Horizonte Vacio. Daniel C. NARVÁEZ

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Horizonte Vacio - Daniel C. NARVÁEZ

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geografía española— concebía todo como una suma de espacios compuestos por elementos ordenados cada uno en su lugar. Aquella mañana, como de costumbre, Baradat no tuvo inconveniente en que Jukka dejara el material de promoción. Una vez terminó, nuevo trayecto en la serpenteante carretera, con algo de calor, con más cansancio. Hasta el siguiente supermercado.

      En la Avenida de la Diputación siempre realizaba dos visitas. Una, al Super Plus que gestionaba Cristina Peluispe. Sevillana, de estatura media, rostro redondo con una nariz respingona, ojos avellana y media melena rizada, y que hacía años que se había trasladado a la provincia de Alicante. Cuando se casó. El negocio familiar estaba en plena expansión: materiales de construcción. Pero tras los primeros envites de la crisis, abandonaron todo. Su marido se había montado un negocio al que había puesto nombre anglosajón para darle “mayor presencia e impacto”, tal y como le había dicho en una ocasión que coincidieron en el supermercado e intercambiaron tarjetas. Outsourcing. Lo llamativo es que ni él ni su mujer tenían ni idea de inglés. Pero el nombre era pegadizo.

      Jukka se desesperaba cuando tenía que visitar este Super Plus. Normalmente las promociones estaban cerradas, puesto que los representantes de ambas empresas las negociaban en la sede de la cadena comercial. Pero Cristina Peluispe parecía gozar haciendo esperar a Jukka y robarle su tiempo. Siempre salía con que tenía que llamar a sus superiores para ver si estaba todo arreglado. Las frases que decía, con un acento cerrado y seco, falto de vida y de gracia, contrariaban a Jukka. Pero no había otra alternativa. Peor le sucedía en la siguiente visita.

      Unos metros más adelante estaba una tienda de carácter familiar, La Marina, cuya dueña atendía a la clientela con una mezcla de desprecio y prepotencia. Jukka no se explicaba como Georgia Moreno, que así se llamaba la dueña, no había perdido la clientela. Georgia era de corta estatura, gruesa, pelo castaño y ojos marrones. Tenía un insólito cuello bovino, más ancho que el rostro. Empezaba la jornada —como bien había comprobado Jukka en más de una ocasión— con un generoso trago de una botella de coñac barato que guardaba en el cajón de su mesa. Quizás por el latente estado etílico en el que se mantenía todo el día o simplemente porque era así, Georgia se decía y desdecía varias veces en una conversación. Lo cual, como puede inferirse, no facilitaba nada el trabajo de sus empleados. Trabajadores que, en número excesivo, deambulaban por el interior del supermercado sin saber muy bien qué hacer; hecho que, además, motivaba las broncas más escandalosas, por inapropiadas, que Jukka había presenciado. El simple hecho de mover una caja o poner una botella con la etiqueta ladeada desplegaba por su parte una serie de insultos y amenazas acompañadas de referencias a sus orígenes en este negocio: “¡Con quince años yo me ganaba el pan vendiendo bacalaos y pescadillas! ¡Así que no te hagas el señorito y pon bien la puta caja de naranjas en su sitio!”. Bronca tras bronca había hecho que Jukka tuviera un concepto sobre ella de lo más simple: “Es un ser despreciable”. Tan pronto como pudo le dejó la promoción con los vales y se largó a su siguiente cita.

      Supercoop, avenida de Europa. La visita más fácil de todas, puesto que tan solo debía dejar el material al cajero o cajera y ellos se encargaban de ponerlo. Normas de la empresa que así había cerrado el trato.

      Jukka miró el reloj. Las dos y media. Todas las visitas del día realizadas. “Hora de comer” se dijo mientras se dirigía al restaurante al que solía acudir cuando iba a Calpe: La Barca. Una terraza con vistas al Peñón de Ifach, junto al puerto, en una zona abarrotada de terrazas y restaurantes, donde el olor a fritura de pescado se mezclaba con las voces de los camareros que promocionaban los mejores fritos, las mejores sopas de marisco, las mejores capturas de la bahía para sus propios locales. Un lugar donde perderse entre multitudes de familias inglesas, alemanas, noruegas o rusas que acudían como una plaga de langosta a la hora de la comida. “Como moscas a la mierda” pensaba Jukka en ocasiones.

