La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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El papel del Cid como traidor en las historias generales admitiría, no obstante, otro punto de vista. No cabe duda de que los cronistas reales eran, como ha señalado Richard L. Kagan, oficiales de la Corona en primer lugar, y, en segundo, historiadores, lo que equivale a decir que su narración debía ser acorde a los intereses de cada monarca y a los intereses morales imperantes, entre los que se encontraban mantener a Rodrigo Díaz como prototipo del ser nacional[69]. ¿Podrían, entonces, Mariana, Lafuente, Morayta o Menéndez Pidal atribuir al Cid el apelativo de traidor si ellos tenían el convencimiento de que en realidad se trataba de una conjuración en contra del caballero? En todas las historias se sostiene que la víctima había sido el Cid, a quien todos, incluso Alfonso VI, envidiaban sus aptitudes guerreras, su valor, su fortaleza o su defensa del cristianismo contra el invasor musulmán. Por ello, quizá los roles se tendrían que intercambiar y mostrar, de acuerdo con lo escrito en esos relatos, a unos cortesanos y un monarca traidores que destierran al Cid debido al rencor que les produce ser incapaces de igualar sus cualidades.
Una vez visto el retrato que dibujan las historias generales de los destierros del Cid, convendría ahora realizar algunas consideraciones acerca de la idea de traición y traidor en época medieval, así como de la noción de destierro, relacionándolo con algunos de los códigos legales más relevantes de la época. La diferencia esencial ya la hemos apuntado con anterioridad. A medida que el poder se va concentrando en una sola persona, el agravio pasará a ser contra el rey, tratándose de un hecho que envuelve, y esto es el punto elemental para entender esta noción de traición, la idea de un compromiso personal roto, lo que se suele denominar Treubruch o Infidelitas. Entre los peores crímenes que el traidor podía cometer contra su señor se encontraban la rebelión y, por supuesto, el asesinato. Lo cierto es que, aunque en Castilla en sentido jurídico no hay régimen feudal, sí hubo un régimen vasallático-beneficial en el que la fidelidad era esencial.
Pero antes de proseguir con el supuesto papel de traidor del Cid tendríamos que preguntarnos dentro de qué categoría podríamos encuadrar su primer destierro, ya que en ningún lugar se dice que el Campeador desarrollase una actitud traicionera en ese caso concreto, sino que más bien guardaría relación con la intención de Alfonso VI de arrojarlo del reino. Si queremos comprender mejor la capacidad del rey para decretar el destierro sobre alguno de sus vasallos habría que aludir a una de sus potestades más importantes: la ira o indignatio regis. Hilda Grassotti indicó que la caída en la ira regis conllevaba la pérdida de honores y tenencias que el vasallo proscrito tenía por deferencia del rey, la disolución del vínculo vasallático, la confiscación de los bienes en la mayoría de las ocasiones y siempre el destierro[70]. Así, el rey rompía dicho vínculo porque algunas actitudes de su súbdito, en este caso el Cid, no habían sido de su agrado. Si el señor considera que ha dejado de ser fiel, puede dar por roto el vínculo vasallático y hacer caer sobre el Cid toda su ira. Es lo que en Cataluña los pactos feudales conocen con el nombre de bausía. En efecto, no tiene necesariamente que existir una infracción o un crimen y mucho menos un proceso legal, ya que a menudo la ira regis no obedecía más que a la pura voluntad del monarca de decidir quién se situaba dentro o fuera de su paz[71]. Como creía Grassotti, el primer destierro del Cid podría amoldarse a las fórmulas admitidas como «lineamientos esenciales de la institución», esto es, malquerencia del rey sin atender a un delito concreto y destierro sin confiscación[72].
