Un mundo dividido. Eric D. Weitz
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En el término nación, los diplomáticos otomanos combinaban la idea tradicional (invocada por cristianos y judíos al hablar de la “nación de Israel”) con el concepto, más moderno, de un pueblo o una sociedad unida. Los dos elementos podían servir para definir la nación, aunque esta fuera un imperio de cinco siglos de antigüedad. Para los otomanos, la guerra contra los griegos era una lucha contra los bandidos y ladrones que habían violado la soberanía imperial, y también un conflicto religioso que enfrentaba al islam con los infieles cristianos. Se trataba de defender la nación otomana o musulmana, por vago e ilógico que fuese este concepto. La “nación griega”, un pueblo entero, se había rebelado contra la beneficencia y magnanimidad del Imperio otomano, “provocando así la movilización decidida de toda la nación musulmana [la Nation Mahometane]”.57
La Sublime Puerta vino a contradecir esta descripción de la nación como un pueblo homogéneo reafirmando la tradicional tolerancia de la diversidad que existía en el imperio: recordó a Rusia y sus aliados que los cristianos tenían la libertad de practicar su religión. El Reis Effendi (que venía a ser el ministro de Asuntos Exteriores otomano) hizo notar al embajador ruso, Stróganov, que muchos griegos gozaban de notables privilegios, y algunos ejercían altos cargos en el imperio…, lo que no había impedido a otros rebelarse.58 Los insurrectos griegos mataban a mansalva, dijo a continuación el Reis Effendi, habían asesinado a numerosos musulmanes, y a miles más les habían infligido “abusos y horrores”.59 La Sublime Puerta observó con profundo pesar que el patriarca ortodoxo había apoyado la rebelión. “Una cosa es defender la religión, y otra defender a los criminales –escribió el funcionario otomano–. La prueba está en que los griegos que no han participado en la revolución gozan de gran tranquilidad y seguridad”.60 A los rebeldes, en cambio, se les castigaría con dureza.61
En 1826, los británicos habían llegado a la conclusión de que hacía falta intervenir de algún modo en el conflicto para devolver la estabilidad al Mediterráneo oriental. La rebelión griega había estallado en un momento en el que la política británica estaba dominada por ultraconservadores: el rey Jorge IV, el ministro de Asuntos Exteriores lord Castlereagh (que llegaría a ser primer ministro) y el duque de Wellington, héroe de Waterloo. A todos les horrorizaba la rebelión griega, que ponía en peligro la paz y la estabilidad de Europa, y los griegos les parecían unos indeseables. El Gobierno se negó categóricamente a hacer nada para ayudar a los insurrectos, e incluso prestó su apoyo tácito al sultán Mahmut II y a la Sublime Puerta. Esta política escandalizó a muchos británicos, sobre todo después de las matanzas de Quíos y Mesolongi, que tuvieron una enorme resonancia. Las atrocidades otomanas indignaron hasta a Castlereagh, artífice de la política de neutralidad. A Gran Bretaña y Austria, pese a la animadversión entre Metternich y el sucesor de Castlereagh, George Canning (que despreciaba la propuesta del político austriaco de una “Santa Alianza” entre Rusia, Austria y Prusia), les unía el deseo de frenar a Rusia.62
Gran Bretaña cambió de postura. La sustitución de Castlereagh (que se suicidó) por George Canning, que le sucedió en 1822, supuso la adopción de una política progriega. Canning tenía las inclinaciones filohelenas propias de muchos estadistas británicos y, como ministro de Asuntos Exteriores y posteriormente primer ministro, fijó el rumbo de la política británica.
