III Diálogo entre las ciencias, la filosofía y la teología. Volumen II. María Lacalle

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III Diálogo entre las ciencias, la filosofía y la teología. Volumen II - María Lacalle Razón Abierta

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como lugar de culto. Se le infringieron multitud de daños físicos: la denominada Galería de Reyes fue destrozada por la furia iconoclasta revolucionaria al igual que el tesoro de la catedral, las campanas de bronce fueron fundidas, las vidrieras rotas, las paredes manchadas y los suelos levantados.

      El 15 de abril de 2019, ante los atónitos ojos del mundo entero, las llamas hacían temer nuevamente por la integridad de la catedral de París. Parece urgente e irrenunciable el reconstruir la catedral. Pero ¿se quiere recuperar Notre Dame por su condición de templo cristiano —espacio catequético, lugar de oración y escenario de solemnes eucaristías y celebraciones— o como segundo foco de atracción turística de la ciudad después de la Torre Eiffel y, por tanto, fuente de ingresos para París? Esta pregunta invita a revisar el sentido primigenio de la construcción de una catedral a lo largo de la historia. ¿Cuál es la función real más relevante de las grandes catedrales? Nos sorprenderemos al comprobar que el interés religioso no fue necesariamente el motor único y a veces ni siquiera el principal en la mayoría de los casos.

      Durante siglos, hemos asistido a la competición entre edificios —maldecida bíblicamente a través de la torre de Babel— por ser «el más alto del mundo» y poner, gracias a ello, a su ciudad, a su promotor y a su arquitecto en el foco internacional, una forma de hacerse notar en el panorama mundial para atraer atención con quién sabe qué intenciones. La arquitectura usada para demostrar poderío ha desplazado de su centro al ser humano que la habitaría como objetivo principal de interés. No se trata de una arquitectura centrada en la persona, sino de una arquitectura al servicio del poder (ya sea este económico, gubernamental, religioso, egocéntrico, especulativo o espurio). Esa competición por la altura, símbolo de dominación, empezó en Europa con las catedrales medievales. Con la invención del ascensor, pasó a América y a los edificios de oficinas, y ahora esta competición, de dudosa legitimidad e interés, se ha trasladado a Oriente Medio, que necesita demostrar su pujanza económica, sabedores de que tiene la fecha de caducidad que marque el uso del petróleo, y al gran gigante asiático que ahora domina la economía mundial y desea hacerse notar.

      Esa competición desnaturalizada en la que afloraba lo más vanidoso de la condición humana llevó a que se acuñase el concepto de vanity height, toda aquella altura adicional construida en un edificio que no es habitable ni tiene otro uso que el de presumir y mejorar su posición en el ranking mundial de alturas. En los grandes rascacielos de hoy en día esta altura llega incluso a ser 1/3 del total.

      Los templos fueron los primeros en participar de esta competición. La vida religiosa y trascendente marcaba el territorio; ahora las grandes empresas y el dinero marcan el territorio. La altura de los templos fue, durante siglos, el techo de cada ciudad, el elemento icónico que se percibía desde la distancia y que significaba la importancia e influencia de esta. La altura del templo mezclaba una demostración de audacia constructiva con una aspiración de búsqueda de una belleza que acercara a lo divino, pero a nadie se le escapa que había algo de demostración de poderío y voluntad de convertirse en foco de atracción. En muchos lugares estaba incluso prohibido por normativa superar la altura del templo (en algunos sigue siendo así).

      A partir de 1857, cuando Otis instaló en un edificio de cinco plantas el primer ascensor de vapor con freno de seguridad, se abrió la veda para competir en altura con el templo y, a partir de ese momento, esos edificios significativos de los que hablaban Joseph Campbell y Octavio Paz dejaron de ser los templos y empezaron a ser otros.

      Durante toda la historia, el gran templo, la catedral, tardaba décadas, cuando no siglos, en construirse, por lo que aglutinaba y concentraba el esfuerzo colectivo de toda su sociedad, tanto para ponerla en pie como para financiarla y, finalmente, para engalanarla y llenarla del mejor arte de la época. Aquellos que se embarcaban en la construcción del templo invertían su vida laboral en una meta que, con frecuencia, no veían acabada, pero que daba sentido a su quehacer. Gaudí, conocedor de que nunca vería terminado su templo, inició su construcción de un modo muy peculiar, empezando por una portada vertical completa (la del nacimiento) con su campanario, en lugar de ir creciendo de forma uniforme en altura en todo el templo, que es la forma habitual de construirlos. De ese modo, pretendía dejar una muestra acabada de cómo luciría el templo para que sirviera como estímulo y ejemplo para su terminación futura. Genialidad de alguien que tenía puestos los ojos en el más allá y la trascendencia de su trabajo.

