Un mundo dividido. Eric D. Weitz

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Un mundo dividido - Eric D. Weitz

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Después de “un largo periodo de esclavitud hemos tomado las armas para reparar los agravios que nos ha infligido a nosotros y a nuestra patria una tiranía sin parangón”.42 La asamblea declaró que Grecia estaba librando “una guerra nacional, una guerra sagrada, una guerra sin otro fin que el de reconquistar la libertad individual, nuestros bienes y nuestro honor: los derechos de los que gozan nuestros vecinos, los pueblos civilizados de Europa”.43

      Las potencias europeas rechazaron de plano este discurso. No les agradaron ni las alusiones al peligro del islam.44 La rebelión griega, que estalló apenas seis años después de la derrota de Napoleón, amenazaba con desestabilizar el continente y propagar la idea revolucionaria: las dos cosas que más temían las grandes potencias y que habían tenido el expreso propósito de evitar con el sistema establecido en Viena. A los estadistas europeos los rebeldes griegos les parecían montaraces y peligrosos, sobre todo cuando invocaban los ideales de la Revolución francesa.

      Sin embargo, las potencias europeas fueron cambiando poco a poco de postura. Los griegos eran tenaces. No podían derrotar solos a los otomanos ni estaban dispuestos a rendirse. Pasaban los meses y parecía que no fueran a cesar nunca las hostilidades. Había múltiples desenlaces posibles, ninguno de ellos favorable para las cinco grandes potencias (Gran Bretaña, Rusia, Francia, Austria y Prusia), decididas a mantener el statu quo. Puede que los rebeldes griegos ganaran la guerra y crearan en Europa una democracia total, un foco de contagio como lo había sido Francia en la década de 1790. Puede que cayera el Imperio otomano, circunstancia que no podía beneficiar más que a Rusia, y que alteraría así el equilibrio entre las cinco potencias. Y había otra posibilidad aún peor: que el Imperio otomano ganara la guerra y se expandiera por Europa. Mirando hacia el Mediterráneo oriental desde Londres, París, Viena, San Petersburgo y Berlín, los estadistas europeos veían con inquietud todos estos desenlaces.45

      Por lo demás, la duración del conflicto y las atrocidades cometidas por los otomanos despertaron la conciencia de las poblaciones y los políticos europeos (y también la de los norteamericanos). ¿Iban a quedarse de brazos cruzados mientras se masacraba a otros cristianos y abanderados de la libertad? Las sociedades filohelénicas empezaron a ejercer una influencia notable en las opiniones públicas francesa y británica, y hasta en la estadounidense.46 En Rusia, los paneslavistas y una esfera pública incipiente ejercieron una presión análoga sobre el Gobierno zarista para que defendiera a sus correligionarios ortodoxos.47

      Dado que los otomanos se mostraban incapaces de controlar rápidamente la situación, los Estados europeos empezaron a comprender la necesidad de intervenir de algún modo en la guerra que se estaba librando en el Mediterráneo oriental. Al principio, ninguno de ellos quería una Grecia totalmente independiente; no eran partidarios de la libertad ni de la independencia nacional. Tampoco deseaban que se desmembrara el Imperio otomano. Lo que buscaban ante todo era estabilidad en la región. Si el Estado nación griego, con derechos humanos para sus ciudadanos, apareció como solución factible no fue a consecuencia de un plan preconcebido, sino de los acontecimientos mismos: la tenacidad griega, los actos de brutalidad otomanos y la declaración de guerra a la Sublime Puerta por parte de los rusos.48 Como veremos en los otros casos examinados en este libro, la aparición de un conjunto de derechos ligados a la nación no se debió únicamente a las acciones de los héroes libertadores; dado el sistema internacional predominante, las grandes potencias acabaron aceptando de mala gana el Estado nación y los derechos, en los que radicaba (o eso esperaban) la clave de la estabilidad.49

      Rusia y Gran Bretaña eran los países europeos que más se jugaban en la región. Rusia buscaba extender su influencia al sur y oeste. A partir del Tratado de Küçük Kaynarca de 1774, que puso fin a una de las múltiples guerras ruso-otomanas, defendió con argumentos espurios el derecho a proteger a todos los cristianos que vivían bajo dominación otomana. La expansión del Imperio británico había convertido el Mediterráneo en una zona de enorme importancia para sus intereses. A Francia, por su parte, la seguían marginando hasta cierto punto los otros Estados por su pasado revolucionario. Prusia, la más débil de las cinco potencias, no tenía intereses directos en la región (por lo menos de momento: a finales de siglo, la unificación alemana cambiaría las cosas). El imperio de los Habsburgo, dominado por el príncipe de Metternich, se oponía enérgicamente a la rebelión griega y era, por tanto, incapaz de actuar con la flexibilidad y el ingenio que requería la situación.

