Un mundo dividido. Eric D. Weitz

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no inevitable) que se vieran atraídos por las ideas de nación y libertad. Los motines de esclavos, las sublevaciones indias, las rebeliones campesinas, las huelgas de obreros y la fundación de sindicatos y partidos socialistas y comunistas se produjeron como respuesta a esas condiciones de vida y contribuirían decisivamente a la aparición de los derechos humanos.

      Gran parte de las migraciones eran a las ciudades. Estos lugares densamente poblados y culturalmente desarrollados eran, entre otras muchas cosas, centros de riqueza y educación, viveros de ideas y movimientos políticos y nudos de comunicación creados por los desplazamientos de población y avances técnicos como el telégrafo, el ferrocarril y el barco de vapor. En todo el mundo se amplió la esfera pública. Si el modelo político basado en el Estado nación y los derechos humanos triunfó en todo el planeta fue gracias a esta expansión y aceleración de las comunicaciones.

      ¿Qué impresiones causaba a las personas el encuentro con otras etnias y culturas diferentes en un mundo en el que las poblaciones se iban haciendo más diversas y se iban estrechando los vínculos entre las regiones como consecuencia de los movimientos migratorios y la introducción del barco de vapor y del ferrocaril, que facilitaban los viajes? Aparte de los grandes desplazamientos de población estaban los individuos –científicos, hombres de negocios, misioneros, diplomáticos y aventureros– que viajaban por todo el planeta y llevaban diarios y escribían artículos de prensa, memorias y libros, algunos de enorme difusión, dando así a conocer los lugares remotos que visitaban al público culto de sus países de origen y favoreciendo la difusión mundial de las ideas de Estado nación y derechos humanos, así como de nacionalismo y racismo.

      Todos los viajeros, ya fueran occidentales u orientales, del norte o del sur, eran muy sensibles a la diversidad humana, es decir, a las diferencias entre las gentes de sus países de origen y las de sus regiones de destino, y también las que se daban en estas tierras. Este fenómeno no era nuevo ni mucho menos, en las obras de Tucídides y Heródoto abundan las descripciones, a veces dudosas, de pueblos diversos, y lo mismo puede decirse de los chinos y árabes cultos que dieron cuenta de sus viajes en la época medieval.

      En los encuentros que se produjeron en los siglos XVIII y XIX había, sin embargo, dos elementos novedosos. Los europeos y norteamericanos que viajaban a menudo a lugares remotos solían buscar datos que les permitiesen dividir la especie humana con criterios raciales. La clasificación del mundo natural había sido una tarea característica de la revolución científica y la Ilustración. Muchos de los viajeros de la primera mitad del siglo XIX eran naturalistas, como Von Humboldt y Darwin,61 que se dedicaban a observar detenidamente las formaciones minerales, la vegetación, los peces y otras especies animales y, en la mayoría de los casos, además, no podían evitar examinar la sociedad y la política, relacionando sus análisis de los mundos natural y humano.62 Valga como ejemplo el gran científico sueco del siglo XVIII Carlos Linneo, que destacó como taxónomo. A partir de mediados del siglo XIX se fue haciendo cada vez más común la interpretación racial de la diversidad humana. Multitud de autores se apoyaron en las ideas darwinistas para defender el racismo “científico”, aunque los fundamentos supuestamente científicos de esta teoría en realidad eran puros prejuicios en su mayor parte. En Occidente existía una especie de “internacional racial”, una concepción de la diversidad humana que trascendía las fronteras nacionales. Según esta idea, el Estado nación representaba (o debía representar) una nación definida con criterios raciales; este método de clasificación de poblaciones era el más excluyente que cabía imaginar, además de potencialmente mortífero. Más adelante veremos cómo se manifestó en Estados Unidos, Brasil, Namibia, Ruanda y Burundi.

