Un mundo dividido. Eric D. Weitz

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Un mundo dividido - Eric D. Weitz

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organización y seguidores armados, a veces aldeas enteras. Casi nunca les interesaba nada que no fuera su localidad, y la mayoría de ellos seguramente no había oído hablar de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Aspiraban, como los comerciantes danubianos, a una Grecia independiente que les permitiera gobernar sin restricciones ni injerencias externas sus modestos territorios. A sus parientes y seguidores les protegían y otorgaban privilegios, asegurándose de que “su gente” pudiera cultivar su tierra, mover su ganado, fabricar sus productos y pescar sin temer por su seguridad. Estos favores tenían, sin embargo, su contrapartida: a los kleftes se les debía una lealtad inquebrantable y ciertos tributos. Muchos tenían relaciones antiguas con funcionarios otomanos y también trataban con bandidos musulmanes cuando les convenía.10

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      Expansión de Grecia

      En el Mediterráneo oriental, los musulmanes y los cristianos llevaban muchos siglos conviviendo en paz. Este largo periodo de concordia se vio, sin embargo, interrumpido cada cierto tiempo por graves episodios de violencia intercomunitaria. En la década de 1820, y a medida que la rebelión griega se iba transformando en una revolución nacionalista evocadora de la idea de los derechos humanos, la enemistad entre cristianos ortodoxos y musulmanes se fue exacerbando. En la era del nacionalismo, la identidad religiosa cobró un significado político. Si el Imperio otomano aceptaba la diversidad, el Estado nación era mucho menos tolerante.

      La guerra de Independencia de Grecia, como vendría a llamarse más tarde, fue un conflicto intermitente que duró un decenio y en el que las dos partes cometieron atrocidades sobrecogedoras. La rebelión también atrajo a otros griegos más politizados, que en los diez años de contienda pusieron sus recursos intelectuales y, lo que era más importante, sus contactos con la sociedad y los Estados europeos al servicio de la causa nacionalista. Además de defenderla ante Gobiernos y públicos extranjeros, recaudaron los fondos necesarios para que los ejércitos griegos siguieran luchando y los barcos griegos navegando, y exhortaron a las potencias europeas a intervenir en el conflicto. No fue tarea fácil. Para disgusto de estos militantes políticos, las grandes potencias nunca llegaron a apoyar por completo el proyecto nacional griego; como siempre, miraron por sus intereses (veremos más ejemplos de esta actitud en otros casos históricos examinados en este libro).

      Muchos de los militantes nacionalistas se habían educado en el extranjero: en París, Londres y varias ciudades alemanas. Les conmovían los ejemplos de las revoluciones estadounidense y francesa y las latinoamericanas, así como los escritos y el martirio de los primeros héroes nacionalistas, entre ellos Velestinlís. En este aspecto vivían ya en un mundo globalizado, en el que lo ocurrido en un continente podía influir mucho en lo que sucedía en otro.

      Las ideas de Velestinlís, procedentes de las revoluciones que había observado en la década de 1790, inspiraron la creación de la Filikí Etería (‘sociedad de amigos’), la primera organización política netamente moderna fundada en Grecia. Constituida en 1814 por hijos de comerciantes, tenía un carácter secreto y unos ritos de origen masónico. Era una sociedad poco numerosa, pero muy influyente. Sus miembros sostenían que Grecia no se podría liberar de la dominación otomana más que por medio de una rebelión armada. La sociedad atrajo a intelectuales, profesores, clérigos y comerciantes, admiradores todos de los ideales de la Ilustración y la Revolución francesa, y que se aliaron con unos cuantos terratenientes, así como con bandoleros diversos. Esta comunidad tan heterogénea, formada por gente de todos los sectores sociales, fue la artífice de la Revolución griega.11 En la rebelión también participaron al principio diversos grupos de cristianos de la región de los Balcanes (rusos, búlgaros, serbios y rumanos), un ejemplo más de la enorme resonancia que tuvo fuera de Grecia.12

      Los miembros de la Filikí Etería eran, por tanto, militantes nacionalistas típicos.13 En su pensamiento influyeron múltiples tradiciones griegas, generalmente más admiradas en París, Londres, Berlín y Boston que en su propio país. Grecia tenía un pasado legendario: era la cuna de la civilización clásica y la democracia, y el fundamento mismo de Europa, como los filohelenos –es decir, los partidarios extranjeros de la rebelión griega– no se cansaban de repetir. Además, tenía una tradición insurreccional, celebrada en leyendas de bandidos que habían defendido heroicamente su tierra de los infieles turcos. No era difícil convertir estos Robin Hoods locales en precursores del movimiento nacional griego.

