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Desde la perspectiva del poder imperial europeo se podía observar otra fisura. Las potencias coloniales explotaban a los “nativos”, reduciéndolos a la condición de súbditos. El viajero Taylor, al que le repelía el “desdén” con que los ingleses trataban a los indios de todas las clases sociales, señalaba que sus compatriotas, por otro lado, habían traído la prosperidad al subcontinente, además de la justicia y los principios legales británicos.92 Según él, los indios recibían un trato más ecuánime de los tribunales británicos que del sistema judicial instaurado por los gobernantes nativos.93
El principio de trato justo era otra condición esencial para el establecimiento de los derechos humanos. Del mismo modo que Toussaint Louverture invocó los ideales revolucionarios franceses en su defensa de la emancipación de los esclavos, el movimiento nacional indio, fundado más tarde, esgrimiría las ideas británicas sobre la justicia en contra de la dominación británica.
Las fisuras del viejo orden y los indicios del nuevo también se hicieron evidentes en la estructura misma de los imperios. El naturalista y viajero francés Charles Sigisbert Sonnini, clarividente observador de su tiempo, ya había predicho en la década de 1770 una revolución nacional griega que inspiraría otras en todo el mundo.94 A pesar de la aparente estabilidad del llamado sistema vienés existía una intensa actividad política en las sociedades y los clubes democráticos fundados en ciudades europeas como Madrid y Moscú, y en toda América Latina. En la década de 1820, los intelectuales y los activistas empezaron a debatir sobre las ideas de democracia y revolución. Esta efervescencia política llegó a su apogeo con las revoluciones europeas de 1848. Si bien no triunfó ninguna a excepción de la suiza, todos los movimientos ulteriores que llevaron a la fundación de Estados nación en Europa, así como todas las declaraciones de derechos y constituciones occidentales, tendrían su origen en los trascendentales acontecimientos de ese año, en el que, por lo demás, se publicó El manifiesto comunista. En los decenios siguientes y en casi todo el mundo, Marx y Engels atraerían seguidores fervorosos con su llamamiento a la instauración del comunismo, presentado como remedio contra todas las injusticias.
Muchos emperadores orientales se hicieron cargo del peligro que suponían los sentimientos nacionalistas y las tendencias reformistas, así como la expansión de la hegemonía occidental. Los soberanos otomanos, persas y chinos tenían relaciones con Occidente desde hacía siglos. En la década de 1830 tomaron conciencia del creciente dinamismo de las potencias occidentales, cuya superioridad militar, tecnológica y administrativa (su capacidad para movilizar recursos, incluidos los humanos) amenazaba gravemente su poder. Los gobernantes orientales observaron cómo los británicos iban consolidando poco a poco su dominio sobre la India y los franceses se iban apoderando del norte de África. En ciertos territorios otomanos, persas y chinos existía el peligro de una invasión rusa.
Los imperios hicieron frente a la agitación interna y al peligro de la dominación europea acometiendo reformas. Las más profundas y ambiciosas fueron las introducidas en Japón y el Imperio otomano. Si el proyecto modernizador japonés triunfó espectacularmente, el otomano no tuvo tanto éxito. “El islam fue durante siglos […] un instrumento extraordinario para el progreso –dijo el estadista turco Fuat Pasha en la década de 1850–. Hoy en día es un reloj que se ha atrasado, y hay que ponerlo en hora”.95 Los imperios reformistas ampliaban el sistema educativo, principalmente en ingeniería, ciencias e idiomas, de este modo, el Ejército y la burocracia estaban en mejores condiciones para hacer frente al creciente poder de los Estados europeos y controlar con eficacia los extensos territorios imperiales y sus heterogéneas poblaciones. El Imperio otomano fomentó la creación de asambleas representativas de las diversas comunidades religiosas y prometía a todos sus súbditos un trato justo, igualdad ante la ley y, lo que era más importante, proteger su vida y sus bienes y poner fin a la abusiva práctica de encargar a particulares la recaudación de impuestos: el sistema tan vivamente descrito por el viajero Vere Moro.96 Ahora bien, ¿cómo podía establecerse la igualdad fundamental para la ciudadanía si el islam era la religión oficial del Estado, y todas las demás se consideraban inferiores?
