La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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[94] F. Bravo López, «La “traición de los judíos”. La pervivencia de un mito antijudío medieval en la historiografía española», Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos. Sección de hebreo 63 (2014), p. 33.
[95] Ibid., p. 35.
[96] Y. Yovel, The Other Within, p. 10.
IV
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL: LA FIGURA DEL CID EN LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA[1]
En el siglo XIV Dante Alighieri escribió una de las obras fundamentales de la literatura italiana y universal; un poema estructurado en tres partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso[2]. Dante dividió el Infierno en nueve círculos que alojaban en su interior diferentes tipos de pecadores. El noveno círculo, esto es, la parte más profunda, cubierta por un lago helado llamado Cocito, albergaba a los traidores. Dentro de ese círculo también había grados que distinguían la gravedad de la traición, dependiendo de si esta era hacia su patria, sus benefactores o sus parientes, aunque en este caso no habría traición, sino parricidio. En el centro de ese Infierno de Dante se encontraba el peor traidor, el que había actuado contra Cristo: Lucifer. Su aterradora descripción, en la que destacaba el hecho de tener tres cabezas devorando tres cuerpos, encerraba la clara voluntad de señalar a algunos de los traidores más notorios de la historia, adscritos tanto al ámbito religioso como al político. Así, el cuerpo del centro pertenecería a Judas Iscariote, sufriendo la peor tortura al comerle Lucifer la cabeza. Los otros dos serían Bruto y Casio, reconocidos por haber tomado parte en la célebre conspiración que condujo al asesinato de Julio César en los idus de marzo del año 44 a.C.
Podría parecer extraño, por tanto, encontrarnos a un personaje como Rodrigo Díaz de Vivar en el Infierno del poeta florentino, el lugar donde moraban los peores pecadores, al frente de los cuales se alzaba el propio diablo. Y es que no pasó el Cid a la historia precisamente por haber sido un traidor a su señor natural, Alfonso VI, sino que más bien debe su prestigio al hecho de ser considerado como un verdadero paradigma de caballero castellano, portador de las más altas cualidades que todo español debía conocer y poseer, tales como el valor, la fortaleza, la justicia o la religiosidad, en un contexto de lucha contra el islam asociado a la llamada Reconquista.
Cuando se trata de estudiar la figura del Campeador nos encontramos a menudo con dos niveles distintos que se confunden entre sí fácilmente. Uno sería el de la realidad, es decir, los hechos que sabemos que sucedieron o sobre los que, al menos, no existen demasiadas dudas; y, en segundo lugar, el de la leyenda, que tiene que ver con ese relato creado y adornado por el paso de los siglos, en los que el Poema de Mío Cid ocupa un lugar preeminente. En este sentido Modesto Lafuente ya apuntaba que «desde el siglo XII hasta el XIV, se mezclaron á las verdaderas hazañas de Rodrigo el Campeador multitud de aventuras fabulosas que inventaron y añadieron los romanceros, es cosa de que no duda ya ningun critico»[3].
Es indudable que el Cid acabó perteneciendo a ese elenco de héroes en los que realidad y leyenda, como acabamos de decir, se funden para favorecer el nacimiento de auténticos arquetipos de conducta que sirvan de modelo para la sociedad; terreno al que pertenecen otros reconocidos nombres, como Sertorio, Viriato o Fernán González. Ejemplos que las sucesivas generaciones de españoles tendrán la obligación de estudiar en los colegios, algo que se percibe especialmente bien en el siglo XIX, dentro del proceso de construcción del Estado-nación, cuando los ciudadanos necesitan referentes históricos que moldeen sus aspiraciones vitales.
Desde luego, cuesta imaginar al Cid en el noveno círculo de la comedia dantesca. La imagen que la historiografía, la literatura o incluso el cine han ido cincelando dista mucho de presentar un Cid negativo. Lo que se pretende en estas páginas es analizar el papel que desempeñó Rodrigo Díaz en la construcción de la identidad nacional española a través de algunas de las historias generales más importantes que se escribieron desde el siglo XIII, así como poder determinar hasta qué punto coincide lo que nos cuentan estos relatos con lo que podemos conocer de la realidad histórica; o, en último término, comprobar si se le puede aplicar al infanzón burgalés el apelativo de «traidor» en base a los dos destierros sufridos a manos de su señor, el rey Alfonso VI.
LA JURA DE SANTA GADEA Y EL COMIENZO DE LA RIVALIDAD ENTRE ALFONSO VI Y EL CID
Es bien sabido que la vida de Rodrigo Díaz de Vivar se encuentra relacionada desde un determinado momento con la de dos monarcas cristianos: Sancho II de Castilla y, tras su muerte, Alfonso VI. Fernando I había repartido el reino entre sus hijos, correspondiéndole a Sancho Castilla, a Alfonso el reino de León y a García el de Galicia. Sancho pronto reunificó el reino dividido por su padre venciendo a sus hermanos, de los que al menos García, a juicio de Ramón Menéndez Pidal, no debió de presentar demasiada oposición: «El rey García de Galicia era de menor capacidad que sus hermanos»[4]. Pero lo interesante ahora será estudiar la relación que mantuvo el Cid con el segundo de sus señores. Para ello habrá que conocer el comportamiento del Campeador con Alfonso una vez que Sancho fue muerto a traición, según la versión más extendida entre la historiografía española.
Un buen punto de partida para estudiar el origen de dicha relación entre señor y vasallo se podría situar en una iglesia burgalesa, en el episodio denominado Jura de Santa Gadea, antes de que Alfonso se ciñese la corona de monarca. Sancho había sido traicionado a manos de Vellido Dolfos, tal como cuentan todas las fuentes a excepción de la Gesta Roderici Campidocti, más conocida como Historia Roderici, que ni siquiera narra la muerte del hijo de Fernando I. La última noticia que nos ofrece el biógrafo cidiano sitúa a Sancho en el cerco de Zamora, limitándose a decir: «Después de la muerte de su señor el rey Sancho, que le crió y le demostró muy gran amistad, el rey Alfonso le recibió como vasallo con honores y le tuvo en la corte en gran estima y consideración»[5].
Las crónicas que nos remiten este episodio son ciertamente tardías. La Historia Roderici, como acabamos de ver, no nos dice nada acerca de ningún juramento, silencio que también comparte el Carmen Campidoctoris, poema latino sobre el Campeador que tiene como principal objetivo ensalzar sus gestas y cuyo fin es, en consecuencia, más laudatorio que historiográfico[6]. Otro trabajo escrito, la Crónica Najerense, redactado hacia el último tercio del siglo XII[7], comienza a incorporar algunos elementos que no existían con anterioridad. Menciona, por ejemplo, a un «hijo de la perdición, Bellido Adolfo», que, tras conducir al rey fuera del campamento, «él, que estaba montado sobre otro caballo, lanzándole un venablo lo mató»[8].
Fue a partir del siglo XIII, de la pluma de Lucas de Tuy y del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, cuando conocemos la existencia de un juramento en la iglesia de Santa Gadea. En ella se le exige a Alfonso jurar que no había tenido nada que ver en el asesinato de Sancho. Así, el Tudense menciona en su Chronicon mundi que, encontrándose en el cerco de Zamora el rey Sancho, «salio de essa çibdad vn cauallero de gran osadia, que auia nombre Vellido Arnolfo, que ferió, sin sospecha, de traues a esse rey Sancho con vna lança (…) el qual rey, llagado con lança por el pecho, derramó juntamente la vida con la sangre»[9]. Tras la muerte de Sancho «los