      Con la destrucción parcial de Notre Dame por las llamas, y dada su relevancia internacional, cabe formularse y tratar de iluminar algunas preguntas que, habiendo sido siempre pertinentes, ahora parecen de actualidad y merecen ser abordadas.

      Hoy en día se puede construir todo en un tiempo récord. Se cuentan ya por decenas las propuestas que hay encima de la mesa para ese trabajo. Sin embargo, cualquier proyecto y solución constructiva que se dé a Notre Dame carecerá de sentido si antes no se plantean las preguntas adecuadas.

      ¿Cuál es hoy el verdadero sentido de una catedral medieval como la de París? ¿Cómo ha cambiado su sentido original a lo largo de la historia? ¿Qué valor prima en los miles de visitantes que Notre Dame recibe a diario, el religioso —como lugar espiritual de culto—, el artístico —como museo— o el de edificio icónico-turístico? ¿Es la catedral el resultado de una voluntad de ofrecer un espacio más digno para el culto a Dios, o es una forma de significarse en el territorio como polo de atracción de población, de comercio, de influencia? ¿Quién debería hacerse cargo de la reconstrucción de Notre Dame en una Francia que se reconoce como república laica? ¿Debe ser creyente el arquitecto a quien se haga responsable de su eventual restauración? (¿Lo fueron sus primeros constructores?) ¿Qué criterios primaron en Lassus y Viollet le Duc para la restauración de Notre Dame a mediados del siglo XIX y cuáles deberían primar hoy para la misma tarea un siglo y medio después?

      La reconstrucción de la catedral será un hecho, aunque no libre de polémicas. Y junto con las preguntas que apelan a nuestro presente, debemos también bucear en el pasado histórico. Tres factores nos ayudan a comprender su historia: religión, urbanismo y simbolismo.

      En primer lugar, su tradición religiosa no siempre ha estado vinculada con el cristianismo. Desde la época romana, se fueron sucediendo varios edificios consecutivos de carácter religioso en ese lugar que culminaron con el establecimiento de la sede del obispo de París sustituyendo las construcciones anteriores por la de Notre Dame a mediados del siglo XII. En segundo lugar, el contexto urbanístico como elemento determinante en la aparición de cualquier sede episcopal en la Edad Media, tanto como causa como consecuencia de este, según los casos. Ninguna catedral puede comprenderse sin la existencia de una ciudad en la que se encuentra inserta. Y, junto con dicho núcleo urbano, la necesidad de una bonanza económica que origine y permita su construcción. Por último, se abordará el factor simbólico, este aspecto más intrínsecamente vinculado a las soluciones estéticas dadas a los edificios catedralicios. Este factor veremos que viene de la mano de la subordinación de las catedrales a los grandes poderes del momento: el político y el religioso, ambos entrelazados, en muchas ocasiones. El esplendor de una catedral era la forma de expresión del poder fuerte de la monarquía, pero, sobre todo, del teocentrismo que rigió la Edad Media. La luz como principio teológico, la Escolástica y las nuevas concepciones del amor y las virtudes femeninas están presentes de una u otra forma en Notre Dame y en cualquier otra catedral del momento.

      ¿Nos encontramos en una situación parecida en el siglo XXI? ¿Nuestra técnica, medios e ingenio han de someterse, como ocurrió con anterioridad, a un rigor histórico, o debemos plantearnos poner los mejores medios materiales y talento artístico al servicio de la trascendencia, como hicieron en cuando pusieron en pie la catedral que hoy queremos reconstruir? Una oportunidad única para reconsiderar de un modo global la relación entre arquitectura y sociedad. Entre medios y fines, entre objetivos y resultados, entre mensajes lanzados y recibidos, y analizar qué elemento nuclear daría completa respuesta a todas estas cuestiones.

      «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado

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