Japón aplicó otro método modernizador. Townsend Harris había esperado meses para desempeñar su misión y tenía muy restringida su libertad de movimiento. Veinticinco años más tarde, la inglesa Isabella Bird, que viajó por el país sin demasiadas dificultades, observó que había un gran número de europeos y estadounidenses trabajando para el Gobierno. El Estado japonés “sacaba el mayor partido posible a los extranjeros, y luego prescindía de sus servicios”. El ministerio de telégrafos estaba desde hacía poco exclusivamente en manos japonesas, pero la escuela naval aún tenía profesores británicos; la de medicina, alemanes, y la de ingeniería, un director británico; y había una comisión francesa encargada de instruir al ejército en tácticas militares europeas. También había misioneros traduciendo la Biblia al japonés y, en la ciudad de Yokohama, una comunidad china muy numerosa que desempeñaba un papel decisivo en el comercio.97 Todo ello era consecuencia de la Restauración Meiji, una revolución modernizadora dirigida desde arriba, y de una expedición oficial japonesa que había llevado a los viajeros por todo el mundo, y de la que habían vuelto al cabo de dos años con un amplio conocimiento de la tecnología y las prácticas administrativas occidentales.98
CONCLUSIÓN
Townsend Harris, que se dirigía a Siam y Japón, viajó de Nueva York a Penang (en la actual Malasia). La travesía duró tres meses. En cada parada (y hubo muchas) Harris aguardaba expectante el correo. En Calcuta, donde se quedó unos días, se alegró mucho cuando llegó desde China un vapor cargado de periódicos y cartas. Otro viajero, J. W. Spalding, que iba a bordo del barco del comodoro Perry, se puso exultante cuando atracaron en Singapur al cabo de ocho días y vieron que les aguardaba una saca de correos: “Eran las primeras noticias que nos llegaban directamente de Estados Unidos desde nuestra partida […]. El gozo que da recibir una carta en un momento así no lo entenderán de veras más que quienes lo hayan vivido”.99
En Ceilán, Harris visitó a un “sumo sacerdote” que “me enseñó una serie de cartas del primer rey de Siam escritas en inglés por el propio monarca”.100 A Harris le asombró el excelente inglés del rey, Mirza Salih había sentido lo mismo al encontrarse con gente que hablaba urdu, persa e hindú en Gran Bretaña, y al descubrir en la Bodleian Library varias estanterías llenas de libros en esas lenguas. Cuando Harris llegó a Menan, en Siam, el séquito real hizo tocar el himno estadounidense, La bandera estrellada a modo de recibimiento.101
A mediados del siglo XIX, el mundo era un hervidero de comunicaciones, aceleradas desde 1815 por los barcos de vapor y los ferrocarriles, y en la década de 1860 por los cables telegráficos tendidos en tierra y en el fondo de los océanos. Las migraciones, el comercio, los viajes y la imprenta facilitaron las relaciones entre individuos y pueblos y de este modo hicieron posible lo que cabría llamar una esfera pública mundial.102 Las madrasas de Isfahán, los cafés de Boston, las tabernas portuarias de Río de Janeiro y Londres, los salones de té de Hôi An, todos estos lugares tenían sus peculiaridades, pero también una virtud común: la de favorecer la difusión de las ideas. En 1815, y sin duda en 1850, ninguno de ellos estaba aislado; cada uno había establecido cierta comunicación con el resto del mundo.
Por estas vías de comunicación empezaron a propagarse las ideas de Estado nación y derechos humanos. Todavía estaban en sus albores, ni siquiera habían cristalizado en su lugar de origen, en el litoral atlántico. El mundo seguía dominado por imperios y jerarquías de riqueza y poder que convertían a la mayoría de las personas en súbditos, y no en ciudadanos. La sumisión era la actitud más común. La esclavitud era el ejemplo más escandaloso de las injusticias que prevalecían.
En este mundo, sin embargo, había ciertas fisuras evidentes. El llamamiento a la abolición