III Diálogo entre las ciencias, la filosofía y la teología. Volumen II. María Lacalle
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El templo-cuerpo de Jesús nunca dejó de existir tras su muerte, solo cambió de aspecto. Ambos templos tienen como fin último dar gloria a Dios con su existencia y facilitar al hombre un acercamiento a la verdad divina.
En qué creían los que pusieron en piel el primer tabernáculo, o el templo de Salomón, y cuál fue el aspecto de cada una de sus reconstrucciones no importa tanto. Lo que de verdad importa es que ese templo permitía dar culto a Dios y hacerlo más presente en las vidas de cuantos se acercaban a él. Hoy que ni siquiera hay templo y los judíos siguen llegando a las ruinas de su base para adorar a Dios y sentirse más conectados con él. Porque la arquitectura religiosa no es más que una limitada ventana para asomarse al misterio de nuestra existencia y poder, a través de ella, individual y comunitariamente, dar gracias y alabar al Creador. Su única misión es facilitar esa conexión a cuanta más gente a lo largo de la historia.
Dios invita a todos a su casa, creyentes y gentiles, santos y pecadores, sacerdotes y mercaderes, artistas y espectadores, cultos e ignorantes, devotos y turistas. El desafío de la arquitectura y del arte es hacer expresa la invitación de El Creador. Hacer acogedora su casa con cuantas más ventanas con vistas a Él como sea posible, sabedores de que no todo el mundo se asoma del mismo modo, ni ve las mismas cosas, ni escucha la llamada al mismo tiempo. Ese es el sentido último de cada templo.
Los incendios no han sido ajenos a las catedrales a lo largo de la historia; de hecho, las bóvedas pétreas son la mejor prueba de que el hombre de la Edad Media ya buscaba soluciones técnicas para evitar catástrofes arquitectónicas si se producía un incendio. En 1666 ardió la catedral de Londres, y surgió san Pablo como la nueva catedral de la ciudad; la de Lisboa resultó prácticamente destruida con el terremoto de 1755; la de Reims y S. Martín de Ypres con los bombardeos de la Primera Guerra Mundial, así como la de Colonia con los de la Segunda; y la catedral de León ardió en 1966, planteando problemas de intervención para sofocar el incendio muy parecidos a los surgidos con Notre Dame.1 Todas hubieron de ser reconstruidas y recuperadas para salvaguardarlas como obras de arte que debían perdurar en el tiempo como testigos de una época y una espiritualidad, de una pericia técnica y artística o como símbolos de una ciudad. La concienciación general que tenemos hoy en día sobre el valor de nuestro patrimonio hace que el incendio ocurrido en Notre Dame se considere una catástrofe. Las reacciones —desde las institucionales a las populares— fueron inmediatas y pudimos verlas en directo. Tan solo dos días más tarde, la prensa se hacía eco de la decisión del presidente francés —Emmanuel Macron— de restaurar el edificio en solo cinco años y de la del gobierno francés de convocar un concurso internacional para la reconstrucción de la cubierta con su aguja.
