La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3. Arturo Martínez Nateras
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Los indígenas mexicanos fueron cruciales para el PLM y para parte de los movimientos internacionalistas que condujeron a las revoluciones sociales masivas del siglo XX. Como escribió un anarquista, la revolución bolchevique suele eclipsar la perspectiva en 1911 de que la Revolución mexicana parecía proclamar el inicio de una “revolución mundial que arrasará con el capitalismo desde su base y dará lugar a la libertad industrial y política” (Fox, 1911). Los indígenas fueron soldados de a pie en la primera revolución social del siglo XX al tomar las armas en este movimiento político “moderno”. Como tal, habría que considerarlos entre los que se rebelaron contra el imperialismo y las expansiones capitalistas desde Manila hasta Tokio, desde Europa hasta las Américas. Fueron los precursores históricos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln), el ejército indígena que en 1994 tomó la capital del estado sureño de Chiapas para oponerse a la imposición del Tratado de Libre Comercio del Atlántico Norte (tlc), al robo de tierras y a la complicidad del gobierno mexicano. El ezln se volvió un símbolo icónico de resistencia a las políticas neoliberales de despojo en todo el mundo.
Desde una perspectiva histórica, la visibilidad cada vez mayor de los indígenas desde los años setenta socava la afirmación de que para 1910 la mayoría de los indígenas mexicanos se habían “incorporado al campesinado étnicamente indeterminado”, como sugería el historiador Alan Knight (Knight 1986, 5-6). Durante 500 años, la permanencia indígena ha estribado en múltiples formas de resistencia, desde la confrontación abierta hasta las pequeñas rebeliones de la vida cotidiana y adaptaciones a los desplazamientos en el poder político, y a los cambios económicos y sociales. Su manera de ubicarse estratégicamente dependía de la relación con y las respuestas a contextos y periodos políticos y económicos particulares. Por tanto, esta “reaparición” indígena posterior a los años setenta podría considerarse también como un indicio de estrategias históricamente exitosas en relación con cambios en el poder político y en las relaciones comunitarias con el gobierno mexicano, así como con la desaparición, aculturación o reconfiguración de grupos indígenas.
Me han preguntado si la presencia de pueblos indígenas altera el análisis histórico. La respuesta es sí. Reconocer los pasados indígenas subraya el grado y la profundidad en que se les borró de la historia como pueblos indígenas, así como la ausencia de mundos conceptuales indígenas, y podría bien replantear las periodizaciones históricas y presentar diferentes protagonistas y fuerzas históricas. Aceptar a los organizadores indígenas de los movimientos sociales binacionales mueve del centro a los organizadores y organizaciones blancos y europeos (y por lo general masculinos). Reconocer los pasados indígenas enriquece —y complica— la causalidad, las dinámicas y los legados de los movimientos sociales. El reconocimiento de otros mundos conceptuales desafía la hegemonía del pensamiento occidental y sus construcciones ideológicas, además de que contradice los supuestos coloniales sobre raza, género y cultura. Así, el reconocimiento abre espacios para una pluralidad de voces, distintos marcos analíticos e interpretaciones de los significados de estos pasados.
Me referiré en forma breve a varios marcos antes de analizar la relación del PLM con las comunidades y organizadores indígenas en este movimiento social. Sugiero que el PLM fue, en parte, un movimiento en el que los intereses tanto étnicos como indígenas se entrelazaban estrechamente con las preocupaciones de clase. En la segunda parte me refiero a propuestas para replantear los pasados y la historia de los movimientos sociales binacionales.2
Apunte sobre los marcos teóricos
En mi análisis de esta historia me apoyé en varios marcos teóricos. “Peasant Resistance on the Yaqui Delta: An Historical Inquiry into the Meaning of Ethnicity”, de Cynthia Radding (1989), aporta un marco convincente para la participación indígena en el PLM, aunque ella se refiere únicamente a los yaquis y sostiene de modo muy convincente que los yaquis, que eran asalariados y también trabajaban la tierra, estaban vinculados a una sociedad y economía capitalista al tiempo que mantenían la estructura interna y cosmovisión que los sustentaba. Así, los yaquis “vivían en dos realidades: el pueblo, entendido como entidad política y religiosa, y como asalariados” del mundo yori (o el mundo no yaqui). Su etnicidad “se expresaba en su cosmovisión mitológica y […en su] tradición histórica particular, que reforzaba su lucha social como campesinos”. Mi propuesta es que el argumento de Cynthia Radding es pertinente para movimientos sociales como el PLM, en el que “la clase y la etnicidad se entretejieron para sustentar su sentido de identidad como pueblo […y] demostraron una forma de oposición de clase a [las fuerzas que…] percibían como amenaza a su forma de vida” (Radding, 351).
