Cómo volar un caballo. Кевин Эштон

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Cómo volar un caballo - Кевин Эштон Alta Definición

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el huerto, una conversación sobre sandías, el chico pinchando una flor. Si volvemos a 1899, veremos un resultado extraordinario: la isla transformada, el mundo evolucionando. Conocer este resultado nos tienta a atribuir, en retrospectiva, cierta distinción a esos actos; imaginamos a Férréol despierto toda la noche lidiando con el problema de la polinización, teniendo un momento de epifanía bajo la luz de luna y a un huérfano esclavo de doce años revolucionando a Reunión y al mundo.

      Pero la creación se desprende de actos ordinarios. Edmond aprendió botánica gracias a su juvenil curiosidad y sus caminatas diarias con Férréol. Éste se mantenía al tanto de los avances en la ciencia de las plantas, como los trabajos de Charles Darwin y Konrad Sprengel. Edmond aplicó estos conocimientos a la vainilla, con la ayuda de un instrumento de bambú y sus pequeños dedos de niño. Cuando nos asomamos detrás de la cortina de la creación, encontramos personas como nosotros haciendo cosas que también nosotros podemos hacer.

      Esto no vuelve fácil la creación. La magia es instantánea, el genio un accidente de nacimiento. Quítalos y lo que queda es trabajo.

      El trabajo es el alma de la creación. Trabajo es levantarse temprano y volver tarde a casa, rechazar citas y renunciar a fines de semana, escribir y reescribir, revisar y corregir, memorizar y seguir una rutina, vencer la duda de la página en blanco, empezar cuando no se sabe por dónde y no detenerse cuando no se puede seguir. Por lo general, no es divertido, romántico ni interesante. En palabras de Paul Gallico, si queremos crear, tenemos que abrirnos las venas y sangrar.28

      No hay ningún secreto. Cuando preguntamos a los escritores por su proceso, a los científicos o a los inventores por sus métodos, de dónde sacan sus ideas, buscamos algo que no existe: un truco, receta o ritual para invocar la magia, una alternativa al trabajo. Pero no la hay. Crear es trabajo. Así de fácil y así de difícil.

      Destruido el mito, tenemos una opción. Podemos crear sin genio ni epifanía, de manera que lo único que nos detiene somos nosotros mismos. Hay un arsenal de formas de decir no a la creación. Una ya fue abordada: no es fácil, es trabajo.

      Otra es decir no tengo tiempo. Pero el tiempo es el gran igualador, el mismo para todos: veinticuatro horas cada día, siete días cada semana, cada vida con una duración desconocida, para los ricos y los pobres y todos los situados entre ambos extremos. Lo que queremos decir cuando expresamos No tengo tiempo libre es un arma sin filo en un mundo cuya serie literaria más vendida en los últimos años fue ejecutada por una madre soltera que escribía en los cafés de Edimburgo mientras su pequeña hija dormía;29 donde una carrera de más de cincuenta novelas fue emprendida por un empleado de lavandería dentro de un tráiler en Maine;30 donde una filosofía que cambió el mundo fue compuesta en una cárcel parisiense por un preso a la espera de la guillotina31 y donde tres siglos de física fueron volcados, en un año, por un hombre con un puesto fijo como inspector de patentes.32 Sí hay tiempo.

      La tercera opción no es la mayor, la pistola en la cabeza de nuestros sueños. Todas sus variaciones dicen lo mismo: No puedo. He aquí el amargo fruto del mito de que sólo alguien especial puede crear. Ninguno de nosotros se cree especial, no a mitad de la noche, cuando nuestro rostro despide fluorescencias en el espejo del baño. No puedo, decimos. No puedo porque no soy especial.

      Somos especiales, pero eso no importa ahora. Lo que importa es que no tenemos que serlo. El mito de la creatividad es un error nacido del imperativo de explicar resultados extraordinarios con actos y personajes extraordinarios, un malentendido de la verdad: la creación procede de personas ordinarias y el trabajo ordinario. No es necesario ser especial.

