Horizonte Vacio. Daniel C. NARVÁEZ

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Horizonte Vacio - Daniel C. NARVÁEZ

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puso a Vanesa al corriente de la promoción. Debía poner unos stopper en el lineal de los champús para llamar la atención de un posible cliente. A cambio, la encargada del supermercado recibía un talonario de descuentos para cada producto de la empresa. Vanesa aceptó y acompañó a Jukka para seguir charlando con él. Ninguno de los dos tenía interés en el otro más allá de las bromas que gastaba Vanesa. Ella, con veintinueve años, acababa de casarse con el cajero de un banco que estaba al lado del supermercado. Se habían conocido en el bar de enfrente, el mismo donde solía desayunar Jukka. Su carácter extrovertido le hacía bromear y hablar con todos los que entraban en la tienda. Jukka vio que habían retirado una estantería en la zona de los frutos secos.

      – Vanesa, ¿hay hueco en ese sitio?

      – Sí. Se nos cayó la estantería, se rompió una pieza y la central no nos va a mandar nada. ¿Por qué lo preguntas?

      – Tengo unos expositores montables en el coche. Son para el lavaplatos Etching.

      – ¡Joder Jukka! ¡No se te escapa una! —dijo riendo—. Venga va, ve por uno y lo pones. Ya sabes. Me dejas la tienda limpia.

      – Descuida.

      Cuando terminó, se despidió de Vanesa quien estaba hablando con el comercial de una empresa de refrescos. Se dirigió luego al otro supermercado que debía visitar en la misma localidad. La Botiga “El Saladar”, una pequeña tienda que vendía frutas y verduras pero que de manera inexplicable había aceptado comercializar uno de los productos estrellas de la multinacional americana, el refresco Siberian Fresh. Cuando se lo comunicaron a Jukka no se lo creía. “En el último rincón del mundo y llega este refresco con nombre a Guerra Fría. ¡Alucinante!” fue lo primero que pensó. Pero en efecto, la primera visita que hizo encontró una reluciente nevera, suministrada por la compañía a los clientes selectos, llena de botellas de medio litro de un líquido azul que sabía agradablemente a frutas. Jukka cuando vio por primera vez el refresco tuvo un pensamiento siniestro: “Parece limpia cristales. Lo mismo les da por vender anticongelante y la gente lo consume. Si viene de Estados Unidos por fuerza creen que está bueno”. Aunque cuando lo probó, con las reservas de un catador de comidas envenenadas, claudicó: “Está bueno de cojones”.

      Llegar hasta la tienda solo lo conseguía gracias al navegador, ya que estaba ubicada en una recóndita calle de una abigarrada zona de urbanizaciones. La insistente voz femenina del dispositivo GPS lo iba guiando por la CV—741 en dirección a Benimeit, hasta que lo obligaba a desviarse e introducirse en un camino que no tenía ni clasificación en la nomenclatura de carreteras. Llegaba al camino de Fanadix, confiando en el buen criterio de la máquina, para luego serpentear entre las colinas que se iban acercando a la costa y que habían sido ocupadas por adosados, chalets y algún pequeño edificio. Todo un ejercicio de atención constante a la hora de conducir debido a las cambiantes de rasante y a las pronunciadas curvas que jalonaban el camino. Llegaba a la calle Urbanización San Jaime, pero debía dar unas cuantas vueltas antes de poder aparcar, ya que la zona estaba llena de chalets con la señal de vado en las entradas y el sitio libre escaseaba. Le llamaba la atención el criterio del Ayuntamiento correspondiente, o al menos el del responsable de urbanismo, ya que a la derecha de la calle por la que transitaba las cuatro calles existentes tenía nombres de comunidades autónomas españolas: Catalunya, Castella i Lleó, Asturies y Castilla La Mancha; mientras que a la izquierda parecía que el responsable de nombrar las calles había estado leyendo Las mil y una noches, ya que los nombres eran más exóticos: Larache, Casablanca, Orán, Amman, Bagdad, Basora. Eso, o es que era especialista en Medio Oriente y mundo islámico.

