Género y poder. Violeta Bermúdez
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(…) el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad, por la que se obligan bajo las mismas condiciones y por la que gozan de idénticos derechos. Así, por naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, vale decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece igualmente a todos los ciudadanos; de tal suerte que el soberano conoce exclusivamente el cuerpo de la nación sin distinguir a ninguno de los que la forman (Rousseau 1985: 63).
Rousseau introduce también el concepto de ciudadanía vinculado a la igualdad: “el hombre que se asocia con otros y funda una sociedad, adquiere la calidad de ciudadano en la misma medida que los que se reúnen con él, y ésta le otorga los mismos derechos que a los demás” (Bermúdez 1996a: 116). En esa medida, la ciudadanía sería la garantía de la igualdad en sentido moral, lo que era totalmente compatible con la desigualdad de hecho:
(…) en vez de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye, por el contrario, una igualdad moral y legítima a la desigualdad física que la naturaleza había establecido entre los hombres, los cuales, pudiendo ser diferentes en fuerza o talento, vienen a ser todos iguales por convención y derecho (Rousseau 1985: 52).
Estamos, pues, frente el concepto de igualdad ante la ley aparentemente de carácter universal, aunque solo comprendía exclusivamente a los hombres que cumplieran con determinadas condiciones de naturaleza patrimonial, conforme veremos más adelante. Las mujeres, sin embargo, detentaban otro tipo de ciudadanía para Rousseau:
¿Podría olvidar yo esa preciosa mitad de la república que constituye el placer de la otra y cuya dulzura y sabiduría mantienen aquí la paz y las buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas, el destino de vuestro sexo será siempre gobernar al nuestro. ¡Qué dicha cuando vuestro casto poder, ejercido tan sólo en la unión conyugal, sólo se hace sentir para la gloria del Estado y la dicha pública! (2010: 107).
Por lo tanto, las mujeres solo tenían un papel en el seno del matrimonio, mas no en el contrato social. Las desigualdades de las que hablaba Rousseau eran de aquellos hombres burgueses que no formaban parte de las decisiones políticas de la época.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789 fue una expresión de este contexto; por eso, se dice que constituye un manifiesto contra la sociedad jerárquica de entonces. Se afirma que “la declaración francesa sigue, de cerca, al bill de derechos americanos, pero con un sentido mayor de precisión y claridad, y con una ordenación más lógica, anteponiendo a la libertad la igualdad política” (Gettell 1979: 111).
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano consagra de manera positiva los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, que las instituciones políticas deben respetar. El principio de igualdad está contenido en su artículo primero: “[l]os hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden estar fundadas en la utilidad común (En Jellinek 2000: 167).
Este primer artículo de la Declaración, si bien parte por afirmar la igualdad de los hombres, admite la existencia de distinciones sociales, aunque las condiciona a razones de utilidad común. Sánchez Viamonte nos recuerda que un texto similar había sido considerado en el primer Proyecto de Declaración de Derechos presentado en la sesión del 11 de julio de 1789 por el Marqués de Lafayette: “[l]a naturaleza ha hecho a los hombres libres e iguales; las distinciones necesarias para el orden social no se fundan más que en la utilidad general” (1956: 44). La consignación de la segunda disposición en este artículo debilita el reconocimiento universal de la igualdad y deja abierta la puerta a posibles exclusiones y discriminaciones.
Sobre la participación de los ciudadanos en la formación de la voluntad general, el artículo 6 de la Declaración estableció:
Artículo 6º. La Ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir personalmente, o a través de sus representantes, a su formación. Debe ser la misma para todos, ya proteja o ya castigue. Al ser todos los ciudadanos iguales ante sus ojos, son por igual admisibles a todas las dignidades, plazas y empleos públicos, según su capacidad, y sin otra distinción que las de sus virtudes y talentos (En Jellinek 2000: 168).
Siguiendo los postulados de Rousseau, este artículo establecía la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Precisamente, en esta relación entre ciudadanía e igualdad se hizo evidente la exclusión de la mujer, entre otros grupos humanos. Los ciudadanos que adquirieron el derecho a la igualdad luego de las revoluciones americana y francesa no fueron todos los hombres, pues se requería del cumplimiento de determinadas condiciones relacionadas a aspectos de naturaleza patrimonial para tener tal condición.
La española Lidia Falcón caracteriza de forma elocuente las condiciones que se exigían para ser considerado como sujeto político:
(…) ser hombre, es decir, poseer un cuerpo con atributos sexuales masculinos. Un cuerpo autónomo que no se halle sujeto a las transformaciones y servidumbres de la reproducción como el de la hembra. Un cuerpo, por tanto, que se desenvuelva por sí sólo en sus relaciones con otros varones y que no está supeditado a ningún otro cuerpo. Ser libre, el cuerpo masculino es libre y así nace porque nada en su fisiología lo ata a un destino cuyo objetivo no haya sido dispuesto por su propia voluntad. Solamente la fuerza de los otros puede reducir a la esclavitud a los hombres (…). Ser igual a los demás sujetos políticos: los otros hombres. Sólo entre seres libres e iguales pueden establecerse pactos válidos por sí mismos. La representatividad de otros hombres se conjugará más tarde con la celebración de elecciones políticas en las que participarán todos los que detenten derechos políticos: los hombres (1992: 41-42).
Esta exclusión significó el desconocimiento del papel relevante de muchas mujeres en la revolución francesa, quienes se movilizaron no solo por sus derechos, sino, fundamentalmente, por la subsistencia de sus familias. Por eso, se afirma que “(…) las agitadoras de octubre, así como la gran masa de mujeres francesas, no se movilizaron por derechos políticos para su sexo, sino para ratificar para ellas y sus familias el derecho a la vida (como lo harán cada vez que se plantee la cuestión del precio de las subsistencias)” (Sazbón, en De Gouges y otras 2007: 21).
De Martino y Bruzzese comentan al respecto que:
La participación de las mujeres en la Revolución Francesa de 1789 se produjo en dos ámbitos distintos: el popular y de masa de las mujeres valerosamente presentes en las sublevaciones y en las luchas por el pan, y el intelectual, representado, en general, por mujeres burguesas, que se manifestó en la participación activa en las sesiones de la Asamblea Constituyente, en la producción de escritos sobre la revolución, en la creación de diarios y círculos femeninos empeñados en la luchas por los derechos civiles y políticos de las mujeres (1996: 211).
Entre las mujeres que destacaron por abogar a favor del reconocimiento de las mujeres como ciudadanas en el contexto de la revolución francesa podemos mencionar a Etta Palm (holandesa de facción girondina), Théorigne de Méricourt (quien propuso la formación de un batallón militar femenino para participar en la guerra), Claire Lacombe (jacobina revolucionaria) y Olympe de Gouges (De Martino y otra 1996: 211)3.
Lacombe fundó en 1793 la Sociedad de Ciudadanas Republicanas Revolucionarias con el objetivo de demandar el voto para las mujeres. Por su parte, la holandesa Etta Palm fundó la Confederación de Amigas de la Verdad y presentó en 1791 una petición ante la Asamblea Nacional favor de la igualdad de derechos en la educación, política, empleo, entre otros. Estos fueron dos de los más de cincuenta clubes femeninos defensores de los derechos de las mujeres que existieron entre los años 1789 y 1793 (Berbel y otras 2012: 24-25).
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