A los indígenas mexicanos se les ha definido de manera estrecha; desde el siglo xix, tomando como medida si hablan un idioma indígena, si usan ropa indígena y si siguen prácticas religiosas indígenas en una comunidad indígena reconocida. El censo actual define a los indígenas como aquellos que hablan un idioma indígena, lo cual es un indicador ambiguo pues mucha gente que se considera indígena ya no conoce un idioma indígena. Entonces, ¿cómo se definen los indígenas a sí mismos? Miguel Alberto Bartolomé (1997, 48) sostiene que la gente tiene lazos no tanto por la raza sino por vínculos emocionales, de lealtad y reciprocidad, creados por su participación en un “universo moral” compartido que se basa en las comunidades. Cuando escribe sobre Oaxaca, Benjamín Maldonado (1994) concluye que ser indígena es ser parte de una comunidad indígena, y esto se expresa por medio de la participación en iniciativas comunales. Por lo tanto, la gente puede ser indígena, obrera, vivir en comunidades dispares, no hablar el idioma indígena y, aún así, pertenecer a una comunidad indígena.
Stuart Hall (1996) ofrece una definición completa y fluida de la “identidad” que puede ser útil si se considera una pluralidad de identidades. Hall sugiere que la “identidad” es un proceso constante de identificación, más que una identidad fija e inmutable. Estos procesos se llevan a cabo en relación con otros. La gente crea, considera, utiliza y manipula las identidades en relación con otra gente y otras situaciones, un “otro” que puede definirse por el género, la familia, la generación, el pueblo, el país, la raza, la etnicidad, la membresía, entre otros. Las circunstancias históricas específicas, las configuraciones de poder y las relaciones particulares le dan forma a este proceso. Las identificaciones se desplazan y cambian. Así, los indígenas podrán no haber “parecido” indígenas o haberse “comportado” de maneras que se consideran indígenas para los fuereños, tal como lo sugiere Alan Knight (1986), pero podrían aun así haberse considerado a sí mismos como indígenas, relacionado con su comunidad o comunidades indígenas específicas, y haber participado en movimientos sociales como indígenas y también como campesinos.
Finalmente, el concepto de interseccionalidad responde a un dilema analítico que suele plantearse la izquierda, que ponía el énfasis en la clase en detrimento de la raza y el género. La interseccionalidad sugiere que distintas categorías analíticas —de clase, género, raza y, yo agregaría, etnicidad— coexisten de manera dialéctica, reforzándose una a la otra a tal grado que es imposible desagregarlas. Por supuesto que lo que complica aún más los esfuerzos por establecer reglas rígidas o suposiciones generales es que quienes viven estas relaciones entre categorías analíticas son los seres humanos que afirmamos que habitan estas categorías.
A fin de cuentas, llegamos a la pregunta de cómo la gente entendía el significado de sus propias vidas, acciones e historias, fueran colectivas o no. Como sugiere Renato Rosaldo: “Ningún análisis de la actividad humana está completo a menos que se ocupe de las nociones propias de la gente sobre lo que están haciendo” (Rosaldo 1989, 103). ¿Cómo podrían haberse entendido estas historias entre los indígenas del PLM a principios del siglo XX, y en las comunidades y entre sus