III Diálogo entre las ciencias, la filosofía y la teología. Volumen II. María Lacalle
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Alrededor del año 1270, en la zona de París, la Escolástica tenía el monopolio educativo frente al ejercido en épocas anteriores desde los monasterios. Instituciones urbanas, cosmopolitas, escuelas catedralicias o universidades marcaban las nuevas pautas del sistema de aprendizaje. El discurso y exposición escolásticos están basados en la ordenación y exposición, la denominada clarificación. Este orden y modus operandi están también presentes en la forma de proceder y operar de las artes. El gótico y la especialización del arquitecto evolucionaron de la mano de la escolástica: si la manifestatio es el principio de esta, el «principio de transparencia» —según Panofsky (1986)— lo es de la arquitectura. De esta forma, los aspectos más puramente estéticos que definen el estilo gótico quedan explicados: en la arquitectura del periodo gótico clásico queda separado el volumen interior del espacio exterior, exigiendo que este se proyecte a través de la estructura que lo envuelve; así, por ejemplo, el corte transversal de la nave puede leerse en la fachada. La arquitectura del templo es la más honesta de todas. Es en aquella donde el volumen que se muestra al exterior de la ciudad tiene un reflejo casi idéntico en el espacio interior visible del templo, algo que ocurre en muy pocas construcciones. Es decir, al igual que en la Summa Teológica de santo Tomás, en la arquitectura gótica puede hablarse de un «plan o sistema» que explica su programa estético, estructural y constructivo. Un hombre impregnado de escolástica no podía adoptar más que un punto de vista, el de la manifestatio: y esto es así tanto si se trata del modo de presentación literaria como del modo de presentación arquitectónica. También admitía como evidente que el fin primordial de los numerosos elementos que componen una catedral es el de asegurar su estabilidad, y que el fin primero de los numerosos elementos que constituyen la Summa es asegurar su validez.11
Por último, atendamos a otro de los factores religiosos que también estaba presente en la construcción de muchas catedrales: el deseo de resaltar el valor de la mujer a través de la Virgen; de hecho, la gran mayoría de las catedrales están dedicadas a Ella. A partir del siglo XII se fue extendiendo por la actual Francia «el amor cortés», un género literario —que también tuvo una auténtica proyección social— que se basaba en el amor entre un caballero y una dama y que, generalmente, tenía carácter utópico, aunque también podía llegar a ser adúltero. La mujer se convertía en un ideal inalcanzable donde se recogían todas las virtudes. Frente al desarrollo de este fenómeno social, la Iglesia dirigió el ideal femenino al mejor de los referentes con los que contaba, la virgen María, en la que se daban cita todas las virtudes. Además de la construcción de buena parte de las catedrales bajo su advocación, el fervor mariano y el protagonismo que se le concedió, la iconografía de la Virgen sufrió también un proceso de transformación.12
Podemos, por tanto, concluir, que las catedrales y, consecuentemente Notre Dame, son producto de aspectos económicos, sociales, políticos y religiosos que quedaron recogidos estética y técnicamente en un estilo singular que fue el gótico. Es más, podríamos añadir que dicho estilo es la plasmación de una serie de factores que el hombre de los inicios de la Baja Edad Media proyectó en una estética profundamente simbólica y llena de significado que fue posible llevar a cabo gracias a los avances técnicos que gradualmente fueron incorporándose:
Lo que llamamos arte tiene como única función hacer visible la estructura armónica del mundo, disponer en el sitio que corresponde un cierto número de signos. El arte fija, el arte traspone en formas simples, para que aquellos que están en el primer grado de iniciación puedan percibir los frutos de la vida contemplativa. El arte es un discurso sobre Dios como la liturgia y la música. Al igual que ellas, el arte se esfuerza por eliminar lo inútil, despejar el terreno, abstraer los valores profundos disimulados tras el tupido cuerpo de la naturaleza y de la Sagrada Escritura (Duby, 1993, p. 85).