      Los militantes nacionalistas contribuyeron a forjar algo completamente nuevo: la esfera pública, creadora del mundo contemporáneo, y de la que formaban parte las imprentas, los panfletos y los cafés, sin los cuales no era posible ninguna rebelión nacional. En el siglo XVIII y en la época de las guerras napoleónicas, la expansión comercial de Grecia en el Mediterráneo y Europa había dilatado el horizonte intelectual de ciertos griegos. La esfera pública, surgida a finales de aquel siglo, al mismo tiempo que comenzaba el desarrollo económico, permitió la difusión de la idea nacional. Los comerciantes acaudalados, en especial los de las provincias danubianas, financiaron escuelas y fomentaron la publicación de obras en griego; sus esfuerzos contribuyeron a moldear una identidad griega desligada, por lo menos en parte, de la religión. También ofrecieron becas a compatriotas suyos para que estudiaran en París, Londres y Berlín, donde aquellos jóvenes asimilarían las ideas de la Ilustración y la Revolución francesa y advertirían la influencia de la Grecia antigua en los europeos occidentales.14

      El desarrollo de la esfera pública y del pensamiento nacionalista griegos coincidió con el debilitamiento de la autoridad del sultán; en no pocos territorios del Imperio otomano, particularmente (y esta circunstancia influiría decisivamente en los acontecimientos ulteriores) en Albania y Egipto, empezaron a surgir gobernadores y caudillos más o menos independientes. Con su ocupación de las Islas Jónicas, en 1797, y su invasión de Egipto, en 1798, los franceses demostraron la fragilidad de la hegemonía otomana. Por lo demás, estos acontecimientos llevaron a la introducción en el imperio de las ideas de la Revolución francesa. La rebelión serbia de 1804 sirvió de modelo al movimiento nacionalista, y el Tratado de Viena, que convirtió el archipiélago jónico en una república bajo protectorado británico, vino a confirmar esa fragilidad. La ideología que prendió en las islas, y que amalgamaba el bandidismo tradicional griego y los modernos conceptos de independencia nacional y derechos del hombre, fue el germen de la idea, más ambiciosa, de un Estado griego independiente.

      “Los griegos habían pasado de pueblo insurrecto a nación independiente”, escribió en el siglo XIX George Finlay, un historiador de la rebelión nacional.15 Según él, esta transformación se produjo muy pronto, en 1821; Finlay exagera mucho, pero no anda totalmente descaminado, en la década de 1820, en efecto, la muy tradicional insurrección griega se fue convirtiendo en revolución popular. Los clanes se movilizaron y demostraron su eficacia en el combate, y por todo el país circularon agitadores, normalmente miembros de la Filikí Etería. A veces imitaban a aquellos griegos legendarios arengando a las multitudes en los pueblos y ciudades, enardeciéndolas con rumores y noticias de atrocidades otomanas y advirtiéndoles de que las autoridades pretendían deportar a cristianos a África.16

      Odysseas Androutsos y otros bandidos pasaban de actuar como rebeldes convencionales a invocar las ideas de libertad y nación.17 Estas palabras –libertad y nación– relacionaban la insurrección griega con las revoluciones del siglo XVIII y de principios del XIX, así como con muchos movimientos similares surgidos en toda Europa y América, desde la caída del imperio napoleónico en 1815 hasta las revoluciones de 1848. Los rebeldes griegos, o por lo menos los más politizados, eran plenamente conscientes de este vínculo y lo invocaban para atraer partidarios a su causa. El secretario del Gobierno griego, M. Rodios, escribió al ministro de Asuntos Exteriores británico, George Canning, recordándole que, en el caso de los pueblos sudamericanos, Gran Bretaña había demostrado su “filantropía” apoyando su lucha por independizarse de España; costaba creer, por tanto, que los británicos fueran a tolerar

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