      Es imposible generalizar las ideas que se tenían en Occidente de los árabes, los africanos, los naturales de Oriente Medio y otros pueblos indígenas. A pesar de oponerse a la esclavitud y otras formas de opresión, los viajeros occidentales a menudo se permitían comentarios muy peyorativos sobre los pueblos y las comunidades que iban conociendo: los armenios eran “sucios”, lo mismo que los judíos; los griegos, “charlatanes”; los “franciscanos, dominicos y otros monjes… con sus caras sucias y santurronas”;63 los cristianos orientales eran “fanáticos”;64 los egipcios coptos tenían la cabeza “grande pero hueca”, una “expresión mezquina […] y [un talante] sombrío y melancólico […] ningún gusto por el arte ni la menor curiosidad […] [son] gandules y descuidados, estrafalarios e ignorantes, insensibles y supersticiosos”;65 a los eurasiáticos les encantan “las expresiones forzadas […] se asemejan a nuestros negros”;66 los chinos son “el pueblo más depravado del mundo”, capaces de caer en la “corrupción más escandalosa y atroz […]. El contacto con ellos es envilecedor”.67

      Los encuentros con lo foráneo solían llevar al visitante a encerrarse en su identidad y rechazar la del otro. Sin embargo, los relatos de los viajeros occidentales también nos deparan sorpresas. A menudo tachaban de bárbaros a los africanos, pero de vez en cuando hacían observaciones favorables, aunque es más fácil encontrarlas en las crónicas escritas hacia 1800 que en las publicadas un siglo después. A finales del siglo XVIII, examinando el conocimiento que los europeos tenían de África, los autores británicos Leyden y Murray reconocieron que los africanos habían construido reinos cuyo acervo artístico y grado de civilización eran comparables a los de Europa.68

      Además de a las poblaciones, los viajeros observaban de cerca los sistemas económicos y la tecnología de las regiones y los países que visitaban. Para no pocos occidentales, los métodos de trabajo y la economía reflejaban la idiosincrasia de la población y señalaban la diferencia entre civilización y barbarie. Si a los persas y japoneses siempre les impresionaba la tecnología que veían en Occidente, los occidentales que viajaban a Oriente tenían la reacción opuesta: dedicaban mucho espacio en sus escritos a describir el primitivismo de los métodos de trabajo y el descuido predominante. El director de una fábrica de papel caracterizada por lo rudimentario de sus métodos y la tosquedad de los materiales estaba sentado delante del edificio, “a la sombra de un árbol, fumando en pipa con aire ufano, era sin duda indigno de aquel prohombre atender a los detalles del negocio”. James De Kay llega a la conclusión de que el director de la fábrica es de los que “comen del pan de la pereza y consumen gran parte de los beneficios de la empresa”.69 A los occidentales, sin embargo, a veces les impresionaba lo bien cultivados que estaban algunos campos en Oriente Medio o la excelente calidad de ciertas herramientas japonesas.70

      A mediados del siglo XIX, dos viajeros estadounidenses expresaron puntos de vista contrarios sobre la diversidad humana. En 1865, Louis Agassiz, un suizo que ya había alcanzado fama como científico, dirigió una expedición a Brasil. Le acompañaba el joven William James, que tenía apenas veintitrés años y llegaría a ser un filósofo y psicólogo célebre. Agassiz se había propuesto recoger e identificar diversos especímenes de peces entonces desconocidos en Norteamérica y Europa. Como representante oficioso de Estados Unidos, pretendía también promover la libre navegación del río Amazonas; sus esfuerzos dieron fruto cuando el emperador Pedro II promulgó un decreto permitiéndola.71

      Agassiz fue uno de los precursores del racismo científico. La gran heterogeneidad de la población y la larga historia que tenía de mestizaje convertían Brasil en el lugar idóneo para su investigación antropológica. Se trataba de buscar datos que confirmaran sus teorías antidarwinistas y su concepción racista de la sociedad humana. Agassiz dividía nuestra especie según un esquema jerárquico en el que los europeos blancos eran superiores por naturaleza a los pueblos de piel más oscura: de ahí que propugnara sin reservas la segregación racial en Estados Unidos y le horrorizara el cruce de razas. Según él, el mestizaje hacía que se impusieran las características inferiores y llevaba a la degeneración del grupo dominante, una idea defendida a principios del siglo XX por el antropólogo alemán Eugen Fischer, que llevaría a cabo una investigación antropológica similar a la de Agassiz en los territorios alemanes del sudoeste de África. Además de escribir sobre el tema, Agassiz fundó el Museo de Antropología de Manaos, en Brasil, dedicado a reunir documentos fotográficos

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