      Al principio de la insurrección, y para gran disgusto de los rebeldes griegos, el zar Alejandro I no mostró el menor interés en ayudarles, prefería combatir contra los otomanos en el momento y lugar que juzgase indicados, y no a raíz de las acciones de bandidos e impulsivos conspiradores griegos que abanderaban los ideales de la Revolución francesa. Rusia, sin embargo, exigió al Imperio otomano que garantizara la seguridad de los cristianos. El barón Grigori Stróganov, embajador ruso en la Sublime Puerta, le advirtió que se abstuviera de tomar represalias excesivas contra ellos, insinuando que, de lo contrario, Rusia se vería en la obligación de defender con las armas a sus correligionarios.50

      San Petersburgo formuló una serie de planes y propuestas, que generalmente entrañaban la concesión de cierta autonomía a los griegos, combinada con el incremento del poder ruso.51 Cuando los otomanos prohibieron la navegación en el Bósforo y los Dardanelos, el Gobierno ruso sostuvo que, al contrario que Francia y Gran Bretaña, su país veía peligrar sus intereses vitales.52

      Poco después de que el barón Stróganov escribiera a la Sublime Puerta, Rusia rompió relaciones con el Imperio otomano. Los aliados se opusieron enérgicamente a esta escalada de tensión, que podía desembocar en un enfrentamiento armado; de hecho, ya habían frenado a Rusia en 1821 y 1822, cuando la crisis griega se hizo alarmante. A Metternich le horrorizaba la rebelión griega y le indignaba el intento por parte de Rusia de aumentar su poder con una guerra contra el Imperio otomano. Los estadistas europeos de la época posterior a la Revolución francesa y la era napoleónica sabían de sobra que las guerras tenían consecuencias imprevisibles y creaban situaciones incontrolables.

      El zar Nicolás I, que había ascendido al trono a la muerte de Alejandro en diciembre de 1825, buscó una especie de legitimidad ideológica. La autocracia, el cristianismo ortodoxo y la identidad rusa conformaron la “nacionalidad oficial” durante su reinado. Amargado por el Levantamiento Decembrista, fue un reaccionario acérrimo hasta el final. Si su hermano mayor, Alejandro, había simpatizado con la idea de un Estado griego plenamente soberano (aunque no con los rebeldes), Nicolás, en cambio, no veía nada positivo en la situación.53

      Para los otomanos, la insurrección no era más que una combinación de bandidaje y rebeldía, las dos plagas que venía padeciendo desde hacía mucho la península griega y que ahora se extendían a un territorio mayor. El Imperio otomano formaba parte del sistema europeo desde finales del siglo XVII, y sin duda a partir del Tratado de Küçük Kaynarca (1774). Sus funcionarios, que conocían bien y sabían aplicar el arte de gobernar europeo, rechazaron las ofertas británicas de mediación (así como las de otras potencias), alegando que la crisis griega era un asunto interno. Los estadistas otomanos sostuvieron en memorandos y manifiestos que ninguna otra potencia habría actuado de otra manera; el imperio, según ellos, había respetado “los derechos de los Gobiernos y las leyes de las naciones”.54 Los otomanos, como las potencias europeas, creían en la necesidad de defender la soberanía de los Estados contra todo ataque, porque en ella se fundaban el orden divino y las relaciones internacionales. Utilizando un lenguaje que se haría habitual en los decenios siguientes y el siglo XX, afirmaron estar en guerra con simples bandoleros, gente “insensata”, y no con otro Estado. No había mediación posible entre una caterva de ladrones y un glorioso imperio de origen divino.55

      Además de aprender el arte de gobernar europeo, el Imperio otomano utilizaba el lenguaje de la Revolución francesa, aunque de manera muy selectiva. El imperio había decretado la levée en masse (frase evocadora de la famosa decisión del Gobierno revolucionario

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