Encuentro con las élites del Mediterráneo antiguo. Julián Gallego

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Encuentro con las élites del Mediterráneo antiguo - Julián Gallego Estudios del Mediterráneo Antiguo / PEFSCEA

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de agua con paredes terraplenadas monumentales y la consolidación de manantiales naturales mediante la construcción de estructuras y cámaras de suministro (la llamada Fuente Ciclópea). Aproximadamente al mismo tiempo, la remoción parcial de la Colina del Templo en el corazón de la ciudad permitió la construcción de uno de los templos de piedra más antiguos y presumiblemente más impresionantes de la Grecia de ese momento, adornado con elementos arquitectónicos significativos y de una escala considerable (Dubbini, 2016: 52-57).

      Estos proyectos continuaron bajo los Cipsélidas (657 a 580 a.C.), aunque también se les dio un nuevo giro permitiendo la articulación creciente de una identidad local distintiva, expresada en la semántica del lugar. Por ejemplo, los lazos con Apolo y Delfos, tan manifiestamente importantes para Cipselo, fueron destacados mediante una continua ampliación del santuario en la Colina del Templo. El Manantial de Pirene recibió su primer entorno arquitectónico completo, sustituyendo la Fuente Ciclópea. Presumiblemente, la renovación se inspiró en, y a la vez inspiró, la leyenda local de Belerofonte y su domesticación de Pegaso mientras el caballo bebía de un pozo –el propio Manantial de Pirene que localizó la tradición, avalando y enriqueciendo dicha tradición con los apoyos de un lugar concreto–. El tema aparece de manera diversa en la iconografía de las producciones de cerámica local de esa época. Lo más probable es que los espacios delineados para actividades gimnásticas se establecieran bajo el propio Cipselo; por ende, en un momento en que las actividades atléticas, militares e iniciáticas afloraron con fuerza en la cerámica corintia.

      Después de la expulsión de los Cipsélidas, Corinto fue gobernada por una oligarquía moderada que gozó de una notable estabilidad (Píndaro, Olímpicas, 13.6). En el período clásico, el territorio se dividía en ocho distritos (mére) que estaban relacionadas con ocho phylaí; efectivamente, estas sirvieron como grupos de inscripción para el cuerpo ciudadano. Las phylaí se subdividían en dos hemiógdoa cada una (“semi-ochos”), que, a su vez, comprendían un número desconocido de triakádes. La principal unidad de gobierno era una boulé formada por ciudadanos de todas las phylaí, hemiógdoa y triakádes (Grote, 2016: 145-161). Sería engañoso buscar paralelos exactos con las trittýes y phylaí atenienses, pero el modelo corintio revela obviamente una interacción similar entre la política y la permeación del espacio. Al igual que en el Ática, y presumiblemente un poco antes, la tierra y el pueblo de toda la Corintia fueron integrados en una ciudad-estado coherente y territorializada. La unificación espacial no solo impuso actitudes territoriales en el interior, sino que también balizó las reivindicaciones sobre la tierra frente a las ciudades vecinas (Morgan, 1994; Pettegrew, 2016; Dubbini, 2016).

      Dada la gran cantidad de información que tenemos sobre la historia de Corinto en los siglos V y IV a.C., asombra comprobar lo poco que sabemos sobre la sociedad y la política domésticas. Hans-J. Gehrke (1986: 128-133) ha conjeturado que los terratenientes agrarios fueron la fuerza impulsora detrás de los asuntos de la ciudad; gran parte de la extensa khóra parece haber estado en sus manos. Al mismo tiempo, esos propietarios también se involucraron en otras actividades comerciales –comercio de ultramar y artesanía, ambos a gran escala–. Nótese que el discurso local estaba aparentemente libre de prejuicios contra artesanos y comerciantes. Por el contrario, parece que los corintios coincidían en –y apreciaban– que a su ciudad le iba bien bajo la politeía de ese momento, ya que esto aseguraba el bienestar económico de la ciudad (cf. Gehrke, 1986: 129; Salmon, 1984: 159-164).

      Estamos tratando, entonces, con una élite sobre todo económica en Corinto. Sin duda, los miembros de este grupo compartieron muchas prácticas universales de distinción social con las élites helénicas de otros lugares; de hecho, entre variadas características, la práctica de alianzas matrimoniales translocales entre las élites fue no solo una práctica universal común sino una herramienta real para respaldar la noción de lazos más estables más allá de los límites de la ciudad. Además, sus contactos comerciales a distancia los hicieron parte de una red vibrante y horizontal de comunicación e intercambio a lo largo del Mediterráneo –el tipo de conectividad que se ha incorporado a la agenda académica en los últimos años con tanta fuerza paradigmática y que ha cambiado profundamente nuestra comprensión del trasfondo de la cultura helénica en su contexto mediterráneo–. En nuestro intento de rastrear las características de las élites corintias, debemos reconocer que el gobierno de la élite en el Istmo se basó en la riqueza a partir de la propiedad de las tierras locales y las actividades comerciales conectadas por tierra y mar.

      Por ende, las élites corintias estuvieron conectadas por todas partes. Al mismo tiempo, su discurso local estuvo dominado por la idiosincrasia local. Como señaló Jonathan Hall, las leyendas de fundación corintia se formaron deliberadamente con elementos narrativos y exposiciones que resaltaban la conexión profunda e innata entre los corintios y su tierra. Las principales sagas enfatizan el papel del lugar en sí, y se regían por la idea de que los corintios estaban ligados al suelo. La tierra no fue solo el telón de fondo de la historia, su escenario físico, sino que proveyó el significado social. Ya apuntamos cómo el mito de Pirene proporcionó un vínculo entre el pueblo y el lugar, y cómo esta conexión se articuló mediante una casa de la fuente monumental. Además, Píndaro habla de los corintios como “hijos de Aletes” (Olímpicas, 13.14) que, desde el siglo V a.C., se consideraba el padre de la fundación mítica de la ciudad. Aletes no solo ocupó la tierra alrededor del Istmo, sino que también introdujo las ocho phylaí que ya mencionamos. Ambas acciones –ocupación de la tierra e introducción de las phylaí– resaltaban el vínculo entre el pueblo y el lugar. El análisis de Jonathan Hall del mito de fundación revela cómo recién a fines del siglo VI la saga de Aletes fue realineada con el gran ciclo dórico, el regreso de los Heráclidas. Y, como parte integral de la narrativa dórica universal, Aletes siguió siendo siempre un héroe local, una figura que proporcionó orientación y sentido a quienes vivían en su reino: la tierra corintia y las phylaí. La saga de Aletes, por lo tanto, parece haber sido un relato decididamente local –significado local no solo localmente acotado, sino, más ampliamente, conformado por el horizonte local y lleno de ese significado, inspirado en la noción de lugar como un dominio fuente que proporciona un propósito para las interacciones comunales diarias–. Podríamos preguntarnos qué relato fue más importante para los corintios en sus interacciones cotidianas y en la conducta religiosa en particular, en las que las élites participaban: ¿la supersaga dórica o la leyenda local de Aletes? (Hall, 1997: 56-65; cf. Salmon, 1984: 38-54).

      Aprovechando las circunstancias específicas de su ciudad –su ubicación, los rasgos físicos del lugar– las élites corintias establecieron un robusto conjunto de tradiciones, actitudes e idiosincrasias locales: desarrollaron una epistemología artesanal extremadamente exitosa, que fue su industria cerámica; con esto, alimentaron una ideología cívica particular que apreciaba la artesanía y el

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