      Lo único necesario es empezar. No puedo es falso una vez que iniciamos la marcha. Es improbable que nuestro primer paso creativo sea bueno. La imaginación necesita repetición. Las cosas nuevas no llegan terminadas al mundo. Ideas que parecen imponentes en la privacidad de nuestra cabeza se tambalean cuando las ponemos sobre la mesa. Pero todo comienzo es bello. La virtud de un primer boceto es que acaba con la página en blanco. Es la chispa de vida en el pantano. Su calidad no importa. El único borrador malo es el que no escribimos.

      ¿Cómo crear? ¿Para qué crear? El resto de este libro trata de cómo y para qué. ¿Qué crear? Sólo tú lo puedes decidir. Tal vez ya lo sabes. Quizá ya tienes una idea, un ansia. Pero si no es así, no te preocupes. El cómo y el qué están relacionados: uno conduce al otro.

      CAPÍTULO 2

      PENSAR ES COMO CAMINAR

      1 KARL

      Berlín ocupó alguna vez el centro del mundo creativo. Los teatros de la ciudad reverberaban con los estrenos de Max Reinhardt y Bertolt Brecht. Los clubes nocturnos presentaban el obsceno burlesque Kabarett. Albert Einstein ascendía por la Academia de Ciencias. Thomas Mann profetizaba los peligros del nacionalsocialismo.1 Las películas Metropolis y Nosferatu se estrenaban en salas repletas. Los berlineses llamaron a ese lapso la Época de Oro: los años de Marlene Dietrich, Greta Garbo, Joseph Pilates, Rudolf Steiner y Fritz Lang.

      Aquél era un sitio y momento para pensar acerca del pensar. En Berlín, los psicólogos alemanes tenían entonces ideas radicales sobre cómo funciona la mente humana. Otto Selz, profesor en Mannheim, sembró la semilla: se contó entre los primeros que propusieron que pensar era un proceso que podía escudriñarse y describirse. Para la mayoría de sus contemporáneos, la mente era magia y misterio. Para Selz, era un mecanismo.

      Pero al comenzar la década de 1930, él oyó aproximarse a la muerte. Era judío. Hitler estaba en ascenso. La celebración que Berlín hacía de la creación se volvió apocalíptica. La destrucción estaba cerca.

      Selz había hecho preguntas psicológicas: ¿cómo operaba la mente? ¿Podría medirla? ¿Qué podía probar? Ahora hacía también preguntas prácticas: ¿qué iba a ser de él? ¿Podría escapar? ¿Cuánto tiempo le quedaba?

      Además, e igualmente importante para Selz, ¿sobrevivirían sus ideas aun si él no lo lograba? La oportunidad de transmitirlas fue breve. En 1933, los nazis le impidieron trabajar y prohibieron que se le citara. Su nombre desapareció de las bibliografías.

      No obstante, al menos un berlinés conocía su obra. Karl Duncker tenía treinta años cuando los nazis vetaron a Otto Selz. Duncker no era judío. Su apariencia era aria: piel blanca, cabello muy rubio y mandíbula angular. Pero ni siquiera así estaba a salvo. Su exesposa era judía, y sus padres comunistas. Solicitó dos veces un puesto de profesor en la Universidad de Berlín;2 se le rechazó en ambas ocasiones, pese a su excelente historial académico.3 En 1935 fue despedido como investigador. Publicó entonces su obra maestra, On Problem-Solving —en la que desafió a los nazis citando a Selz diez veces—,4 y huyó a Estados Unidos.

      La Época de Oro había llegado a su fin. El novelista Christopher Isherwood, quien daba clases de inglés en Berlín, narró su defunción:

      Hoy brilla el sol y el día es tibio y suave. Sin abrigo ni sombrero, salgo a dar por última vez mi paseo matinal. Brilla el sol y Hitler es el amo de esta ciudad. Brilla el sol y docenas de amigos míos —mis alumnos del Liceo de Trabajadores, los hombres y las mujeres con quienes me reunía— están presos, si no es que muertos, o condenados a muerte. Capto el reflejo de mi cara en la luna de un escaparate y me horroriza ver que estoy sonriendo. Imposible dejar de sonreír, con un tiempo tan hermoso... Los tranvías pasan, Kleiststrasse arriba, como siempre. Y lo mismo los transeúntes que la cúpula en forma de tetera de la estación de la Nollendorfplatz guardan un aire curiosamente familiar, un asombroso parecido con algo recordado, habitual y placentero.5

      Duncker

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