Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker

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Drácula y otros relatos de terror - Bram Stoker Colección Oro

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me temía que estaba preparando algo. Los zíngaros duermen en alguna parte del castillo y trabajan en colaboración con el conde en algo muy misterioso. Estoy seguro, pues de vez en cuando, a lo lejos, oigo ruidos de picos y palas. No sé para qué es tanto trabajo, pero estoy convencido de que no se trata de nada provechoso.

      Llevaba más de media hora vigilando por la ventana, cuando percibí que algo salía por las ventanas del conde. Retrocedí un poco pero sin dejar de vigilar con atención. No dejaba nunca de sobresaltarme aquella diabólica imaginación del conde, pues me di cuenta que llevaba puesto mi traje de viaje y llevaba cargado al hombro aquel saco misterioso que se llevaron las tres mujeres consigo la otra noche. Estaba claro lo que pretendía, ¡y encima con mi ropa! Se trataba claramente de un nuevo plan infernal para que los zíngaros crean que soy yo el que salió del castillo, así podrán decir que me han visto en el pueblo depositando las cartas al correo, con lo que cualquier perversidad suya me será atribuida a mí.

      Se me acaban las esperanzas, aquí encerrado como un auténtico prisionero, todavía peor, pues no puedo contar con la protección legal, que supone un consuelo hasta para el peor de los criminales.

      Decidí esperar a que volviese el conde, así que permanecí sentado junto a la ventana un poco más. Después comencé a ver, gracias al reflejo de la luna, que unas raras partículas flotaban en el aire. Semejaban diminutas motas de polvo que formaban una nebulosa en forma de remolino. Las observé sereno y se adueñó de mí una pacífica calma. Me recliné en el alféizar para estar más cómodo y así disfrutar más intensamente del aquel etéreo torbellino.

      Algo me hizo sobresaltar: un apagado y débil aullar de perros, lejano. El sonido parecía resonar en mis oídos con más fuerza. Las motitas de polvo se iban transformando y bailando el compás del sonido bajo la luz de la luna. Me di cuenta que me incitaban a caer a la llamada de mis adormecidos instintos, pero mi alma luchaba y mi sensibilidad, atontada todavía, se afanaba por responder a esa llamada. ¡Algo o alguien me estaba hipnotizando! Los bailoteos del polvo iban cada vez más deprisa, tanto, que parecían tintinear al pasar a mi lado, y luego perderse en la penumbra de la habitación. Más y más partículas acudían a su reunión, hasta transformase en borrosas figuras fantasmales. Entonces di un salto, ya despierto del todo y en plena posesión de mis facultades mentales hui de aquel lugar chillando. Aquellas fantasmales figuras, que poco a poco se iban materializando bajo los destellos de la luna, eran tres misteriosas mujeres a cuyas manos estaba condenado. Una vez en mi alcoba, me encontré algo más seguro; aquí no había luz lunar y la lámpara despedía un brillo intenso. Pasadas unas horas, pude oír cómo se movía algo en la habitación del conde, como un gemido rápidamente sofocado. Sin tiempo para que mi corazón dejase de latir con tanta fuerza, intenté abrir la puerta, pero seguía cerrada no podía hacer absolutamente nada y como fruto de la impotencia y la desesperación, comencé a llorar.

      Sentado en la cama, escuché ruidos en el patio: un grito femenino de angustia, así que fui corriendo hacia la ventana y observé a través de los barrotes. Así era, una mujer algo desgreñada, con sus manos haciendo presión sobre el corazón, que parecía estar sin aliento de tanto correr, se hallaba apoyada en un rincón junto a la puerta con los nervios a flor de piel.

      La mujer, al percibir mi figura en la ventana, se esforzó en avanzar y a gritos, comenzó a amenazarme:

      —¡Monstruo, devuélveme a mi hijo!

      Presa de la angustia y del dolor por su imposibilidad de hacer nada, cayó de rodillas, mientras alzaba las manos. No paraba de gritar esas mismas palabras; aquella escena me daba muchísima lástima. Seguidamente comenzó a tirarse del cabello y a darse fuertemente con los puños en el pecho, entregada a la más absoluta y desbordante desesperación. Por último, se dirigió hacia la puerta y, aunque no podía verla, oía cómo la golpeaba con fuerza, destrozándose los nudillos con la sólida madera.

