Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker

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Drácula y otros relatos de terror - Bram Stoker Colección Oro

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Lo que produjo en él un cambio total, su furia se volatilizó tan rápidamente que parecía que aquel ataque no hubiera ocurrido.

      —Tenga cuidado —me dijo—. Debe tener más cuidado al afeitarse. Un corte es muy peligroso en este país, más de lo que cree.

      A continuación cogió el espejito y prosiguió:

      —Y esto ha sido la maldita causa del daño. ¡Oh, vanidad humana! ¡Fuera de aquí!

      Y abriendo la robusta ventana, con su impresionante mano, arrojó el espejo, que quedó hecho añicos sobre las piedras del patio. A continuación, sin añadir ni una sola palabra, se marchó. Es una situación realmente incómoda, porque ahora no sé cómo voy a afeitarme, a no ser que utilice el estuche del reloj, o el fondo de la bacía, que afortunadamente es de metal.

      Al entrar en el comedor, el desayuno estaba preparado, pero el conde no apareció por ninguna parte, así que tuve que desayunar solo. Quizá les parecerá un poco raro, pero no he visto por ahora al conde comer o beber nunca. ¡Qué hombre tan extraño! Cuando acabé de desayunar, llevé a la práctica una pequeña exploración por el castillo. Salí a las escaleras y encontré una habitación orientada al sur. Desde una de las ventanas se podía contemplar un paisaje extraordinario. El castillo se sitúa en el borde de un tremendo precipicio. Si lanzara desde aquí una piedra, caería unos trescientos metros sin chocar con nada a su paso. Hasta el horizonte se podía ver un océano de copas de árboles, con un profundo corte en forma de barranco, a cuyos lados se divisaban unos hilos plateados de los ríos que serpenteaban a través de gargantas profundas por entre las tupidas arboledas.

      Pero no me complace describir con más detalle todas estas bellezas, pues al finalizar la segunda fase de mi exploración por el castillo, quedé anonadado. Únicamente puertas, y más puertas por todas partes, y todas se abrían con llave o cerrojo. No hay ni una sola salida posible, salvo por las altas ventanas que dan al muro.

      ¡Este castillo es una cárcel, en la que yo soy su prisionero!

      Capítulo III

      Diario de Jonathan Harker

      (Continuación)

      Cuando me di cuenta con claridad que yo era un prisionero de aquel castillo, solo, sentí por un instante que se me nublaba el entendimiento. Empecé a subir y bajar las escaleras como un poseso, intentando abrir todas las puertas y asomándome por cuantas ventanas encontraba. Pero al cabo de un rato, cuando mi impotencia quedó totalmente visible, los demás sentimientos se esfumaron. Unas horas después me he tranquilizado y he intentado reflexionar fríamente, y pienso que en aquel instante actué como lo habría hecho una rata que se siente dentro de una jaula. Abandoné mis esfuerzos, todos inútiles, me senté serenamente —sereno como nunca lo había estado antes— y me puse a pensar cómo debía de obrar. Esas reflexiones duran hasta la fecha de hoy, pues aún no sé qué debo de hacer. De lo único que estoy seguro, es que sería inútil contarle al conde lo mal que lo estoy pasando, ya que el es totalmente consciente de mi situación como prisionero. Y puesto que él es mi carcelero, me mentiría si yo acudiera a relatarle lo que me pasa. Así que por ahora, mi única salvación es mi silencio; debo guardar mis temores y actuar con la mayor prudencia posible. Solo sabía que, o bien mis temores me estaban engañando, o realmente me encontraba en un gran peligro. Si lo que ocurre es esto último, necesitaré toda mi inteligencia para salir de aquí.