Si avanzamos un poco más en el tiempo, nos encontraremos con que Notre Dame ha sufrido importantes transformaciones, cambios de uso e intervenciones en muchos casos también cuestionadas como las que actualmente nos proponen.13 Posiblemente la más importante y también la más conocida sea la llevada cabo por Lassus y Viollet-le-Duc, que supuso un gran revulsivo que no quedó exento de crítica por la aplicación de nuevas soluciones constructivas y de restauración del siglo XIX a un edificio histórico. El estilo y el edificio se respetaban, es decir, nunca se dudó en cambiar el gótico ni en reinterpretarlo, tampoco en convertir a Notre Dame en algo que no fuera una catedral. Estos dos aspectos son fácilmente explicables si nos situamos en el contexto histórico-social de la Francia del siglo XIX, donde el anticlericalismo revolucionario y el laicismo napoleónico habían sido superados con el retorno a los valores políticos y religiosos más conservadores del Antiguo Régimen en la época de la Restauración de Luis XVIII y que, aunque ya superados en la época de Le-Duc, no habían sido olvidados. De hecho, Chateaubriand, en El genio del cristianismo, había puesto en valor no solo la religión cristiana, sino sus manifestaciones artísticas y litúrgicas llenas de belleza y entre las que el autor destacaba las catedrales románicas y góticas. Por su parte, Víctor Hugo, en su novela Nôtre-Dame de París, dedicaba un capítulo íntegro a describir la catedral, su estilo, lo que representaba el valor que todo esto tenía.
Si a esto añadimos la aparición de la conciencia histórica y la puesta en valor de los edificios y del patrimonio histórico —en Francia concretamente gracias a la Comisión de Monumentos Históricos de la que Lassus y Le-Duc formaron parte—-se entiende que Notre Dame no fuera cuestionada ni en su valor artístico ni en su estilo ni en el uso para el que estaba destinada.
¿Qué criterios primaron en Lassus y Viollet-le-Duc para la restauración de Notre Dame? La respuesta está clara: el criterio estético de fidelidad a un estilo y el pragmatismo y racionalismo técnico. Posiblemente, si nos hubiéramos encontrado en Inglaterra y ante Pugin o Ruskin, el peso teológico y antropológico hubiera impregnado toda la actuación de los arquitectos y el resultado hubiera sido una restauración basada en la fidelidad al modelo original en tanto en cuanto la catedral —construida en los siglo XII-XIV— respondía a una concepción estética donde lo social, político y espiritual iban de la mano en un estilo artístico profundamente simbólico evidenciado bajo unas soluciones estéticas y técnicas. Era el estilo que correspondía a un Dios que pasaba a ocupar una imagen más mesurada en una sociedad emergente. Para Pugin y Ruskin, las catedrales recogían en sí una serie de valores intrínsecos a los que la sociedad victoriana debía volver la vista para regenerarse. Solo una sociedad basada en valores cristianos sería capaz de generar un arte de la categoría del gótico.
El gótico francés bajo el que se realizó Notre Dame era el que correspondía a los grandes reyes y obispos de Francia, a los burgueses que empezaban a enriquecerse con el desarrollo urbano y comercial y que debían hacerse perdonar el pecado de avaricia —prevaleció el pragmatismo de una arquitectura que acababa de abrirse a una nueva realidad—. Era la arquitectura que incorporaba los nuevos materiales —producto de la Revolución industrial— de una forma generalizada: el hierro y el plomo, junto con las soluciones técnicas que ofrecían; y una «nueva» estética cuyo valor se encontraba en la respuesta que era capaz de ofrecer a la idiosincrasia de un país como era la Francia de la segunda mitad del siglo XIX. Asimismo, el valor de lo puramente «histórico» —casi recién «descubierto» en este momento gracias a la relativamente nueva disciplina de la arqueología— pesó también en los criterios de restauración de Viollet, pero desde el ámbito de lo puramente científico.
La incorporación de la aguja de plomo a Notre Dame como símbolo de las