      En algún lugar de la parte alta del castillo, por encima de mí, posiblemente en la torre, se escuchó la voz del conde, que llamaba a alguien con su áspero y metálico susurro. Tuve la certeza de que a sus palabras, respondían desde lejos, los perros con sus aullidos. Poco después, una manada de lobos apareció en el patio como las aguas de un río desbordante. No volví a oír a la mujer y el aullido de los lobos fue breve. Al poco rato, se fueron uno tras otro relamiéndose sus ensangrentados hocicos. No compadecí a la mujer, pues imaginando lo que le podía haber pasado a su hijo, estaba mejor muerta.

      ¿Qué haré ahora? ¿Qué futuro me espera? ¿Cómo puedo huir de esta horrible noche de abatimiento y horror?

      25 de junio, por la mañana.— Nadie se puede llegar a imaginar lo dulce que es la llegada de la mañana con el brillo todavía distante del sol que emerge por entre las colinas. La luz del día hacía renacer en mí la confianza, y mis temores se desvanecían igual que una prenda vaporosa al contacto con el calor. Debo actuar con rapidez, aprovechando el valor que me proporciona la luz del día. Anoche fue echada al correo una de mis cartas con fecha posterior a la verdadera: la primera de la serie con el objetivo de borrar de la faz de la tierra cualquier signo de que sigo vivo. Pero, no debo dejarme llevar por estos pensamientos fatalistas, debo concentrar todas mis fuerzas para huir de aquí.

      Jamás he visto al conde durante el día. ¿Es posible que duerma mientras los demás mortales velan? ¡Si pudiese entrar en su habitación! Pero es inaccesible. La puerta siempre está cerrada con llave.

      Sí, existe una manera, si tengo el valor necesario para hacerlo. ¿No puede entrar alguien por donde él sale? Yo mismo vi reptar al conde por el muro. ¿Y si le imito y entro por su ventana? Es una oportunidad muy arriesgada, pero mi ansia por ser libre es mayor aún. Pienso arriesgarme. Lo peor que me puede suceder es la muerte. Sin embargo, confío en la Providencia. Puede que el temido futuro aún esté abierto para mí. ¡Qué Dios me proteja de cualquier peligro en esta arriesgada misión! ¡Adiós, Mina, si fracaso! ¡Adiós, mi fiel amigo y segundo padre Peter Hawkins! ¡Adiós a todos, pero sobre todo, a ti Mina!

      El mismo día, por la tarde.— Lo he conseguido. Con la ayuda de Dios he llegado a la habitación del conde. Debo anotar ordenadamente todos los detalles. Caminé, mientras aún me quedaba algo de valor, hacia la ventana del lado sur, desde donde rápidamente salí a la cornisa que rodea todo el castillo. Las piedras eran enormes, desgastadas y sin restos de mortero entre ellas por el paso del tiempo. Me quité las botas y seguí adelante con la peligrosa aventura. De nuevo, miré hacia abajo y para evitar que el vértigo me hiciese caer, no volví a bajar la mirada. No me mareé —supongo que estaba demasiado excitado— y en un tiempo tan corto, que hasta me pareció ridículo, estaba ya frente a la ventana tratando de levantar el bastidor de la misma. Sin embargo, mientras me colaba en el interior de la habitación, no pude evitar sentir escalofríos. Rápidamente miré alrededor buscando al conde, que para mi gran sorpresa y alegría no estaba: ¡El aposento se encontraba vacío! Se hallaba modestamente amueblado con diversas y muy raras piezas, que parecían intactas. Su mobiliario me recordaba al de las habitaciones del sur y este también estaba lleno de polvo. Busqué la llave en alguna de las cerraduras, pero no la encontré. Solo descubrí una cosa: un grandísimo montón de oro en uno de los rincones de la habitación; allí había oro de muchas clases: romano, inglés, austríaco, húngaro, griego y monedas turcas, y cómo no, todo cubierto de una gruesa capa de polvo, que delataba la presencia de toda esa riqueza durante mucho tiempo en aquel rincón. Me detuve un momento a examinar el preciado metal; aquel oro tenía más de trescientos años. También había cadenas y ornamentos, algunos con piedras preciosas, pero todos muy antiguos y echados a perder.

      En otro rincón encontré una pesadísima puerta, que intenté abrir, y para mi sorpresa, esta cedió. Atravesé un pasadizo que conectaba con una escalera circular un poco inclinada, por la que descendí, no muy convencido, pues aquel lugar estaba sumido en una oscuridad casi total, a excepción de una débil luz que entraba por una tronera. Al fondo encontré un túnel, de donde procedía un hedor nauseabundo y mortífero,

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