La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3. Arturo Martínez Nateras

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La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3 - Arturo Martínez Nateras La izquierda mexicana del siglo XX

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Su hija recordó que siempre estaba viajando. Sospecho que sus espléndidas habilidades organizativas —Bell lo llamaba “el mejor organizador que he conocido jamás”— le permitieron evadir el rastreo que lo habría hecho caer en los registros oficiales de Estados Unidos y de México (Bell, 1932).5

      Parece ser que los organizadores indígenas siguieron en contacto con sus comunidades de origen y fueron miembros activos de sus comunidades indígenas. Palomares permaneció como parte de la comunidad de mayos de Mayocoba, Sinaloa, viajando a veces con mayos de la zona. Un primo que se quedó en Mayocoba era el representante del PLM en esa región, y en 2002 había residentes ancianos del lugar que lo recordaban. Primo Tapia de la Cruz, un purépecha de Naranja, Michoacán, regresó a Michoacán y viajó por el occidente de Estados Unidos con primos de su pueblo. Tapia era tan importante para las ceremonias religiosas de su pueblo tras su regreso, en la década de 1920, que algunos consideraron su asesinato un “martirio” (Boyer, 2003, 143). Los organizadores indígenas que investigué hablaban un idioma indígena. Organizarse en idiomas indígenas significaba que las maneras de entender indígenas (inscritas en cada idioma) transmitían las noticias y la postura del PLM, expresando conceptos indígenas en relación con las ideas de Flores Magón y el PLM. Un paisano de Primo Tapia de la Cruz recuerda que “nos hablaba en [purépecha]” para explicar el anarcosindicalismo y el comunismo (Friedrich, 1986, 6). Tapia era miembro de un grupo de estudio del PLM en Los Ángeles, lo que nos lleva a preguntarnos si las conceptualizaciones de Proudhon o de Kropotkin tuvieron resonancia para los hablantes de purépecha.

      En un momento en el que menos de una cuarta parte de la población mexicana estaba alfabetizada, Regeneración se leía en voz alta y solía ser, por lo tanto, una experiencia oral y sonora. Las lecturas públicas ocurrían en escenarios comunales en los hogares, plazas del pueblo, reuniones o campos laborales, a diferencia del lector solitario imaginado por Benedict Anderson (1983) que por medio de la palabra escrita podía participar en una “comunidad imaginada” nacional. La percepción de los participantes indígenas de estas lecturas y discusiones nos lleva a la pregunta sobre si las lecturas tomaron la forma de (o se consideraron) testimonios. El testimonio es una forma distinta de relato que no es ni una autobiografía individual ni una memoria en la conceptualización occidental de las narraciones orales, testimonios o historias individuales. El testimonio es un proceso de narración creado colectivamente que encarna las experiencias de la comunidad en su totalidad, aunque haya sido relatado por una persona y concebido como la narración de la persona. Conceptualmente, sin embargo, el testimonio refleja que los individuos no existen de manera separada de la comunidad general a la que pertenecen, y que su existencia es tal en tanto parte de una comunidad. El testimonio y las presentaciones orales documentados por Lynn Stephan entre oaxaqueños —indígenas o no— que participaron en la organización y el levantamiento de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (appo) resonaron con las descripciones que escuché sobre las reuniones comunitarias entre trabajadores agrícolas mexicanos huelguistas durante la tensa huelga de lechugas de 1934, en el Imperial Valley de California, que culminaría en una serie de más de 50 huelgas en un año —en efecto, una huelga general— en toda la industria agrícola del estado. En Brawley, cientos de personas de la comunidad —hombres, mujeres y niños— discutieron la huelga durante seis horas hasta que finalmente llegaron a un consenso. ¿Podrían haber tenido algunas de estas presentaciones forma de “testimonio”, o quizá se oyeron y entendieron como “testimonios”?

      Al trabajar con el PLM se hacía uso de las tácticas indígenas de escape, ocultamiento y subterfugio. Algunos se ocultaban en relación con las expectativas occidentales y sus definiciones de “lo indio”, ya que su habilidad para medir los supuestos occidentales y disfrazarse aumentaba sus probabilidades de éxito para comprar armas, distribuir información confidencial y dinero, y eludir a las autoridades estadounidenses y mexicanas. Hay un atisbo de estas tácticas y engaños en una historia que Fernando Palomares le contó a su amiga Ethel Duffy Turner. Duffy Turner era una aliada socialista del PLM, durante breve tiempo editora de la página en inglés de Regeneración, y fue esposa de John Kenneth Turner, autor de México bárbaro, el libro que ayudó a que la opinión estadounidense se volviera en contra del régimen de Díaz en México. Palomares fue una fuente importante para ese libro. En sus apuntes, ella analiza el viaje de dos años de Palomares desde California a lo largo de la mitad de México y de regreso a Estados Unidos, mientras que se ponía en contacto con grupos indígenas, obreros y aliados para levantarlos en una revuelta contra Díaz. En Sinaloa lo estaban siguiendo los oficiales mexicanos. Fernando Palomares se disfrazó de “indio” para evitar la detección de los oficiales mexicanos, y se vistió con los distintivos calzones blancos, huaraches, un sombrero y una cruz. Quizá cambió sutilmente su postura corporal y sus movimientos para dar un sentido somático de “no mestizo”. En ese momento de 1908 los oficiales no lo vieron como el operativo del PLM al que estaban cazando y, aunque lo arrestaron brevemente, Palomares escapó de la emboscada y se fue antes de que se dieran cuenta de quién era. Se valió de medios distintivamente indígenas. De nuevo, Fernando Palomares proporciona un ejemplo con un par de sandalias hechas por su tío mayo, quien se las dio en 1906. Estas ingeniosas sandalias tenían una suela invertida o al revés: cuando sus perseguidores “leían” las huellas, apuntaban hacia un punto cardinal opuesto a la dirección real de quien las usaba. Palomares escapó de casa de su tío, donde había estado escondido, eludiendo una vez más a los oficiales que lo rastreaban.

      Para Palomares, la ironía de disfrazarse de indio quizá era clara. Aunque no sabemos cómo se vestía de niño o de adolescente mientras trabajaba en la cercana colonia utópica estadounidense en Sinaloa, y probablemente era muy consciente de los significados que el vestuario implicaba. ¿Había visto a los mayos comenzar a usar pantalones de obrero en vez de calzones blancos, o le había dado por ponerse un sombrero parecido al que usaría en su foto policial de 1912, tomada cuando estaba en la prisión de Leavenworth, o por ponerse zapatos en vez de huaraches? Es probable que hubiera internalizado el trato distinto que se daba a los que se vestían como mestizos y que hablaban español, en especial sin inflexiones indígenas. La decisión de vestir, hablar y comportarse como mestizo, ponerse los adornos del mestizo (por lo menos en espacios públicos) facilitó la movilidad y significó algo de libertad ante el acoso al que estaban sujetos los indígenas. Para invertir ese proceso, ponerse la ropa de los indígenas era tomar o usar los otros medios de “ser indio” otorgados por la cultura. Es probable que en parte haya sido motivado por saber que la gente de Díaz lo buscaba y que estaban a la caza de mestizos que vistieran como tales. El vestuario indio le otorgaba cierta invisibilidad, lo que hacía difícil que las fuerzas mexicanas —aunque algunos fueran probablemente indígenas— vieran al hombre cubierto de ropa, esa capa exterior de significado social, como indígena que disimulaba su estatus social y posibilidades. La ropa iba probablemente acompañada de modales distintos, una forma de ser somática que lo señalaba como indígena. Juntos, la ropa, los modos y el habla transmitían un cúmulo de significados.

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