La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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Las historias generales van a seguir los mismos presupuestos que se aprecian en estas primeras fuentes de modo casi unánime. La Estoria de España pone de manifiesto esta clave interpretativa basada en la envidia. Así, dice que como «los ricos omnes que eran con ell, auiendo muy grand envidia al Çid, trabaiaronse de mezclarle otra uez con el rey don Alffonso», quien no profesaba afecto hacia su vasallo a raíz de «la yura quel tomara en Burgos sobre razon de la muerte del rey don Sancho»[47]. Se entremezcla, pues, la supuesta envidia derivada de la actuación del Cid con el rencor provocado en virtud de la jura de Santa Gadea.
El padre Mariana, tres siglos después, incide en que la causa del destierro radicó en la envidia de la corte del rey Alfonso. Al regresar Rodrigo con los tributos, además de recibir el sobrenombre de Campeador, los «nobles y caualleros se encendieron contra el en vna nueua embidia. Procurauan abatir al que mas deuieran imitar», sirviéndose para ello de «calumnias y cargos falsos». Según el jesuita, la facilidad de la caída en desgracia del Cid se entendía en gran medida gracias a que el rey estaba «de tiempo atrás desgustado», en lo que es, de nuevo, una clara alusión a lo sucedido en aquella iglesia burgalesa. El detonante del destierro hay que buscarlo para Mariana también en el episodio de Gormaz, ya que a partir de ahí los nobles decían que «no conuenia dissimular, ni dar rienda a vn hombre loco y sandio, para hazer semejantes desatinos: que era bien castigalle, y hazer que no se tuuiesse en mas que los otros caualleros». Por ello, tras una «junta de grandes y ricos hombres», acordaron «saliese desterrado del reyno, sin dalle mas termino que nueue días para cumplir el destierro»[48].
Si repasamos otras historias generales representativas veremos que el relato, aunque con pequeños matices, no se modifica en el fondo de su contenido. Así, mucho más conciso se muestra Modesto Lafuente al referir que no le perdonó la ofensa de Santa Gadea y que por eso «mas adelante le desterró de su reino, á cuyo acto no fue agena la familia de García Ordóñez, enemigo de Rodrigo»[49]. Recordemos en este punto que ese noble sufre una humillante derrota en Cabra al ser apresado por el Cid. En el caso del segundo destierro Lafuente exculpa al Campeador de toda responsabilidad al achacarlo a una «fatal combinación de circunstancias, y acaso mas por culpa de Alfonso que de Rodrigo, no pudo este incorporarse oportunamente al ejército cristiano». Esta coyuntura fue bien aprovechada por los enemigos del Cid para acusarlo de traidor ante su rey, «imputando su retraso á intencion de comprometer el ejército de Castilla y de proporcionar un triunfo á los sarracenos». El propio Lafuente se sorprende de la ingenuidad de Alfonso al aceptar una acusación que, a su parecer, resultaba totalmente «inverosimil e injustificable», pero encuentra una explicación al plantear que el monarca se encontraba «prevenido contra Rodrigo Diaz, ó dió ó aparentó dar crédito á los denunciadores», razón por la cual «revocó el derecho de señorío que le habia dado sobre las fortalezas que conquistára, le privó hasta de las posesiones de su propiedad, é hizo poner en prision á su esposa y sus hijos»[50].
El volumen redactado por el académico Manuel Colmeiro admite, siguiendo la visión predominante, que tras la jura el monarca «quedo tan lastimado y ofendido del Cid, que jamás desde aquel día le restituyó de veras en su gracia», pero en este relato no se interpreta que el primer destierro sea una consecuencia directa de la hostilidad propiciada en aquel encuentro, ni tampoco nos cuenta nada de envidias palaciegas, sino que alude más bien a razones políticas, lo cual no deja de ser un aspecto novedoso. Alfonso VI se ofende porque Rodrigo Díaz lleva sus armas hasta dar vista á la ciudad de Toledo, que estaba bajo el poder de Al Mamún, aliado del monarca castellano: «Ofendióse del atrevimiento de su vasallo, y le desterró de Castilla en castigo de su desobediencia y temeridad»[51], pero no remite nada del que hasta ese momento había sido el eje central del esquema acerca del destierro. Versión parecida es la que asume el catedrático republicano Miguel Morayta, quien explica la expulsión, por un lado, «fundándose en la libertad que el Campeador se tomó, de haber guerreado contra los granadinos sin su permiso», y, por el otro, por recriminaciones «de sus enemigos y este mismo conde, que no podía perdonarle su vencimiento, le acusaron de haberse apropiado de los presentes enviados por Motamid á Alfonso»[52]. Morayta ni siquiera cita el episodio de Gormaz, sino que explica todo en razón del rencor proveniente de la batalla de Cabra, otorgando de ese modo un papel importante al noble García Ordóñez y a la influencia que pudiese tener sobre el rey.
Como hemos visto, existe en la mayoría de historias generales una voluntad clara de exculpar al Cid de cualquier borrón que pudiese empañar una trayectoria llamada a ser ejemplar, lo cual continúa poniéndose de manifiesto si leemos lo que Colmeiro y Morayta narran, respectivamente, en relación con el segundo destierro del Campeador. Habíamos dicho ya que este último desencuentro se asocia con la tardanza de Rodrigo Díaz al llegar al sitio de Aledo. Pues bien, Colmeiro contradice a la Historia Roderici y razona que el caballero castellano no se presentó ante su señor por falta de noticias, por lo que «sus émulos le acusaron en voz alta de traición. D. Alonso, prevenido contra el Cid, dió oídos á la calumnia, revocó las mercedes que le había hecho, y llevó el enojo al extremo de privarle de los bienes heredados de sus mayores»[53]. Morayta ofrece una exégesis similar, librando al Cid de cualquier tipo de culpa porque, según él, su ausencia no había influido en el desarrollo de la batalla. Tras el éxito de Aledo, son de nuevo «los émulos» a los que aludía Colmeiro los que para Morayta «dijéronle á Alfonso, que su conducta respondía al deseo de que los muslimes hubieran logrado una victoria», palabras a las que el rey «dió crédito», confiscando todos sus bienes y encerrando en una prisión a Jimena, su mujer, y sus hijos, a los que después pondría en libertad[54].
No parece necesario, por tanto, fatigar al lector insistiendo en los mismos argumentos que machaconamente predominaron en las sucesivas historias de España. En este panorama tan homogéneo la narración no sufre variaciones sustanciales, aunque podemos destacar un autor que sí rompe el relato tradicional, no solo sobre los destierros, sino también sobre buena parte de lo que hasta ese momento se daba por cierto acerca de la vida del Cid. Se trata del jesuita expulsado Juan Francisco Masdeu, quien publicó a finales del siglo XVIII el primer tomo de su Storia critica di Spagna e della cultura spagnuola, proseguida después en castellano, donde sostenía que el examen riguroso de los documentos era la base para que cualquier historia gozase de firmeza y seguridad[55]. En efecto, la historia de la nación española se vería con Masdeu, como indica Diego Catalán, «despojada completamente del mesianismo castellano con que nació», adaptándose de ese modo «al nuevo sistema de valores de la España ilustrada»; y gracias a ello el carácter nacional «adquiere el prestigio de los datos científicos y sirve para justificar una