Con la decisión de restaurar la catedral y la propuesta de convocar un concurso se han puesto de manifiesto concepciones muy distintas que hacen referencia, principalmente, a la estética que debe seguir el edificio restaurado, así como a la posibilidad de dotarla de un nuevo uso. Se reabren debates no poco habituales entre aquellos que defienden reconstrucciones históricas de edificios y los que apuestan —alegando la imposibilidad de rehacerlo exactamente igual— por nuevas propuestas estéticas, técnicas o de uso de carácter más actual.2
¿Estamos obligados a ceñirnos al contexto histórico medieval, momento en que la catedral fue concebida, y mimetizarnos con él? ¿O es nuestra obligación atender con esta construcción al signo de los tiempos? La propuesta no ha de quedarse en la superficialidad de una intervención arquitectónica y artística de vacuo y caduco impacto formal, sino que ha de buscar conectar de tal modo con el sentido que la alumbra que mantenga vivo el mensaje a través de los siglos. ¿Qué es hoy una catedral como Notre Dame? ¿Qué queremos que sea en el futuro? ¿Puede transformarse drásticamente, incluso demolerse este templo? «Cualquier edificio puede demolerse si uno garantiza que lo que lo va a reemplazar es mejor» solía defender el arquitecto Fco. Javier Sáenz de Oiza. De hecho, la Notre Dame que hoy conocemos es el resultado de la transformación de Viollet-Le-Duc del siglo XIX sobre la catedral gótica empezada en el siglo XII, construida sobre la demolición de la basílica previa de Saint-Etienne del siglo VI, que a su vez reemplazó al templo romano a Júpiter del siglo I a. C., que se construyó sobre el lugar de culto de los celtas parisios, que se instalaron en la isla de la Cité al inicio de su historia. Cada una de esas edificaciones tenía su valor artístico e histórico que merecía ser conservado. Cada uno de esos templos se levantó con los medios constructivos de su tiempo, y afortunadamente cada uno mejoró al anterior, del que hoy solo tenemos la última versión. La evolución no ha de escandalizar si garantizamos que se mejora lo recibido. La aguja, cuya pérdida hoy tanto lamentamos, fue motivo de escándalo en su época por sus materiales y sistema constructivo novedoso.
Notre Dame de L’Epine.
Notre Dame de París, proyecto.
Notre Dame de París, construcción.
El aspecto tan singular de la catedral que hoy plantearán muchos mantener a toda costa es solo el fruto de un proyecto inacabado que tenía previstas dos enormes agujas góticas en su fachada principal que nunca llegaron a construirse y que nos podemos imaginar contemplando Notre Dame de L’Épine (1405-1527). De acuerdo con la estética de la Edad Media, todo el mundo entendería que esa catedral estaba «a medio construir». Pensar que ese sería su aspecto final habría sido inaceptable en la época. También la Torre Eiffel fue un escándalo por disonante en su día, y hoy nadie se imagina París sin ella. Ambas prueban que el afecto a la arquitectura no es siempre fruto de un buen cumplimiento de su función ni tampoco de un amor a primera vista, y necesita del paso del tiempo para decantarse. El ser humano es un animal de costumbres que gusta de valores inmutables, aunque tarde tiempo en asimilarlos. La polémica está garantizada, se haga lo que se haga. El gran desafío es encontrar aquel proyecto, con criterio, que sepa entender el legado recibido y proyectarlo desde su presente hacia su futuro. No en vano el término proyectar viene del latín proiectāre, compuesto de prō (‘hacia adelante’) y el verbo iaciō, iacere (‘lanzar’). Proyectar, por tanto, es lanzar una idea hacia el futuro.
Solo conociendo con rigor pasado y presente podremos enfrentarnos a aspectos más actuales y pragmáticos como son los criterios de conservación o innovación bajo los que ha de restaurarse la catedral, si tienen sentido las propuestas de nuevo uso o, incluso, el tipo de intervención que ha de llevarse a cabo: restauración, reconstrucción o instalación.3
Conocer la evolución del «tipo catedral» a lo largo del tiempo podría ser un apoyo interesante para la toma de postura, pero entender al hombre de nuestro tiempo y su relación con ella es igualmente necesario. Previamente al incendio, el edificio funcionaba mayoritariamente (la mayoría de sus visitas iban a ello) como monumento artístico de gran valor visitado por miles de turistas. Pero también funcionaba tal y como había sido concebido: como catedral, si bien es cierto que su función catequética quedaba muy desdibujada. Construida por orden del obispo de París, Maurice Sully, a mediados del siglo XII (1163-1260, aunque no se acabó hasta 1345, fue renovada varias veces, la última durante 23 años a partir de 1844 por Viollet-le-Duc) en un terreno vinculado desde antiguo a