      Conocía todos los restaurantes de la zona del puerto. A él también lo conocían y sabían su rutina. Empezaba en un extremo del paseo e iba cambiando de uno a otro. Prefería esta zona a la de la playa, más saturada y en verano realmente insoportable pues el olor a bronceador y cremas hidratantes se mezclaba con el de la fritanga generando un nauseabundo aroma. De manera habitual, Jukka solía comer una ensalada y pescado. Lubina, salmón, lenguado, merluza. Iba variando según los días. Excepcionalmente se homenajeaba con un arroz a banda, sólo cuando no tenía visitas por la tarde ya que el alioli de la zona contenía una generosa cantidad de ajo. En esta ocasión ordenó la típica ensalada, salmón con guarnición de verduras al vapor, una cerveza y un botellín de agua. Como ya conocían sus costumbres, el postre lo cambiaba por un café expreso bien cargado. Tras comer le gustaba saborear el café, alargando cada sorbo mientras perdía su mirada en el horizonte azul del Mediterráneo. Momento que solía emplear para reflexionar: “Así he pasado ya los últimos cuatro años. Ya no es que mantenga un perfil bajo, como había tratado de hacer en Burgos, sino directamente ya no tengo perfil. He convertido mi existencia en una rutina predecible. Me gusta. Estoy cómodo”.

      Cuando hubo terminado, cerca de las cuatro, decidió hacer la visita que le había encargado Wageman. Lo cierto es que desde que le dio el papel con los datos no se había tomado la molestia de mirar el nombre ni de localizar la dirección. Pensaba que una vez que estuviera en Calpe buscaría la calle e iría directamente. Tampoco es que tuviera muchas ganas por lo que había ensayado una especie de excusa más o menos convincente en el sentido de haber pasado por la dirección en una hora en la que no había nadie o que la persona que buscaba acababa de salir y que una vez que había terminado su jornada no tenía más obligación de permanecer en la ciudad. Excusas muy peregrinas.

      Leyó los datos camino del coche: “Helena Härma. Dovela Estudio de Arquitectura. Calle Gabriel Miró. ¡Ah, joder! Wageman no ha puesto el número. Me toca recorrer la calle entera… Vale. El móvil”. En efecto, buscó en Google y apareció la dirección completa del estudio, así como el teléfono de contacto. Pensó en llamar para contar que iba de parte de Wageman y en caso de recibir una negativa poner rumbo a su casa y descansar. Pero se lo pensó mejor no fuera a preguntarle el americano por el aspecto de la tal Helena Härma y la fastidiara con la respuesta quedando en evidencia. Condujo hasta la calle, aunque al ser en el centro no tuvo fácil aparcar. Finalmente lo consiguió y se dirigió a la dirección. Portal abierto. Entresuelo puerta B. Subió y llamó. Abrió la puerta una mujer de figura esbelta, alta, pelo negro, tez blanca y ojos azules. “Una mirada gélida” pensó Jukka. Se apartó un inoportuno mechón de pelo del rostro y miró a Jukka.

      – ¿Helena Härma? —preguntó él.

      – Sí. ¿Qué quiere?

      – Vengo de parte de Peter Wageman.

      – Lo siento —dijo ella al tiempo que cerraba la puerta con energía y un atisbo de enfado en el rostro.

      Jukka se quedó asombrado y contrariado. Pensó por un instante que bien podía estar a mitad de camino a su casa, o dando una vuelta por la playa, o mil cosas que estaba tratando de inventarse en ese momento para desahogar su frustración. Optó por lanzar un improperio en finés tratando así de no llamar demasiado la atención.

      – Haista vittu! —resonó en el rellano del entresuelo. «¡Qué te follen! Ya es molestia tener que venir a buscar a esta tía para que no haga ni caso” comenzó a pensar mientras comenzaba a bajar la escalera. No oyó como se abría la puerta B ni como Helena se dirigía a él.

      – ¡Eh, tú! —dijo Helena desde la puerta mientras Jukka se detenía y se giraba para mirar—. Mine vittu!

      Se quedaron mirándose fijamente a los ojos. Una especie de duelo esperando la reacción del otro. Jukka fue quien dio el primer paso.

      – ¿Estonia?

      – ¿Finlandés? —preguntó ella mientras asentía con la cabeza.

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