Para Canning, como para los filohelenos, una Grecia independiente evocaba el esplendor del pasado helénico. Habían adoptado la misma visión panorámica de la historia con la que los estadistas británicos abordarían un siglo más tarde la cuestión sionista (como veremos más adelante). Los héroes cristianos griegos contra ese pueblo rapaz que eran los musulmanes turcos: una idea muy sugestiva para esos políticos que habían crecido leyendo a los clásicos, la Biblia y las historias de los mártires cristianos. Pero en su postura también influían consideraciones más prosaicas: una Grecia autónoma (aunque no independiente todavía) serviría de baluarte contra el expansionismo ruso y el otomano en un momento en el que el Mediterráneo iba desempeñando un papel cada vez más importante en los cálculos estratégicos británicos.63
Esa visión tan romántica se vio socavada por el encuentro con los griegos reales, a los que no pocos británicos verían con desprecio, describiéndolos como sombras (en el mejor de los casos) de sus heroicos antepasados, o como un pueblo corrupto, depravado y profanador del legado de la Antigüedad. Vivían literalmente encima de los vestigios de una gloriosa civilización, pero, al contrario que los británicos, no sabían apreciar su valor: de ahí que los mármoles del Partenón y otras reliquias que se llevó lord Elgin se puedan admirar hoy en el British Museum de Londres, y no en Grecia. Por lo demás, las reivindicaciones territoriales de los griegos (que más tarde se conocerían como Megáli o “Gran Idea”) se consideraban desmesuradas y contrarias a los intereses británicos. Gran Bretaña tenía que contener a su antiguo aliado.
Los estadistas británicos no deseaban la destrucción del Imperio otomano, en el que veían una garantía de estabilidad en el Mediterráneo oriental, pero al mismo tiempo temían su expansión: de ahí que, a pesar de su postura inicial, apoyaran las ganancias territoriales de Grecia en el transcurso del siglo.64 Más tarde se repetiría esta evolución en otras zonas y conflictos como Irlanda, India/Pakistán, Palestina/Israel y Kenia; los británicos empezaban rechazando las reivindicaciones nacionalistas, a menudo con suma violencia y, posteriormente, aceptaban de mala gana las principales. Hasta el todopoderoso Imperio británico podía verse humillado por movimientos nacionalistas tenaces y Estados nacionales como los que les causarían continuos problemas desde principios del siglo XIX hasta bien entrado el XX.
Tras cinco años de insurrección y represión por parte de las autoridades, Canning y sus sucesores, lord Goderich y el duque de Wellington, que asumió el cargo en enero de 1828, tuvieron que tranquilizar a los filohelenos y contener el belicismo ruso. Y es que empezó a rumorearse que Ibrahim Pasha, hijo de Muhammad Ali y responsable de algunas de las mayores atrocidades de la guerra, tenía la intención de deportar a África a toda la población griega del Peloponeso y repoblar Grecia con árabes y musulmanes africanos (véase ilustración de la p. 84).
Ni aún hoy se sabe a ciencia cierta si Ibrahim o la Sublime Puerta pretendió expulsar a todos los cristianos.65 El Imperio otomano estaba acostumbrado a hacer frente a las poblaciones levantiscas con deportaciones, pero la de los cristianos del Peloponeso era una operación de tal magnitud que el imperio no la había intentado ni concebido ni siquiera cuando estaba en el apogeo de su poder. El proyecto de expulsión masiva y reasentamiento habría sido una reacción a las aspiraciones nacionales de la rebelión, que llevaban a los otomanos a desconfiar de casi toda la población griega de la península. De ser cierto lo que se decía, las autoridades habrían planeado algo netamente moderno: una limpieza étnica avant la lettre.
Al Gobierno británico le alarmaron mucho los rumores sobre un plan de deportación, que ponían de relieve todas las cuestiones centrales de las que se había ocupado el pensamiento liberal británico en la primera mitad del siglo XIX. A partir de 1807 Gran Bretaña se había propuesto hacer cumplir en el ámbito internacional la prohibición del comercio de esclavos, y en 1838 había abolido la esclavitud en todo el imperio. Ahora se hablaba de la aterradora posibilidad de que un millón de cristianos como mínimo fueran deportados a África, donde muchos de ellos serían vendidos en mercados de esclavos. El plan también hacía temer a los británicos que se fuera a crear un nuevo Estado musulmán en el corazón mismo de la civilización clásica, venerada por Canning y casi todos los ingleses cultos. Además, ese Estado acogería a piratas como los que se refugiaban en los dominios norteafricanos, nominalmente otomanos pero independientes en la práctica, y con los que la Armada británica se había enfrentado tan a menudo.
La posibilidad de un Estado musulmán en el Peloponeso reunía tres fantasmas que horrorizaban a los británicos: el islam, la esclavitud y la piratería.