Un mundo dividido. Eric D. Weitz

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Un mundo dividido - Eric D. Weitz

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En las constituciones, por lo demás, no tenían cabida los musulmanes ni los judíos ni ninguna otra minoría. Para llegar a ser griegos, y por tanto ciudadanos con derechos en el nuevo Estado, tenían que convertirse a la religión oficial. Los musulmanes y turcos, de los que Velestinlís habló con frecuencia, no aparecían mencionados en ninguna de las sucesivas constituciones.84 Aquel patriota griego había aceptado a cuantos vivían en el territorio de Grecia, ahora se restringía la condición de ciudadano con derechos a los hombres griegos de confesión ortodoxa.85

      Mientras tanto proseguía la contienda que enfrentaba a griegos con turcos, a griegos con griegos, a las armadas aliadas con la otomana y, como remate, a Rusia con el Imperio otomano. Y en 1827, 1828, 1829 y 1830 también hubo negociaciones largas y extenuantes entre las tres grandes potencias, y entre ellas –tanto individualmente como en bloque– y la Sublime Puerta. Todas las partes tenían que llegar a un acuerdo sobre las fronteras de Grecia y el tributo que esta habría de pagar al Imperio otomano. Las potencias consideraron la posibilidad de conceder a la nueva Grecia un préstamo que le permitiera echar a andar, fuese cual fuese la forma política que adoptara. El Tratado de Londres contenía una cláusula secreta en virtud de la cual se comprometían los tres aliados a imponer un armisticio en el caso de que Grecia y Turquía se negaran a poner fin a las hostilidades en el plazo de un mes. La implacable belicosidad rusa irritaba enormemente a Gran Bretaña, cuyos gobernantes se esforzaron mucho por frenar a su aliado. Los británicos sostenían enérgicamente que toda ofensiva contra la Sublime Puerta había de ser fruto de un acuerdo entre las potencias, no valían las acciones unilaterales. Los rusos, sin embargo, hicieron caso omiso de sus advertencias.86

      El sultán había recibido ayuda del Ejército y de la Armada egipcios, comandados por Muhammad Ali y su hijo Ibrahim, cuyas tropas habían arrasado gran parte del Peloponeso. En cumplimiento de la citada cláusula secreta, los tres aliados bloquearon la flota otomana en la bahía de Navarino. Aún no se sabe a ciencia cierta quién disparó el primer tiro, pero el 20 de octubre de 1827 se desencadenó una batalla que duraría cuatro horas. Al almirante británico se le censuró más tarde por contravenir las órdenes que había recibido de mantener el bloqueo y abstenerse de entablar combate con el enemigo. La ofensiva fue total. Los almirantes británicos y franceses utilizaron por separado la misma frase: “La flota turco-egipcia ha sido aniquilada”.87 Con ella desapareció la fe que tenían el sultán y Muhammad Ali en que Grecia seguiría siendo otomana.

      No todas las capitales europeas se congratularon de la destrucción de la flota otomano-egipcia. A Metternich le horrorizaba el aumento del poder ruso que este triunfo militar parecía presagiar. Hasta Wellington temía que la magnitud de la derrota otomana comprometiera la estabilidad que los políticos británicos siempre habían buscado crear.

      El 20 de abril de 1828, las tropas rusas cruzaron la frontera otomana, lo que acrecentó la angustia de Wellington (que ahora era primer ministro) y Metternich. En cambio, sus homólogos francés y prusiano, así como varios diplomáticos austriacos, tenían la esperanza de sacar provecho de la desestabilización del sistema creado en Viena.

      Rusia afirmaba actuar en defensa de “Europa y la humanidad”, término este último que iría cobrando una importancia creciente en el lenguaje diplomático en los siglos XIX y XX. Rusia, según decían sus estadistas, buscaba defender sus legítimos intereses, principalmente la libertad de navegación en los estrechos turcos y la protección de los cristianos que vivían en protectorados musulmanes.88 Gran Bretaña, por su parte, temía los efectos desestabilizadores de la guerra; sabía de sobra que su desenlace era imprevisible y podía desencadenar una serie de acontecimientos que el sistema vienés se había propuesto evitar.89

      Rusia no obtuvo en el campo de batalla los triunfos gloriosos que habían esperado sus gobernantes. Las tropas rusas avanzaban a duras penas en el Cáucaso y el sudeste de Europa. La guerra entró en punto muerto, reduciéndose a una serie de batallas interminables y sin un vencedor claro y campamentos invernales; a Gran Bretaña se le presentó la oportunidad de reafirmar su liderazgo, que la Sublime Puerta veía con agrado, porque suponía un freno para Rusia. Al final de la primavera de 1829, sin embargo, cambió la suerte del ejército ruso, que tomaría la ciudad de Adrianópolis, cercana a Estambul, en agosto de ese año. Este triunfó forzó a Turquía a pedir la paz.

