Género y poder. Violeta Bermúdez
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A mediados del siglo xx, esta asimilación de las mujeres como titulares del derecho a la igualdad significó también el reconocimiento de la titularidad de todos los derechos humanos, incluido su derecho a la participación política. Ello fue de suma importancia teniendo en cuenta que, en aquellos años, todavía muchos países de América Latina ni siquiera consideraban a la mujer como ciudadana, titular de derechos.
En 1945, solo 25 de los 51 Estados miembros de las Naciones Unidas de entonces, habían otorgado a las mujeres la igualdad del derecho al voto; sin embargo, en algunos países donde las mujeres tenían tales derechos, estos no se habían puesto en práctica9. Se presentaba esta situación a pesar de que habían transcurrido casi dos siglos desde las primeras declaraciones de derechos en cuyo contexto las mujeres de entonces denunciaron su exclusión de los nuevos aires de libertad, igualdad y fraternidad y demandaron por el reconocimiento de su ciudadanía.
Más allá de esta realidad, a mediados del siglo xx, se había logrado incorporar en el instrumento universal más simbólico de los derechos humanos que todas las personas tienen los mismos derechos sin ninguna distinción por razón de sexo y que toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país y acceder en condiciones de igualdad a las funciones públicas.
La aprobación de esta Declaración tuvo impacto directo en la emisión de una serie de normas nacionales e internacionales que, progresivamente, se fueron adoptando en los diversos países del mundo, incluido el Perú.
1.2. IGUALDAD COMO DERECHO Y PRINCIPIO NORMATIVO
El derecho a la igualdad, al igual que todos los derechos humanos, ha evolucionado a lo largo de la historia. La igualdad contenida en las primeras constituciones occidentales se refería a la igualdad ante la ley. En virtud de este alcance, “el legislador deberá abstenerse de plasmar en normas, toda clase de privilegio, prerrogativa o discriminación” (Pérez del Río 1984: 12). Asimismo, su titularidad estaba restringida al varón blanco y propietario (Rey Martínez 1995: 1). Como se ha visto, la igualdad en los términos planteados convivió, en gran parte de países del mundo más allá de mediados del siglo xx, con “la discriminación de las mujeres en materia de derechos políticos y de muchos derechos civiles” (Ferrajoli 2001: 74).
Con el surgimiento del Estado Social y Democrático de Derecho en el siglo xx, se extiende el concepto de igualdad a su contenido material o sustancial. Esto implica el rechazo a cualquier forma de discriminación; así como, la posible adopción de medidas específicas ante situaciones o sujetos que requieren de una atención diferente. A partir del reconocimiento de la igualdad en sentido sustancial es posible la existencia de normas que otorguen tratos diferenciados ante situaciones distintas (Martínez, citado en Bermúdez 1996: 125). Asimismo, la titularidad del derecho se extiende hacia otros grupos humanos, entre ellos las mujeres. Esta evolución de la igualdad en términos de contenidos y titulares nos conduce a referirnos hoy a las diversas dimensiones de la igualdad.
1.2.1. Dimensiones de la igualdad
Comprender el contenido esencial del derecho a la igualdad exige considerar las diversas aproximaciones que existen respecto de sus alcances.
Rey Martínez, al analizar la concepción de la igualdad que se expresa en la Constitución española, afirma que ésta se estructura en torno a tres dimensiones: i) liberal, pues el principio de igualdad conlleva la idea de igualdad en la aplicación y en la creación del Derecho; ii) democrática, expresada en el derecho de todos los ciudadanos a participar en condiciones de igualdad en el ejercicio del poder político y en el acceso a las funciones y cargos públicos; y, iii) social, al cumplir la función de eliminar las desigualdades de hecho para conseguir la igualdad real y efectiva de individuos y grupos (1995: 41-42).
Por su parte, Häberle, al analizar el contenido esencial de los derechos fundamentales contenidos en la Ley Fundamental de Bonn, afirma que estos “presentan una “dimensión” jurídico-individual”, al garantizar a sus titulares un derecho público subjetivo, es decir, derechos individuales y, a la vez se caracterizan por una “dimensión institucional”, que implica la garantía de su regulación constitucional (2003: 73). Esto significa que además de ser un derecho individual, la igualdad es un principio normativo que exige de los Estados su cabal cumplimiento y, por tanto, la adopción de las medidas necesarias para ello o para actuar ante su vulneración.
Ferrajoli alerta que la igualdad “es un principio complejo, estipulado para tutelar las diferencias y para oponerse a las desigualdades” y por ello, estamos ante una norma, cuyo fin es “proteger y valorizar las diferencias y de eliminar o cuando menos reducir las desigualdades” (2012: 1). Siguiendo esta lógica, el autor define el principio de igualdad como “el igual valor asociado a todas las diferencias de identidad que hacen de toda persona un individuo diferente de todos los demás y de todo individuo una persona como todas las demás” (2012: 2).
De esta manera, para el citado autor, el reconocimiento de las diferencias forma parte del principio de igualdad; mas no sucede lo mismo con las desigualdades, las que deben ser expulsadas de todo sistema social y jurídico, dado que “(…) constituyen uno de los “obstáculos” para “el pleno desarrollo de la persona humana” y por tanto para la tutela de la dignidad de la persona” [sic] (2012: 3). Así, Ferrajoli muestra un modelo normativo que integra “la igualdad formal y sustancial, fundado sobre la “igual dignidad” de las diferencias y al mismo tiempo sobre la eliminación de las discriminaciones y las desigualdades” (2012: 3). Precisamente, al mostrar esta conexión entre igualdad y diferencias, distingue cuatro modelos de configuración jurídica de las mismas que son de gran utilidad para analizar los alcances de la igualdad, de las discriminaciones y desigualdades, entre ellas por razón de sexo.
El último modelo que propone el autor, la igual valorización jurídica de las diferencias, “conjuga igualdad y diferencias estipulando normativamente el igual valor que debe ser asociado a todas las diferencias de identidad” (Ferrajoli 2012: 9).
En el mismo sentido, ya en 1984, Catharine MacKinnon, en su artículo Difference and Dominance: On Sex Discrimination (“Diferencia y dominación: sobre discriminación sexual”, en español), llamaba la atención sobre la igualdad y la diferencia sexual. Además, sostuvo que, de acuerdo con el enfoque de la igualdad de los sexos que ha dominado la política, el derecho, y la percepción social, la igualdad es una equivalencia, no una diferencia, y el sexo es una diferencia (En Barlett y otra 1991: 81). De esta manera, las dos nociones igualdad y diferencia sexual eran presentadas como opuestas. Sin embargo, la preocupación de MacKinnon era cómo hacer algo a favor de las mujeres en el marco de la igualdad, sin que ello sea “estigmatizado como protección especial o como acción afirmativa en vez de reconocerse sencillamente como no discriminación o igualdad por primera vez” (MacKinnon 1995: 423). De algún modo, estaba planteando lo que Ferrajoli denomina como las “garantías sexuadas” [sic], es decir, aquéllas medidas idóneas para la igualdad efectiva, reduciendo las brechas “entre normatividad y efectividad” (2001: 86).
Con estos aportes, se superó las propuestas iniciales del feminismo de la igualdad que buscaba equipar a las mujeres en los derechos que detentaban los hombres. El aporte de esta corriente del feminismo se vio traducido, especialmente, en la conquista del derecho de sufragio para las mujeres y junto con él su reconocimiento como ciudadanas10. Sin embargo, prontamente, los resultados de estos avances mostraron sus limitaciones, pues las condiciones sociales y políticas de las mujeres no cambiaron sustantivamente.