Un mundo dividido. Eric D. Weitz

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Un mundo dividido - Eric D. Weitz

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la causa griega, dirigido en este caso a los “ciudadanos de Estados Unidos”, el bandido Petros Mavromichalis, jefe del Senado de Mesenia, afirmaba que Grecia estaba siguiendo los pasos de los estadounidenses, primer pueblo en levantar la bandera de la libertad. “Al invocar su nombre [Libertad] estamos invocando el de ustedes [estadounidenses] al mismo tiempo. […] Al ayudarnos a liberar Grecia de los bárbaros coronarán la gloria de Estados Unidos como tierra de libertad”.19

      La primera insurrección, que se produjo en Estambul, fracasó. Los rebeldes habían confiado en recibir ayuda rusa, pero el zar Alejandro I se resistía a apoyar una rebelión de consecuencias imprevisibles, por lo que permitió a las fuerzas otomanas entrar en los principados y tomar represalias mientras turbas musulmanas saqueaban iglesias, hogares y comercios cristianos en Estambul y otras ciudades anatolias. Murieron centenares o quizá miles de personas. Convencida de que el patriarca ortodoxo griego apoyaba la rebelión, la Sublime Puerta (como se conocía al Gobierno otomano, que tenía su sede en Estambul) mandó ahorcarlo y exhibir en público su cadáver.

      A los otomanos les costó más reprimir las revueltas que estallaron en el Peloponeso y las islas. Los bandidos eran políticamente indoctos, pero duchos en el combate. Habían aprendido a aprovechar el entorno físico en que se movían: las numerosas colinas y montañas, los peligrosos desfiladeros y los rocosos litorales favorecían la guerra de guerrillas en tierra y la piratería en el mar. Los ataques frontales a los que estaban acostumbrados el Ejército y la Armada otomanos no servían para neutralizar esta estrategia más que cuando se producía un masivo despliegue militar. En 1822 y 1823 los rebeldes griegos obtuvieron triunfos importantes en el campo de batalla. Los otomanos aumentaron entonces considerablemente el número de tropas y movilizaron la flota de Muhammad Ali en Egipto. Ali había convertido esta provincia en un territorio prácticamente autónomo y comerciado con los rebeldes griegos;, pero al final decidió ponerse de parte de su soberano.20 A raíz de ello, los insurrectos empezaron a sufrir notables reveses. Las fuerzas otomanas tomaron represalias brutales, entre ellas las matanzas de Quíos y Mesolongi, inmortalizadas por el gran pintor romántico Eugène Delacroix (veáse ilustración de la p. 69).

      Al cabo de cuatro años, en 1825, el conflicto estaba en un punto muerto, pero la violencia aún no había remitido. Año tras año, los rebeldes griegos y los ejércitos otomanos seguían luchando y sufriendo muchas bajas sin que ninguno de los dos lados alcanzara a cambiar el curso de la guerra. Para colmo de males se había desatado entre los griegos un conflicto civil que reflejaba las diversas lealtades locales o regionales de los bandidos combatientes.

      Dos acontecimientos, ocurridos ambos fuera de Grecia, resultaron decisivos, aunque las dos partes sufrieron siete años más de guerra y destrucción antes de llegar a un acuerdo político. El primero de esos hechos fue la aparición de los filohelenos, esto es, los partidarios románticos que ganó la causa de la independencia griega en el extranjero, especialmente en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Su incansable activismo ejerció, en particular, una influencia notable (aunque los autores la exageran a menudo) en la política británica. El segundo hecho fue la intervención de las grandes potencias. Gran Bretaña y Rusia desempeñaron el papel decisivo. Para los filohelenos y los Gobiernos europeos, la tenaz resistencia griega, combinada con las atrocidades otomanas, había creado una situación insostenible que suscitaba sentimientos humanitarios y, lo que era más importante para las grandes potencias, ponía en peligro el acuerdo alcanzado en Viena.