      En las capitales europeas cundió entonces el temor de que cayera el Imperio otomano y se desatara un conflicto entre las grandes potencias por el reparto del botín de la guerra. El 7 de mayo de 1832, tras una serie de negociaciones y acuerdos, las tres potencias firmaron el Tratado de Londres (Grecia no había sido invitada a las conversaciones ni suscribió el tratado). El tratado confirmó la independencia de Grecia (que ya se había proclamado en 1830), decisión trascendental que el Imperio otomano, derrotado por Rusia, se vio forzado a aceptar. El territorio de este Estado independiente era menos extenso de lo que habían esperado los líderes griegos, pero más de lo que habían previsto inicialmente las grandes potencias. Grecia se convirtió en un reino, y sus soberanos pertenecían a la casa de Wittelsbach, una dinastía bávara. Las tres cortes europeas anunciaron con gran pompa que, en nombre de la nación griega, habían elegido al príncipe Otón de Baviera como rey. Otón gobernaría, pues, un Estado monárquico e independiente. No se habló entonces de la constitución de este nuevo Estado, pero sí más tarde, en 1863, cuando se firmó otro tratado en Londres.

      El tratado de 1832 no mencionaba la cuestión de quiénes formarían exactamente el nuevo Estado nación griego. Sin embargo, existía un protocolo redactado en 1830 y ratificado por el nuevo tratado, y que instaba a Grecia y al Imperio otomano a decretar sendas amnistías inmediatas. Ni los griegos ni los musulmanes debían verse privados de sus bienes “ni hostigados de ninguna manera”. Todo musulmán “que desee seguir viviendo en los territorios o las islas adjudicadas a Grecia conservará allí sus propiedades y gozará siempre, al igual que su familia, de una seguridad total”. Todo griego que deseara abandonar “el territorio turco” dispondría de un año para vender sus propiedades, y transcurrido ese periodo podría marcharse libremente. Lo mismo valía para los musulmanes en Grecia.90

      El Estado nación griego no era, pues, plenamente soberano, estaba regido por un príncipe bávaro, y su independencia, garantizada por Gran Bretaña, Francia y Rusia, cuyos plenipotenciarios tenían derecho a controlar la marcha del país. Son pocos los tratados importantes en los que haya influido tanto la prosaica cuestión del dinero. El artículo 7, el más extenso de los veintiocho que formaban el tratado, establecía las condiciones del préstamo que recibiría Grecia de las tres potencias. Así, por ejemplo, los ingresos públicos se destinarían prioritariamente al pago del principal y de los intereses del préstamo.91 El endeudamiento sería el gran mal de numerosos imperios y Estados nación en los dos siglos siguientes, porque los sometía al control extranjero…, algo que Grecia casi nunca ha podido evitar en su historia moderna.

      Al final, por tanto, las grandes potencias se abstuvieron de defender la limpieza étnica, aunque todos los acuerdos anteriores habían abordado la cuestión. A pesar de la derrota militar, la Sublime Puerta se había mantenido firme en las negociaciones: no toleraría una medida tan drástica como la expulsión de sus compatriotas musulmanes de un Estado nuevo creado con antiguos territorios otomanos. Por lo demás, y como casi todos los imperios que aceptaban la diversidad, temía la emigración masiva de personas de etnia griega, que privaría al imperio de un grupo que desempeñaba un papel clave en el comercio internacional y la artesanía. La pérdida de los griegos (y de los armenios, cabría añadir) le perjudicaba económicamente, cosa que no les inquietaría a los Jóvenes Turcos casi un siglo después, cuando decidieron exterminar a los armenios y deportar a los griegos.

      A la Sublime Puerta, por último, le preocupaba el destino de los bienes musulmanes, en especial los waqfs, donaciones religiosas ligadas a las mezquitas. Los representantes otomanos convencieron a sus interlocutores de que estos bienes no eran del Estado, sino de particulares y comunidades.92 La Sublime Puerta se estaba refiriendo, quizá sin

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