      Tras aparcar debajo de la frondosa sombra que proporcionaba un árbol enorme, se dirigió a la Botiga “El Saladar” donde entabló conversación con el dueño. Nada importante. La carestía de la vida, los impuestos, las facturas, la jubilación que aún tardaría en llegar. Por su parte Jukka escuchaba, asentía, y llegados al incómodo punto del silencio por no saber qué decir. Explicaba la promoción, entregaba el material y poco más. En este caso, además, no había nada que dejar, ya que este mes no había promoción por el refresco. El verano, temporada alta de consumo en la que se entregaron camisetas, gorras y un sorteo —del que no se sabía quien había resultado ganador—, había terminado y esta tienda no tenía ningún otro producto. Jukka se limitó a apuntar que la nevera estaba medio llena y que no había ningún otro producto de la competencia dentro de ella, lo cual era una política que llevaba la compañía a rajatabla. Si se detectaba el empleo de la nevera con otro producto que no fuera el propio automáticamente se retiraba del establecimiento. Jukka se despidió, volvió al coche y marchó al siguiente destino.

      Volvió sobre el camino, condujo de nuevo por la N—332 y luego se desvió a la derecha en dirección a Teulada por la CV—740. Llegó a su siguiente visita, de nuevo un Super Plus en la calle Tabarca, pero no encontró al encargado. Avisó al cajero que iba a revisar los productos de Dicker & Stake. El cajero le respondió con una especie de gruñido y un gesto afirmativo. “Como si le digo que vengo a ver una cabra” pensó Jukka. Revisó todo y puso un stopper donde los champús. Salió y se metió en el coche. Condujo a través de la Avenida del Mediterráneo y al final de la misma se desvió a la derecha tomando la CV—743. No le gustaba este tramo del itinerario. La carretera, estrecha, era muy traicionera. Largas rectas y de repente curvas peligrosas a derecha e izquierda, a lo que había que unir cruces, rotondas e intersecciones por las que solían incorporarse los vehículos de manera brusca sin respetar las normas de conducción. Finalmente llegaba a Moraira.

      El primero de los supermercados que visitaba estaba cerca de una salida de la CV—743, en la calle Móstoles. Se trataba de un supermercado que ocupaba toda la manzana. En la fachada destacaba un toldo con los colores de la bandera española y un rótulo en letras de molde en el que se podía leer, en letras rojas y amarillas, Super Paco. Construido en los años setenta en un descampado, había resistido el paso del tiempo y en la actualidad había acabado engullido por los bloques de apartamentos que habían proliferado desde los años ochenta en adelante. Por su situación, siempre estaba lleno de gente comprando. A Jukka le constaba, porque se lo habían comentado en un curso de formación, que numerosas empresas del sector habían intentado comprar el local para incorporarlo a su red, incluso una empresa francesa había llegado a hacer millonarias ofertas en varias ocasiones, pero el dueño no pensaba ni por un momento en desprenderse del negocio. Un dueño, que actuaba de encargado a pie de cañón, con el que Jukka sufría cada vez que visitaba la tienda.

      Francisco Ramírez, así se llamaba, era de poca altura, alrededor de un metro sesenta. Tenía la cara cuadrada y apenas le quedaba pelo, el poco que tenía estaba cubierto de canas. De mirada viva, sus ojos verdes brillaban maliciosamente cuando bromeaba. Solía acompañar sus comentarios con una sonrisa burlona y un gesto desconcertante consistente en mirar a los lados, como esperando aprobación a sus palabras. A diferencia de otros encargados, le gustaba recibir a los promotores y comerciales en su despacho. En un espacio de apenas seis metros cuadrados tenía una mesa de madera de estilo rústico, una silla de director forrada en cuero y una desvencijada silla de comedor, seguramente rescatada de algún contenedor, para las visitas. Sin ventanas, la única corriente de aire que existía era un destartalado ventilador que estaba sujeto a una de las paredes y que apuntaba siempre hacia su sitio, por lo que el aire pasaba sin efecto alguno por encima de la visita que se encontrara con él. Para acabar de rematar la claustrofobia reinante en tan minúsculo despacho, Francisco Ramírez tenía colocado un retrato de Franco en la pared justo encima de su sillón de director. No se trataba de una foto cualquiera. Como el mismo Ramírez recordaba hasta el aburrimiento, se trataba de: “Un auténtico retrato de Jalón Ángel. Francisco Franco en su Cuartel General. Me avisaron a tiempo antes de que lo tiraran a la basura. Estaba en el almacén de la Delegación de Hacienda de Alicante. ¡Tirar a la basura al Generalísimo! ¡Al Caudillo! Así nos va”. Este relato lo hacía invariablemente a cada visita.

      No era el único símbolo de aquella infame época. Junto

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