Como contrapunto a este poder arbitrario del rey el Fuero Viejo de Castilla contemplaba algunas pautas relacionadas con el procedimiento de expulsión cuando «el rrey echa a algund rricoomne de tierra sin meresçimiento». Así, los plazos para abandonar el reino serían de «XXX días de plazo de fuero e después nueve días e después terçer día», mientras que entre los derechos que poseía el desterrado se encontraban que el rey le diese un caballo o que «quando oviere el rricoomne a salir de la tierra, dévele el rrey dar quil guíe por su tierra e dével dar vianda por sus dineros, e non ge la debe encaresçer más de quanto andava ante que fuese echado de la tierra» (I, 4, 2). Estos plazos fueron recogidos en algunas de las historias de España, identificándolos con el caso concreto del Cid.
Situación diferente se presenta con la acusación de traidor. Mientras que la caída en la ira regis, como acabamos de ver, se basaba en el arbitrio del rey y no suponía una mancha grave en la dignidad del vasallo, ahora, la declaración de traidor encerraba la deshonra más grave que podía recaer sobre un caballero medieval[73]. Pero el Cid no podía ser considerado como tal, porque en la Edad Media ese adjetivo se asociaba con Judas, estableciendo un paralelo entre la conducta del apóstol y la de aquellos que cometiesen un delito de esa naturaleza. Es de sobra conocido que, de acuerdo con los Evangelios, Judas entrega a Jesús a cambio de treinta monedas (Mt 26, 15-16), convirtiéndose así en el ejemplo por antonomasia de traidor (recordemos que la cabeza central, devorada por el diablo, de Dante es precisamente la de Judas). Si tenemos en cuenta que el Cid no llega a tiempo al sitio de Aledo, y en consecuencia no le presta la ayuda requerida a su rey, podría estar implícita en esa acción la idea de entrega. Al llamamiento al fonsado hecho por el rey tenían que acudir todos, pero también es cierto que bajo ciertas condiciones. Por supuesto, el hecho de no acudir o marcharse antes de cumplir con las condiciones impuestas equivalía a quebrar la fidelidad debida al rey. Aquilino Iglesia señaló, en este sentido, que Judas devino en traidor, es decir, infiel, al ser el prototipo de los traidores[74]. Se supera, por tanto, la conexión entre la idea de entrega y el acto que realiza Judas y pasa ahora a centrarse en la noción de infidelidad, ya que para cometer una traición es necesario entablar esa relación de fidelidad a la que nos referíamos antes, que suele formalizarse mediante un juramento que crea una serie de obligaciones mutuas entre las personas que lo suscriben.
Una crónica del siglo XII, la Historia Compostelana, refleja la preocupación que provocaba el posible empleo de la traición en el seno del arzobispado de Santiago de Compostela dirigido por Diego Gelmírez. Para ello, recordando el ejemplo de Caín, que cometió fratricidio sobre su hermano Abel, y, sobre todo, el del apóstol Judas, se obligó a todos los canónigos a jurar por Dios que «os seré obediente y fiel siempre en todo y que defenderé y ensalzaré vuestra vida, vuestras posesiones, y todo vuestro señorío, el que tenéis en la actualidad, y el que hayáis de tener, sin fraude ni mala fe»[75].
En principio, un personaje que aspiraba a convertirse en el arquetipo de buen caballero cristiano no podía vincularse de ninguna manera con Judas, ya que suponía un estigma demasiado grande en una sociedad como la hispana medieval. Además, en la Edad Media estar en la cumbre de la cultura equivalía a ser teólogo, que son precisamente los encargados, en la mayoría de ocasiones, de redactar las diferentes crónicas e historias generales. Por ello, y en consonancia con la doctrina católica, se entiende que no hubiese reservas a la hora de intentar separar totalmente los caminos de ambos personajes históricos. En efecto, la legislación de la época era contundente en cuanto al futuro que le cabía esperar al traidor: muerte y confiscación[76]. Aquilino Iglesia observó que la pena del traidor regio se configuró de acuerdo con la legislación goda contenida en el Liber 2, 1, 8[77],