E-Pack Bianca agosto 2020. Varias Autoras
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Él sonrió.
–Para darme tu respuesta, por supuesto.
Violet soltó un bufido histérico. Si alguien le hubiera dicho el día anterior que Zak intentaría imponerle matrimonio, no le habría creído. Y desde luego, si alguien le hubiera dicho que consideraría la posibilidad de casarse con él, le habría tomado por loco. Pero sopesó la idea, olvidando por un momento que la había secuestrado.
Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se llevó una mano a la frente y sacudió la cabeza.
–¿Qué ocurre? –preguntó él, agarrándola por los hombros.
–Que estoy un poco mareada –respondió, pensando que el contacto de sus manos no era precisamente de ayuda.
–Te estás cansando sin motivo.
–No, tú me estás cansando a mí. Márchate, por favor. Quiero estar sola.
En lugar de soltarla, Zak hizo lo mismo que había hecho en el avión: tomarla en brazos y llevarla a la cama, que en este caso no era pequeña, sino una enorme maravilla llena de cojines. Luego, la posó con una dulzura sorprendente y la tapó con la colcha.
–Me ofrecería a desnudarte, pero sospecho que no querrías.
–Sospechas bien –dijo con sorna.
Zak entrecerró los ojos y la miró fijamente, provocando en ella un cálido y sensual sentimiento de anticipación. De hecho, se alegró de que la colcha ocultara su cuerpo porque, de lo contrario, habría notado que los pezones se le habían endurecido.
–Descansa. Nos veremos más tarde.
Violet guardó silencio, bastante menos segura de querer que se marchara. Y, cuando Zak salió de la habitación y cerró la puerta, se sintió como si toda su energía desapareciera con él, como si el sol brillara menos cuando no estaba.
Habían pasado muchas cosas desde que se bajó del avión. Pero de todas ellas, esa fue la que le dio más miedo.
Capítulo 8
DOS SEMANAS después, Violet seguía con su política de silencio, que irritaba cada vez más al impasible Zak Montegova. No se podía decir que lo mostrara abiertamente, pero lo notaba de todas formas.
Estaba en la tensión de sus labios cuando un día se levantó tras una civilizada pero silenciosa cena y se fue.
Estaba en la rapidez de sus pasos cuando era él quién se marchaba.
Estaba en sus ojos cuando la miraba con deseo y se topaba con un muro de indiferencia que no podía ser más falso, porque lo deseaba con toda su alma.
Estaba en sus palabras cuando volvía a pedirle matrimonio y estaba en su actitud cuando ella respondía:
–No.
En general, ella se congratulaba de su habilidad para mantener la compostura. Solo la había perdido seis días después de llegar a la mansión, al despertar una mañana y oír el motor de una lancha, de la que se bajaron un distinguido doctor de Montegova y dos enfermeras con una gigantesca cantidad de equipos médicos, incluido un aparato de ultrasonidos portátil.
Violet tuvo que hacer un esfuerzo para refrenar su entusiasmo, porque ardía en deseos de oír los latidos de su bebé; pero Zak estuvo a punto de amargarle el día cuando se inclinó sobre ella y le susurró al oído:
–Si estás pensando en contarles lo que pasa, no te molestes. El doctor ha sido mi médico personal desde que nací, y confío plenamente en él. Pero, si rompiera esa confianza por algún motivo, puedes estar segura de que tengo recursos de sobra para forzarle a ser discreto.
Violet se odió a sí misma por soltar un suspiro que demostraba lo vulnerable que era. Y, sobre todo, se odió a sí misma porque tenía intención de hacer exactamente lo que Zak sospechaba y renunció a la idea por una simple amenaza.
–Eres un bastardo, ¿sabes?
–Soy muchas cosas, mia carina, pero eso no –replicó el príncipe, mirándola con dureza–. Y si entras en razón, nuestro hijo tampoco lo será.
Su voz sonó extrañamente sensual, y Violet recuperó la esperanza al sentirse deseada; una esperanza que aumentó cuando el médico le pidió que se tumbara en la cama y, tras conectar el aparato, le enseñó la granulosa imagen de su bebé. Entonces, ella se giró hacia Zak y vio que no miraba la pantalla con su habitual gesto impasible, sino con arrobamiento.
El corazón se le encogió y, cuando él la tomó inconscientemente de la mano, Violet se aferró a sus dedos.
–Todo está como debe. Felicidades, Alteza –dijo el médico momentos después–. Y felicidades también a usted, lady Barringhall.
Zak apartó la vista del monitor, frunció el ceño al ver que la había tomado de la mano y rompió el contacto. Luego, se cruzó de brazos y empezó a interrogar al médico.
Sin embargo, su súbito cambio de actitud no alteró el humor de Violet. Había visto a Zak con la guardia baja, y tenía la sensación de que estaba verdaderamente encantado con la perspectiva de ser padre. Pero, ¿eso era todo? ¿Le había ofrecido matrimonio pensando exclusivamente en el futuro de su hijo? ¿O también estaba pensando en ella?
Era una cuestión relevante, como bien sabía por las maquinaciones de mujeres como Margot, que se empeñaban en casar a sus hijas por dinero y las condenaban a situaciones insostenibles. En pocos años, los desgraciados cónyuges se tiraban los trastos a la cabeza, se lanzaban a infidelidades de todo tipo y, al final, se divorciaban u optaban por seguir casados a efectos legales, pero no prácticos.
Y Violet no quería eso.
Ahora bien, ¿estaba a tiempo de impedirlo? Y, en cualquier caso, ¿tenía derecho a anteponer sus necesidades a las del bebé? ¿Qué diría su hijo o su hija cuando creciera? ¿La apoyaría por haber tomado su propio camino? ¿O la condenaría por haber rechazado la oferta de su padre?
Tras sopesarlo unos segundos, llegó a la conclusión de que las madres siempre estaban condenadas a tomar decisiones por sus hijos. A fin de cuentas, la maternidad consistía en decidir por alguien que no podía decidir por sí mismo, y hacer lo que consideraran mejor. Pero, si eso era cierto, también lo era en el caso de los padres, empezando por Zak.
Al pensarlo, se dio cuenta de que todo lo que sabía sobre el príncipe eran informaciones ajenas, cosas que había leído o le habían contado.
Todo, menos aquel beso.
Todo, menos el inolvidable episodio de Tanzania.
Pero solo había sido sexo. Y se había acostado con él porque había querido, sin conocerlo bien. De hecho, lo conocía tan poco que ni siquiera sabía nada de su infancia.
Definitivamente, Zak no era el único culpable de lo que había pasado.
Además, tampoco se podía decir que su secuestro fuera una pesadilla, porque todos los días la cubría de regalos: vestidos de diseñadores,