      Los Estados europeos buscaban ante todo estabilidad en el Mediterráneo oriental. Rusia fue una excepción hasta cierto punto, porque aprovechó la crisis desencadenada por la rebelión griega para satisfacer su afán expansionista conquistando territorios otomanos. Nadie habría previsto en 1821 el resultado final de la crisis: un Estado griego con una constitución (proclamada finalmente en 1864) y un conjunto de derechos que emancipaban a los hombres griegos y excluían a musulmanes y judíos, y presidido (aunque cueste creerlo) por un príncipe bávaro. Al principio, las grandes potencias no deseaban una Grecia cuasi independiente. El Estado nación y los derechos de sus ciudadanos fueron fruto de las acciones de los héroes griegos que combatieron contra los ejércitos de un gran imperio, pero también de las que llevaron a cabo las grandes potencias en defensa de sus intereses individuales y colectivos.

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      Esta obra maestra de Delacroix (1798-1863) representa la masacre griega que llevaron a cabo las fuerzas otomanas en 1822 en la isla de Quíos

      Hablemos primero de los filohelenos.

      “La gloria de los antiguos griegos”, con esta frase comienza la History of the Greek Revolution [Historia de la revolución griega] de Thomas Gordon, publicada casi en plena guerra, en 1832.21 Oficial británico, Gordon demostró su devoción por la causa nacional sirviendo como general en el Ejército griego. Unos treinta años después de la rebelión, otro filoheleno e historiador, George Finlay, al que ya hemos citado antes, ponderó “la importancia de la raza griega para el progreso de la civilización europea”. Los griegos fueron sometidos al “yugo de una nación extranjera y una religión hostil” y padecieron “servidumbre”, pero “jamás olvidaron que la tierra que habitaban era la de sus antepasados […]. La Revolución griega […] liberó a una nación cristiana de la dominación mahometana, fundó un nuevo Estado en Europa y extendió las ventajas de la libertad civil a regiones sometidas durante siglos al despotismo”.22

      He aquí el manifiesto filoheleno, proclamado por Gordon el año en que se fundó la Grecia independiente, y que seguía vivo en Finlay treinta años después y a pesar de las desventuras de un Estado gobernado por un rey bávaro tan simpático como incompetente. Grecia era la cuna de la civilización, y los griegos, heroicos luchadores por la libertad. Grecia era el faro que había guiado el mundo en el pasado remoto y ahora volvía a hacerlo.

      Según los dos historiadores citados, los poetas lord Byron y Percy Bysshe Shelley, el filósofo Jeremy Bentham y otros muchos filohelenos, la causa de la independencia nacional y los derechos del hombre trascendía las fronteras y exigía a sus defensores actuar, ya fuera luchando y muriendo en Grecia, como Byron, o recaudando fondos para los rebeldes, publicando artículos y pronunciando discursos. Los filohelenos construyeron así un movimiento político moderno que a menudo seguía el ejemplo (y atraía a partidarios) de las campañas abolicionistas. La imagen que aún hoy se tiene de ellos es la de un grupo de hombres y mujeres dedicados en cuerpo y alma a una causa justa.23

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      Lord Byron en 1814. Byron (1788-1824) fue poeta, representante destacado del Romanticismo, conspirador político y uno de los filohelenos más célebres. Se había prendado de Grecia en su primera visita al país, en 1810. En este grabado de William Finden aparece vestido al modo griego

      Byron, poeta de temperamento volátil y hombre de mundo, se convirtió en emblema del filohelenismo (véase ilustración de la p. 71). Había viajado a Grecia antes de la guerra de Independencia y, en su gran poema épico “Las peregrinaciones de Childe Harold” expresó elocuentemente su fascinación por la Grecia clásica. Estaba tan entregado a la causa nacional, y su vida personal tan ligada a Grecia, que difícilmente podía desentenderse de una rebelión que parecía anunciar el renacimiento de la nación. En agosto de 1823, poco antes de su llegada a Grecia, escribió lo siguiente en su diario:

      Los muertos han despertado… ¿Dormiré?

      El mundo está en guerra con los tiranos… ¿Me amedrentaré?

      La cosecha está madura… ¿La recogeré?

      No

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