Instituciones, sociedad del conocimiento y mundo del trabajo. Gonzalo Varela Petito
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Se pueden rastrear otras diferencias en cuanto a la legitimación que permite a las burocracias existir, tomar decisiones y conducir actividades dentro de su competencia. Para ello es necesario contemplar el sistema político de cada país, definido como un peculiar entorno del Estado concretado en una conjunto de actores e instituciones civiles y políticos que influyen en las decisiones en forma más o menos activa y autónoma, dependiendo de su posición y poder. Los sistemas políticos de México y Japón sufrieron transformaciones en la segunda mitad del siglo XX, que promovieron una pluralización no completa en la actualidad.[5] En Japón, el formato burocrático de la administración pública, con significativa autonomía en la toma de decisiones, no sobrellevó un cambio decisivo en la posguerra, pero en cambio el sistema político sí lo tuvo, al ser desplazada la hegemonía militar por otra basada en la competencia electoral de partidos.[6] En México, un cambio político de entidad también se produjo con la democratización paulatina de fines del siglo XX: el sistema electoral se volvió más abierto, la competencia entre partidos se incentivó, y proliferaron los grupos de presión y las organizaciones de la sociedad civil.
Debemos preguntarnos también por el efecto de las políticas gubernamentales (industrial, tecnológica y educativa) en la promoción de un conjunto de habilidades colectivas reunidas en un sistema nacional de innovación. Lo que implica dos líneas, una concerniente a las capacidades generadas, y otra resultante de estímulos públicos, privados o sociales. Lo primero se funda en el conocimiento acumulado, si el mismo es impulsado por factores evolutivos internos al sistema tecnológico o de demandas de mercado (Elster, 1983; Cimoli, 1999). Pero también cuenta el estímulo político, hipótesis acorde a la experiencia de “Estados desarrollistas” que buscaron ponerse al día en materia de avance industrial a nivel mundial, asegurando condiciones que van más allá de los requerimientos ortodoxos de una economía de mercado. Las posturas teóricas sesgan a los analistas, pero en términos empíricos no es evidente que un resultado negativo o positivo sea logrado solo por una continua intervención del Estado o por una autónoma y dinámica acción privada (Okimoto, 1989; Moreno-Brid y Puchet Anyul, 2007). Existiendo ambos tipos de intervención, el resultado depende de la interacción entre ambos vectores más que de un esfuerzo absorbente en particular. Junto a la orientación de las políticas oficiales, los aportes de la investigación y el esfuerzo empresarial, el desempeño nacional puede ser igualmente beneficiado por el acceso a mercados y capital, la coyuntura internacional y otros factores no ponderables en una primera evaluación. Por tanto, la actividad de un Estado desarrollista no garantiza éxitos de antemano, pero el entrelazamiento de política industrial, política tecnológica y política educativa ha de tener un obvio influjo en un sistema de innovación.
La inversión en educación, sea en México o en Japón, se ha dado también en direcciones diversas. Sin estar a salvo de críticas, Japón ha logrado una relación bastante funcional entre los niveles básicos y superiores de educación (Reischauer, 1985), gracias a una evolución que empezó incluso antes de la modernización de fines del siglo XIX. La transición educativa en México ha sido más accidentada porque lidia con extendida pobreza, desigual distribución del ingreso y brecha educativa que se profundiza entre clases sociales y etnias, lo que se refleja en la segmentación de su sistema de enseñanza. Entre otras cosas, México no cuenta con un buen balance entre educación básica, media superior y superior, lo que afecta al sistema educativo en conjunto (Guevara Niebla, 1992; Varela Petito, 2005).
En cuanto a la política de desarrollo tecnológico, el caso de Japón muestra que la acción del sector privado es decisiva. En I&D, el peso de las compañías es mayor que el del Estado, por comparación con otros países desarrollados. Pero es procedente hacer una distinción entre corto y largo plazo tomando en cuenta un conjunto de políticas —entre las cuales se encuentran la industrial y la comercial. Desde el siglo XIX en adelante, el avance de Japón no pudo lograrse sin la intervención pública.[7]
En México, una política propiamente dicha en ciencia y tecnología no existió antes de la década de 1970 (Casas y Ponce, 1986), y su implementación tuvo limitaciones administrativas y presupuestales al menos hasta los noventa, pero fue retórica y poco eficaz. Similar a otros países en desarrollo, la demanda de tecnología se orienta a proveedores externos, sin impulsar el despegue de interno. Tal situación, se supone, debería cambiar al presente, dados los efectos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y otras decisiones de apertura que han modificado el marco competitivo de muchas empresas mexicanas. Pero la investigación en ciencia y tecnología radica todavía en un grupo de universidades públicas y otras instituciones estatales o paraestatales y en experiencias circunscritas de vinculación (Valenti, 2008; Villavicencio, Martínez, y López, 2011). Lo que es indicador de una todavía baja creatividad y transferencia de conocimiento a las actividades productivas.
Más significativa en México fue la política industrial (Moreno-Brid, 2013). Si bien bajo ataque a causa de cambios de las orientaciones oficiales desde inicio de los ochenta, la protección gubernamental del mercado interno y la industrialización por sustitución de importaciones —como en otros países de América Latina— ha tenido defectos pero también resultados en el crecimiento económico, la adopción de nuevas tecnologías y la diversificación de la estructura productiva. Pero si positiva en algunos rubros y en determinados periodos, la política industrial tampoco garantizó desarrollo propio de conocimientos con vasto impacto social. La barrera proteccionista impuesta por la sustitución de importaciones no impidió (e inclusive favoreció) la inversión extranjera directa en empresas orientadas al mercado interno, alentando cierta transferencia de tecnología avanzada, pero mediatizada por la tendencia de otras empresas a importar tecnología obsoleta a bajo precio, capaz de rendir ganancias en una economía cerrada.
En Japón, por contraste, la política industrial y comercial promovió la autosustentación del desarrollo, sin bloquear la importación de know-how foráneo sino combinándola con adaptación e innovación propias. En la segunda posguerra, una nueva gran puesta al día de la economía japonesa coexistió con fuerte injerencia extranjera, pero la política industrial y el desarrollo económico fueron consistentes con una continua generación y adaptación propias de tecnología.
3. Finalmente debemos considerar el rol de la cultura. Este tema requiere una aproximación cautelosa, dada la pluralidad de concepciones teóricas concurrentes y la necesidad de evitar un uso superficial de los términos involucrados.[8] Parte de la culpa puede deberse a la compleja evolución y la cambiante definición del concepto mismo de cultura (Keesing, 1974). A veces se la define como un conjunto de patrones específicos de comportamiento, en otras como un conjunto de valores, un estilo de expresión o un artefacto ideal usable para elecciones y decisiones en circunstancias cambiantes. Tampoco se puede ignorar que dicho concepto tiene un poder ideológico y político que ha sido base para sostener agresivas posturas nacionales en la arena internacional.
En lo tocante a Japón, religión, “grupismo” y verticalismo organizativo son frecuentes causas invocadas para explicar su desempeño, pero no hay forma de precisar empíricamente en qué medida los logros se deben efectivamente a tales causas. Cabe descontar de partida interpretaciones ingenuas que llevarían a suponer que una sociedad funciona tal y como los ideales de sus élites intelectuales, políticas o empresariales le dicen que debe funcionar. Más allá de la vaguedad teórica o del exceso ideológico podemos, sin embargo, sostener el uso del concepto de cultura para completar el marco de comparación de casos nacionales. Sería aceptable una perspectiva de