Mal que sí dura cien años. Rodrigo Ospina Ortiz
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A la estadística, al método científico y a las innumerables muletas teóricas de los conferencistas, Calibán oponía el sentido común, la observación y la experiencia, curiosamente componentes también del método científico. Para él, primero habría que averiguar si antaño eran superiores los colombianos a lo que eran en 1920. No creía que los nuevos colombianos fueran biológicamente inferiores, más enfermizos o más débiles que aquellos. Sostenía que los progresos de la higiene y de la medicina protegían a la raza contemporánea, mejor que otrora, contra las inclemencias de la naturaleza y contra las enfermedades. Las epidemias, anotaba, no tenían la virulencia de antaño. Reconocía que el tifo, la anemia tropical y el paludismo, habían estado presentes y, sin embargo, en los tiempos que corrían se vivía en mejores condiciones. Decía conocer ejemplares de raza indígena muy fuertes como castillos, y mujeres que eran como ánforas de la raza. Le parecía exagerado que se hablara de degeneración colectiva en un país de razas distintas en regiones distintas.
Sin ambages, anotaba que el colombiano de 1920 era, en todo, superior a los venerables y respetados antecesores. Calibán desmitificó una supuesta edad de oro de la República de Colombia en que no había sino héroes, sabios, grandes estadistas, filósofos, literatos, superhombres, junto a los cuales la pequeñez de los hombres nuevos resultaba vergonzosa. Y desarrolló una postura que años después sería recogida por Alberto Lleras Camargo:
Somos unas pobres víctimas del romanticismo, del espíritu belicoso, de la falta de seriedad y la inconstancia de aquellos viejos servidores de la República. La mayor parte de las dificultades en que hoy nos vemos envueltos, las debemos a su imprevisión; casi todas nuestras desventuras hijas son de la política selvática, y feroz que ellos practicaron y de la cual apenas principiamos a desembarazarnos. Vinimos a la vida con una abrumadora carga de odios y de prejuicios; con la consigna de arrojarnos los unos contra los otros; alcanzamos a oír los disparos de la última contienda, provocada por nuestros heroicos antepasados.16
Enfatizaba en que lo único que se les debía a los hombres de la edad de oro era el horror que inspiraban sus hazañas y la resolución inquebrantable de encauzar a la república por sendas distintas de las dolorosas y sangrientas que ellos le hicieron trajinar. Celebraba Calibán que la edad heroica se hubiera ido, porque eso había permitido orientar las energías hacia otros fines. Destacaba que en vez de cubrir el suelo patrio con sangre, lo cubrían de café, de algodón, de trigo; y antes que a limpiar fusiles, preferían dedicarse a engordar ganado. Aunque hacía algunas excepciones, no era un admirador de las letras de la supuesta edad de oro. Tenía certeza al afirmar:
Dígase lo que se quiera, no creo yo que en época alguna floreciera en este país una juventud más inteligente, más llena de curiosidad intelectual, con mayor anhelo de saber, ni se ha escrito nunca aquí mejor de como hoy se escribe; ni el periodismo, en ningún sentido, fue igual al de estos tiempos; ni los románticos versificadores de hace medio siglo pueden compararse con Guillermo Valencia o José Eustasio Rivera.17
Donde los conferencistas pusieron sus grados de pesimismo, Calibán insuflaba optimismo. Sostenía que el pueblo colombiano constituía en América Latina una de las agrupaciones dotadas de mejores cualidades para la vida colectiva; que poseía admirables virtudes privadas y excelentes condiciones ciudadanas que hacían de Colombia uno de los países más libres del continente.
El 4 de junio debutó en el Teatro Municipal Jorge Bejarano. “La raza no decae” fue el tema de su conferencia. Es muy posible que haya sido la mejor oportunidad que había tenido para trascender al futuro. Lo cierto es que a partir de allí su carrera se disparó. Tuvo el mismo éxito o más, de pronto, que la de Miguel Jiménez, porque se entendía que era la continuación del diálogo sobre la temática de la degeneración de la raza. Era tan hombre de ciencia el uno como el otro, solo que a su favor tenía Bejarano su talento de político, y como tal intervino. No es que Jiménez no fuera un político, pues se desempeñaba como congresista conservador, lo que ocurría era que Bejarano estaba a favor de una propuesta política sanitaria más acorde con los tiempos por venir que las reaccionarias tesis de la degeneración racial.
Jorge Bejarano
Fuente: El Gráfico, 24 de agosto de 1919, 299.
Jiménez, de Paipa, Boyacá, tenía 45 años; Bejarano, de Buga, Valle, con sus 32 años, era el alfil que estaba necesitando El Tiempo para politizar la higienización y convertirla en un dispositivo de lucha contra la hegemonía conservadora. Había egresado de la Universidad Nacional en 191318. Se había vinculado a Gota de Leche, una entidad creada en 1919 por Andrés Bermúdez19. Y fue desde su posición de médico de esa institución que planteó políticamente las cosas.
No obstante la carga cientificista, social-darwinista, si se quiere, de las cosas que había dejado dichas Jiménez, Bejarano se encargó de hacerlas ver simplistas. ¿De cuál raza se trata?, dirá Bejarano. De nada servía la generalización. Eran mucho más complejas las cosas.
Curiosamente, las conferencias contaban con la presencia de mujeres, por lo regular de la alta sociedad, de la clase media de entonces. Esta vez Bejarano se dirigió hacia ellas como su principal destinatario: “Madres! Recordad que no hay mejor inmigración que la de vuestros propios hijos!”20. Así, de una, le respondió a Jiménez, dejando sin piso su propuesta inmigratoria. Y fue alrededor de la mujer que empezó su amplia disertación. Les manifestó que se las estaba condenando a la degeneración y que por ello debían tomar parte en el debate, ellas, en cuyos órganos residía la vida21.
Como para Bejarano el problema principal era el de la educación, no se podría avanzar sin la presencia de las mujeres. Aceptar la degeneración de la raza sería injusto con los hombres que tanto habían contribuido e influido a su mejoramiento. La existencia de estos mismos hombres era una prueba fidedigna de que la raza no decrecía. Le reconoció méritos a Rodó, a Gumplowicz, a Cajal, a Blanco Fombona, a Gil Fortoul, a Ugarte, a Novicov, a Simmerman, a Payot, a Ingenieros, a Mendoza Pérez, a Escobar Larrazábal, a Araújo, a Alfonso Castro, a José María Samper, a Felipe Pérez, a Nieto Caballero, Santos, Solano, Olaya Herrera22.
Bejarano, como los intelectuales de su época, admiraba a los grandes hombres y estaba convencido de sus roles en la dirección de los Estados y en la resolución de acuciantes problemas sociales. Los grandes hombres que sabían interpretar anhelos populares y patrióticos. Aquellos que incluso debían su triunfo a la valentía de los humildes como en las batallas de la Gran Guerra recientemente pasada. Leyendo el texto de la conferencia de Bejarano no dejamos de pensar en el libro de Los sertones, de Euclides da Cunha, publicado en 1900, y que describe la guerra de Canudos y las dificultades que tuvo el sofisticado ejército republicano brasileño para vencer a un pueblo hambriento y menudo, pero paradójicamente fuerte23.
Había distinguido a la pasada intervención de Jiménez el uso de la estadística para la comprobación de sus hipótesis. Se estrenaba la estadística en el país, era una herramienta nueva, y Bejarano frente a ello ponía sus dudas. No le daba crédito no por la estadística misma, sino por los métodos utilizados para la recolección de la información. La mala instrucción, la ética y la moral y la costumbre reinante en el país terminaban minando