vinculado a la explotación ganadera.
Sofía me vio muy interesada y entonces llamó a la directora de la escuela, desafiando mi perspectiva de citadina a la que escandalizaba molestarla en una tórrida tarde de enero. Y la directora vino y llamó a otro vecino, y el vecino sacó su auto ahí mismo y me llevó a recorrer el lugar. Me mostró los corralones donde vivió con sus padres y sus hermanas, la calle de los “chaleses” de los ingleses, que “eran unos señores”, el lugar donde había estado la pista de aterrizaje, los muelles, la manga. Esta constituía un pasadizo de altos tirantes de madera interrumpido por portones que se cerraban al paso del ganado y permitían su traslado desde los campos hasta la fábrica; como tal, la manga ya no existe, pero se ha reconstruido una parte “para que los chicos que no la conocieron sepan cómo era”. Cuando pasamos por allí vimos un cartel que explicaba: “La manga dividía las casas de los obreros de las del personal jerárquico”. El vecino me lo señaló y dijo: “Eso no es cierto”. No entendí, porque era evidente que sí las dividía.5
Aunque muchos habitantes insisten en que el diseño del Pueblo es “único” y “original”, este se repite en otros poblados industriales pero, a diferencia de la mayoría, se conserva, sigue estando allí.6 El tópico de lo excepcional, singular y único aparece como muy extendido a la hora de reivindicar espacios patrimoniales, como subraya Mónica Lacarrieu en su estudio sobre los centros históricos.7
La estructura arquitectónica de Pueblo Liebig es casi la misma desde hace cien años, a pesar de que los asentamientos han crecido desordenadamente hacia los accesos, alrededor del núcleo histórico. Allí el diseño original continúa intacto, la mayoría de las casas construidas por Liebig’s se conservan, aunque varias fachadas originales han sido alteradas.
Yo te quería decir que, no sé si era la época o qué, pero construyeron las casas con un material tan noble. ¡Y para los obreros! En 1907, 1908… Mirá las paredes, mirá, no se han movido para nada. Esta puerta es la original, la madera no se ha torcido, no se ha vencido. Cien años tiene la puerta, la puerta de madera esa y el marco, todo. Mirá el marco, no tiene una hendidura, no tiene nada.8
Cualquier habitante antiguo del Pueblo reconoce los elementos originales en las viviendas, cuáles son las que se conservan tal como fueron levantadas, qué se modificó en cada una. Para muchos, es un orgullo que todo esté “tal cual” –aunque de hecho no lo esté– porque “los ingleses sabían lo que hacían”. Lo que “los ingleses” construyeron continúa en pie: los espaciosos chalets del personal jerárquico edificados según las tipologías de uso en la Inglaterra de fines de siglo XIX, las viviendas obreras, la “casa de visitas” donde alguna vez se alojó el príncipe de Gales, el club, las canaletas, las bombas de agua, la chimenea.
De la grandiosa fábrica emplazada al borde del río Uruguay, sin embargo, no queda más que una carcasa; de los muelles, los restos. Ruinas arquitectónicas que, como afirma Andreas Huyssen (2008), despiertan la nostalgia al combinar los deseos temporales y espaciales por el pasado como una especie de “utopía invertida”.
También están presentes, en su materialidad, lo que Liebig’s “les dejó”: el edificio de la capilla y de la escuela, los libros de la biblioteca, las medallas conmemorativas de veinticinco y cincuenta años de “servicio fiel”, como lo expresa la leyenda grabada en ellas.
Para llegar a comprender la entrega de medallas, debemos remitirnos a aquella época en que el trabajo y la responsabilidad de su cumplimiento era un culto. Recibir ese premio de la empresa era como una corroboración de haber trabajado con honestidad y fidelidad, no solo para la empresa sino también para el propio trabajador que la recibía con verdadera satisfacción por haber cumplido con lo que dictaban sus principios. Por ello estas ceremonias eran en cierta manera sencillas pero llenas de emotividad. Así lo vivimos quienes las recibimos.9
Las medallas están en muchas casas, exhibidas por sus habitantes con la dignidad de poseer un símbolo del trabajo, entendido como “culto” y como cultura.
Esta vez tuve un nuevo anfitrión en mi visita a Pueblo Liebig, también un antiguo trabajador que llegó a ser jefe. Me llevó a conocer la fábrica. Entramos “de contrabando”, me dijo, porque “el dueño ya no deja pasar”. Pero con él entré, pues conocía a los serenos y había trabajado allí toda su vida, como su familia, “como todos”. Y, además, había sido el primer presidente de la Junta de Gobierno “cuando la Liebig donó el pueblo a la provincia”. Nueva perplejidad: ¿de quién era allí qué cosa y cómo había llegado a serlo?
Ya dentro de la fábrica se detuvo en cada rincón y me explicó qué había habido en ese lugar, qué se hacía en cada sección, cómo funcionaban las calderas y las máquinas que aún quedaban, dónde estaban las oficinas, cuál había sido su lugar de trabajo. Me contó qué había, donde ya casi nada había, como si estuviera aún ante sus ojos.10
Ciertos edificios, sitios y objetos funcionan en Pueblo Liebig como soportes de memoria e instituyen marcas que visibilizan las luchas en torno al sentido de los lugares y la memoria impuesta en cada caso. Tanto los que aún permanecen como muchos de los que desaparecieron –y que hoy para el que lo mira desde afuera son espacios “vacíos”– actuaron como catalizadores en las narraciones de las personas que entrevisté. En los recorridos por el Pueblo frente a un espacio donde nada había emergían relatos: “Acá antes estaba la vieja escuela del saladero”, “Este era el campo de golf”, “Aquí terminaba la pista de aterrizaje”. Y esta aparición de lo invisible convocado por la memoria se reiteraba en todo el trayecto. Las narraciones que acompañan el caminar, como todo relato según Michel de Certeau (1996: 127), atraviesan y organizan lugares, los seleccionan y reúnen al mismo tiempo; todo relato es un relato de viaje, una práctica del espacio temporalizado.
Estas remembranzas demostraron, en su reiteración, que la selección no era casual ni fortuita; referían a aquellos lugares y objetos que se fusionaban con las dimensiones más afectivas y sensoriales de los recuerdos. El carácter discursivo de la memoria, como asegura Lisa Rosén Rasmussen (2012), es solo la mitad de la historia. Ello lleva a problematizar el proceso de atribución de sentido y las distintas modalidades de apropiación por las cuales esos sitios se transformaron en “marcas territoriales” (Jelin, 2002). Convoca también a interrogarnos acerca de las diversas formas de instituir nuevas señales en el espacio público en forma de placas, nombres de calles y monumentos.
Hoy entrevisté a otro nuevo vecino, otro exempleado de Liebig’s. Me recibió en su hermoso chalet, uno de los que antiguamente ocupaba el personal jerárquico de la compañía. Nada había que él no supiera sobre el Pueblo, acerca de cuya historia escribió un libro. Luego de una larga charla me mostró “el” monumento del Pueblo: un envase gigante de corned beef, ubicado frente a la iglesia. Dos metros y medio de cemento, ciertamente algo kitsch, entre lo original y lo vulgar, que reproduce el envase del producto