      Una vez llegué a esta conclusión, percibí cómo se cerraba la puerta de la entrada central, y entendí que el conde había regresado. Este no fue a la biblioteca directamente, por lo que fui con gran sigilo y lo hallé arreglando mi cama. Un hecho ciertamente raro que solamente me sirvió para confirmar una de mis sospechas: no había ningún criado en todo el castillo. Y, cuando horas más tarde, le vi poniendo la mesa en el comedor, a través de la rendija de la puerta, acabé de cerciorarme. Si él mismo realizaba las tareas del servicio, significaba que nadie más las hacía. Este descubrimiento provocó que mi temor fuese en aumento. Si el conde y yo estábamos solos en el castillo, podía llegar a la fácil deducción de que era él mismo el cochero de la calesa que me trajo hasta aquí. Es una idea terrible, porque si es así, ¿qué poderes tiene para poder controlar a los lobos con un simple movimiento de la mano? ¿Por qué razón todo el pueblo Bistritz y la gente de la diligencia temían tanto por mi vida? ¿Por qué me entregaron el crucifijo, el ajo, la rosa silvestre, el mostellar? ¡Bendita aquella anciana que colgó aquel crucifijo en mi cuello! Realmente me siento fortalecidos al pensar que lo llevo muy cerca de mí. Resulta ciertamente paradójico que un objeto que me enseñaron a considerar como algo inútil e idólatra, me sea de tanta ayuda en momentos difíciles. ¿Es que debe ser algo que se encuentra con evidencia en la esencia del crucifijo, o simplemente se trata de una ayuda palpable, para recordar sentimientos de bondad y consuelo? Algún día, si puedo, estudiaré este detalle para tomar una decisión sobre ello. Mientras tanto, debo averiguar cuanto pueda del conde, pues esto me ayudará a comprender su conducta, aunque con mucho sigilo, para no despertar sus sospechas.

      Medianoche.— He estado conversando muchas horas con el conde, realizando preguntas sobre su país. Pude ver su rostro que brillaba cuando hablaba de estos temas con minuciosidad. Me contó sucesos de sus gentes, pero sobre todo de sus batallas. Era como si hubiera vivido allí durante siglos y presenciado todos los momentos a los que se refería. Después intentó dar una explicación a este hecho diciendo que, para un noble, el orgullo de su nombre y de su familia es su propio orgullo, que la gloria de sus antepasados constituía la suya propia, y que de la misma manera, su destino estaba sellado. Cuando se refería a su linaje, usaba la forma «nosotros» y el plural mayestático. Ojalá pudiera reproducir con exactitud todo cuanto me contó aquella noche, pues sus relatos eran de lo más maravilloso. Parecía como si en ellas estuviera compendiada toda la historia de su país. Mientras iba hablando, se excitaba cada vez más, se reflejaba su entusiasmo en cómo paseaba por la habitación dando tirones de su bigote blanco y cogiendo todo aquello que veía como si quisiera aplastarlo con su descomunal fuerza. Hay algo, relacionado con los orígenes de su linaje, realmente interesante, y por ello, intentaré transcribirlo con la mayor fidelidad posible:

      —Nosotros, los szekler, tenemos argumentos para sentirnos orgullosos, ya que en nuestras venas corre la sangre de muchísimas razas valerosas y guerreras, que pelearon como lo hacen los leones, como defensa de su poder y soberanía. En este enjambre de razas europeas, la tribu de los ugrios trajo de Islandia el espíritu guerrero que les dio Thor y Odín, y que sus fieles desplegaron con gran arrojo sobre las costas de Europa, Asia y también de África, hasta el punto que estos pueblos llegaron a creer que los hombres-lobo de la mitología se habían hecho realidad. Al llegar aquí se encontraron con los hunos, cuya ira guerrera barrió la tierra como una llama viviente. Esta violencia tan despiadada hizo creer a los pueblos derrotados y moribundos que por sus venas corría la sangre de las brujas expulsadas de Escitia, que al marchar se emparejaron con los demonios del desierto. ¡Estúpidos! ¿Qué demonios o brujas podían ser tan grandes como el mismísimo Atila, cuya sangre corre por estas venas? —y levantó los brazos—. ¿Es de extrañar que la nuestra fuese una raza de conquistadores, con orgullo, que cuando los lombardos, los ávaros, los búlgaros o los turcos atacaban con sus compactas legiones nuestras fronteras, los rechazáramos? ¿Es acaso de raro que cuando Árpád arrasó con su ejército la patria húngara nos encontrase en la frontera, y que el saqueo terminara allí mismo? ¿Y que cuando la invasión húngara se extendió hacia el este, los szekler fueran a socorrer a los victoriosos magiares, sus parientes. La protección de la frontera con tierra turca estuvo a nuestro cuidado durante muchos siglos, y también la indefinida vigilancia de la frontera, pues como bien dicen los turcos: «el agua duerme y el enemigo vela». ¿Quién, de las Cuatro Naciones, pudo recibir con mayor alegría que nosotros, la «espada sangrienta»,

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