III Diálogo entre las ciencias, la filosofía y la teología. Volumen II. María Lacalle
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Nos enfrentamos hoy a una situación similar: la necesidad de restaurar un edificio dañado y la necesidad de marcar unos criterios a seguir. ¿Nos seguimos encontrando ante una catedral en el sentido más amplio de la palabra? Obviamente, Notre Dame sigue siendo la catedral o sede episcopal de París, por tanto, mantiene su condición de edificio institucional religioso, además, lógicamente, de seguir acogiendo el culto católico. Así está registrado y así se presenta ante la sociedad en uno de los medios de mayor visibilidad de nuestros días: internet. Su página web muestra como primera sección la de la «espiritualidad». Y allí destaca el valor religioso frente artístico a través de un claro texto explicativo que a ello hace referencia:
Su fama no está sobrevalorada: es una de las obras maestras de la arquitectura gótica. Más que un monumento histórico, esta catedral es sobre todo «la Casa de Dios y la Casa del Hombre», porque este edificio, que nace para la fe y la oración de los fieles, está cargado de experiencia humana y cristiana. Este lugar es testigo de la vida del pueblo de Dios, el resplandor de su caridad, su ferviente esperanza. Desde sus orígenes, son las piedras vivas, formadas por creyentes, las que le dan su verdadera existencia.14
La gente que visita estos templos, en su inmensa mayoría, ya no es ya capaz de reconocer los mensajes catequéticos presentes en este edificio y el arte que lo decora (y probablemente ya nunca más lo será porque era un lenguaje medieval para gente de ese tiempo). Por ese motivo, lo que admita restauración parece razonable reponerlo por su valor artístico e histórico, pero ¿y lo que no pueda ser restaurado? ¿Tiene sentido replicarlo, aunque el original haya desaparecido? ¿Mantiene su valor? ¿Volveríamos a pintar Las Meninas si se hubieran quemado por completo en un incendio para exhibirlas en el Museo del Prado como réplica?
¿Ha de rehabilitarse, por tanto, con métodos y materiales de nuestro tiempo? ¡Por supuesto! ¿De qué otra forma, si no? La piedra «también» es material de nuestro tiempo, pero no se colocará con los mismos medios (como está ocurriendo en la Sagrada Familia de Barcelona), y no solo se trabajará con piedra, del mismo modo que no se iluminará el interior con velas ni se avisará a la oración con campanas, como ocurría cuando se empezó Notre Dame. Habrá de citar a los mejores artistas del momento, como se ha hecho en la construcción de cada templo a lo largo de la historia. Y deberá hacerse sin miedo. Nunca se ha llamado a un copista a imitar el pasado cuando el desafío era hacer un templo señero y referente. Otra cosa es restaurar aquello que merezca y pueda ser recuperado por su valor histórico irremplazable.
Mantener el «sentido» de las cosas no es que «sean formalmente como fueron en su pasado», sino que «sigan cumpliendo la función para la están llamadas a existir». La catedral era, en su origen, un espacio de oración comunitaria, de enseñanza de religión del obispo a los sacerdotes («cátedra») y de todos ellos al resto de fieles, apoyándose en el espacio y el arte allí contenidos. Se ha quemado una de las mejores aulas catequéticas de la Edad Media. ¿Es lógico buscar un ejército de copistas y replicar lo que hubo? ¿O hacer un llamado a los mejores artistas del mundo para que colaboren a devolverle y ampliar su valor con el mejor lenguaje y arte de nuestro tiempo? Solo hace falta alguien al timón general con conocimiento y criterio que garantice que el resultado mantenga el espíritu y sentido del templo y siga atrayendo doce millones de visitantes al año. Esa será señal de éxito. Puede que sean más «turistas» que «creyentes», pero es el mejor regalo que el arte puede hacer a los responsables de transmitir la fe en su interior para los que puedan estar abiertos a recibirla, que el templo invite a entrar. Porque, «dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a lo trascendente, se le abre un resquicio de la dimensión metafísica de la realidad»15 y la belleza está llamada a ser ese resquicio.
El peligro es que se espere de la arquitectura (que no es más que un medio, un escenario o un asombroso marco a través del cual mirar) que sea capaz de realizar la tarea completa de alimentar el espíritu, porque eso no es posible. El verdadero sentido no es que «sea una atracción turística» sino que «quien la contempla quede expuesto, a través de la belleza, a la verdad divina». A las inmediaciones de la Sagrada familia de Barcelona llegaron en 2018 veinte millones de personas; en su interior, computado por taquilla, entraron cuatro millones y medio (solo el 20 %).16 ¿Cuántos tendrían algún tipo de epifanía o encontrarían algo de tiempo y silencio en su interior para orar? Al santuario de Fátima en Portugal llegan nueve millones y medio de peregrinos al año17 computados en sagradas formas comulgadas (que dice algo más de su experiencia de fe que el número de entradas vendidas). A Lourdes llegan dos millones y medio,18 a Medjugore acudieron más de un millón setecientos mil,19 a Santiago de Compostela en 2018 llegaron «peregrinando» y haciendo un importante sacrificio físico y temporal más de trescientos veintisiete mil.20 ¿Cabría preguntarse en qué medida el acierto arquitectónico y artístico de estos lugares es relevante para el impacto de fe en sus visitantes? En la otra cara de la moneda está la catedral de Norwich (UK), consagrada a la Santísima e Indivisible Trinidad, que ha montado en su nave principal un tobogán de 15 metros de altura,21 o la de Rochester (UK), que ha instalado un minigolf, ocupando también toda su nave, en ambos casos para «atraer más visitantes».22 La arquitectura de los dos templos británicos es interesante, pero ni su entorno urbano ni la vida de fe que ofrecen merecen la atención de la gente.
¿Qué queremos atraer y con qué medios queremos hacerlo? ¿Tiene que ser creyente el arquitecto que realice la restauración? ¿Lo era Viollet-Le-Duc en 1845? ¿Lo eran Jean de Chelles y Pierre de Montreuil en 1250? ¿Lo era el primer arquitecto comisionado por Maurice de Sully en 1164? ¿Lo era Childeberto I en el 528, cuando se hizo la primera basílica de Saint-Etienne? Eso hoy no podemos saberlo y es irrelevante, porque lo importante no es lo que el artista sentía, ni siquiera lo que quiso decir con su obra, sino lo que la obra dice a quien la percibe, y que sea capaz de generar asombro mejor que indiferencia y mejor trascendente y permanente que banal y caduco. El buen arte, la buena arquitectura, no es la que produce sorpresa, sino la que genera asombro. La sorpresa es caduca. Es el resultado de una forma novedosa carente de fundamento relevante. El asombro es permanente y lo despiertan aquellas creaciones que nos transportan a un lugar distinto donde solo se llega a través de ellas. Necesita profundidad, conocimiento, pericia, sensibilidad y talento. Y está históricamente demostrado que no es necesario creer en Él para convertirse en su instrumento.
BIBLIOGRAFÍA
Casqueiro, F., Colmenares, S., Maruri, N., Miranda, A., y Pina, R. (2011). Arquitectura y transformación. 20th Century Heritage. http://oa.upm.es/12937/1/INVE_MEM_2011_108280.pdf
Duby, G. (1993). La época de las catedrales. Arte y sociedad, 980-1420. Madrid: Cátedra.
Fusi, J. P. y Calvo Serraller, F. (2014). Historia del mundo y del Arte en Occidente. Barcelona: Galaxia Gutenberg.