Conflicto armado en Siria. Janiel Melamed Visbal
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Ahora bien, la estrecha relación entre el Imperio otomano y el devenir político de la región se evidencia tras comprender la dinámica de hegemonía que este actor desplegó en la zona durante varios siglos, a lo largo de un lento pero constante proceso de decaimiento político y debilitamiento militar. Esto se observa claramente al analizar la manera en que a principios del siglo XVI el Imperio otomano era prácticamente autosostenible en alimentos, minerales y tierras. Su formidable ejército, mayoritariamente unido por la fe islámica, era fuerte y con grandes capacidades operativas, de modo que no tenían nada que envidiarles realmente a los ejércitos de las grandes potencias europeas (Woodward, 2001).
Sin embargo, la última victoria significativa del Imperio otomano desde el punto de vista militar fue la conquista de Chipre entre 1570 y 1571. A partir de este momento se inicia una serie de acontecimientos que lo irían mermando militar y políticamente, repercutiendo en la reducción de la extensión territorial del imperio, que en su punto máximo de expansión abarcaba vastas extensiones de 3 continentes (sudeste de Europa, Medio Oriente y norte de África). En este sentido, a modo general se puede mencionar que ya para el siglo XVII el Imperio otomano no estaba en capacidad de proporcionar seguridad a zonas apartadas de su epicentro de gobierno. En el siglo XVIII, Francia invadió a Egipto –en ese entonces controlado por los otomanos–, y pese a que los británicos se sumaron a las fuerzas que lo combatieron, cobraron su favor promoviendo la pérdida de control del imperio sobre esta región, asegurando posteriormente un paso estratégico en su ruta colonial desde la India hasta las costas del mar Mediterráneo, a través del canal de Suez.
Adicionalmente, en el siglo XIX, el Imperio otomano sería objeto de varias intervenciones por las grandes potencias europeas, y resultó muy desgastado como consecuencia de las exigencias de la guerra de Crimea entre 1853 y 1855. Finalmente, en el siglo XX su realidad era prácticamente irreconocible. Era una vaga sombra de lo que alguna vez fue y se le denominaba despectivamente como “El hombre enfermo de Europa”, al punto que su desafortunada derrota en la Primera Guerra Mundial sería el último clavo en su ataúd imperial (Duranoglu y Okutucu, 2009; Uyar y Erickson, 2009).
Por lo tanto, se puede inferir al menos que entre las principales causas del debilitamiento y posterior fractura del Imperio otomano a principios del siglo XX se destaca el desgaste acumulado de múltiples guerras previas y la presión militar sufrida por parte del Imperio ruso en el este, y de los británicos, y especialmente de sus aliados árabes en el sur (Halliday, 2005).
Esta explicación introductoria resulta, en efecto, pertinente en el marco de la línea de investigación de este texto. Además, tal como se puede evidenciar en el siguiente mapa, también permite ilustrar adecuadamente que desde incluso antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, los británicos –pese a mantener estrechas relaciones diplomáticas con los otomanos– veían en este imperio regional a un poderoso rival natural y un factor de amenaza determinante que era mejor eliminar para salvaguardar sus intereses hegemónicos en la ruta que conectaba sus principales colonias en Asia con Europa y adentrarse aún más en la proyección de sus intereses en Medio Oriente, el norte de África y el golfo Pérsico.
Fuente: Washington Post (2015).
Mapa 2. Extensión del Imperio británico a principios del siglo XX
Así mismo, la idea de finalizar los siglos de injerencia otomana sobre la zona y sus pobladores resultaba también de interés para una gran variedad de actores y grupos tan variopintos entre sí como antagónicos en sus intereses. Alrededor de este objetivo se alineaban varias tribus y líderes árabes, e incluso líderes del movimiento sionista internacional. Por lo tanto, la lucha por derrotar la presencia hegemónica del Imperio otomano no representaba tan solo el anhelo de independencia, autodeterminación y soberanía de un solo pueblo unificado, sino, más bien, un ambicioso proyecto que convocaba múltiples socios y variados intereses yuxtapuestos.
Fue en este contexto en el que para 1915 Henry McMahon, Alto Comisionado británico en Egipto, contactó al jerife de La Meca, Hussein ibn Ali, para alentarlo a dirigir una revuelta árabe contra los otomanos12. A cambio de aceptar esta solicitud, el jerife reclamó el favorecimiento europeo para el establecimiento de un Estado árabe independiente en forma de monarquía, que resucitaría el viejo califato islámico desde la península del Sinaí, en el oeste, hasta los límites con Persia (actual Irán), en el este, y de Siria, en el norte, hasta el océano Indico, en el sur (Kuhn, 2011).
Estos contactos iniciales se convirtieron en la famosa correspondencia Hussein-McMahon, y daban testimonio de la ambigua aceptación de dicho requerimiento en aras de canalizar una importante fuerza de resistencia militar y revuelta social en contra del Imperio otomano y obtener, consecuentemente, la simpatía popular ante el proyectado avance de las tropas británicas en la región. Ahora bien, es cierto que el jerife de La Meca se había convertido en un importante receptor de ayuda material y logística por parte de los británicos durante la Primera Guerra Mundial, pero esto difícilmente puede ser interpretado como si este personaje hubiera sido el único líder de la zona que se identificara con esta causa ambiciosa común o como si fuese el único líder árabe con una cercana relación a los británicos13.
En tal virtud, tal como lo explica Rosenberg (2005), en aras de fortalecer su proyecto político y militar, los británicos habían celebrado también múltiples acuerdos adicionales con diversos líderes de la región, entre los cuales destacan el sheik Mubarak de Kuwait (1899), con Abdul Aziz Ibn Saud de Nejd (1915) y con Mohammed al-Idrisi de Asir (1915). Así mismo, habían expresado al movimiento sionista en 1917, a través de la declaración de Balfour, el visto bueno para el establecimiento de un hogar nacional para el pueblo judío en la región14.
En medio de este escenario, británicos y franceses convenientemente proclamaban en público su deseo de liberar a diversos grupos étnicos, tribales y religiosos del yugo opresor otomano en la región. Sin embargo, en privado sus acciones apuntaban hacia otro objetivo, pues se dividían arbitrariamente los territorios que entonces dominaba el Imperio otomano y que serían reclamados por los aliados que estas potencias europeas habían reclutado en aras de derrocar la hegemonía otomana en la zona.
El contenido de esta repartición secreta de territorios e intereses se ve claramente reflejado en el acuerdo Sykes-Picot, a menudo catalogado como un documento histórico que rinde tributo a la ambición, la doble moral y la traición, y es tomado como un importante justificante de muchos de los agravios y reclamaciones surgidas en la región desde entonces. El alcance de estas negociaciones entre británicos y franceses se mantuvo en reserva durante los primeros años de la guerra, sin embargo, la falsedad de sus promesas quedaría finalmente en evidencia.
El impacto que el acuerdo Sykes-Picot tendría sobre Siria hace necesario mencionar el papel del príncipe hachemita Faisal, tercer hijo del jerife de La Meca y a su vez importante líder militar de la revuelta árabe que liberaría a Damasco del control otomano en octubre de 1918. Tal como lo estipula Tanenbaum (1978), las tropas de Faisal actuaban en estrecha coordinación con las tropas británicas al mando del general Edmund Allenby, pues era Gran Bretaña el que proporcionaba su financiación