La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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EL CID COMO ARQUETIPO DE «ESPAÑOL»
El Cid poseía todos los elementos necesarios para erigirse en una figura esencial dentro de la construcción de la identidad nacional española. La tortuosa relación que mantuvo con Alfonso VI, la equívoca estancia en tierra musulmana que los destierros le habían propiciado, dando lugar a interpretaciones que servían tanto a defensores como a detractores, o su abrumador dominio militar en las tierras levantinas, fueron factores determinantes que nos permiten comprender la imagen del Campeador que llegó hasta nuestros días. Incluso entre las fuentes musulmanes se auguraba: «Sous un Rodrigue cette Péninsule a été conquise, mais un autre Rodrigue la délivera»[89]. Si a esto le sumamos que la leyenda y la literatura, de la que el alegórico Poema es la muestra más representativa, contribuyeron decisivamente a enriquecer los perfiles del Cid, facilitando una biografía más intensa y ejemplar, entenderemos la visión panegírica que se traduce de él en las historias generales.
Pero, ¿por qué el Cid es aceptado como un héroe nacional? Para comprender su proceso de mitificación habría que realizar una consideración previa que tiene que ver con el punto de inflexión que marca el siglo XIX en la tradición historiográfica española. No es que se aprecie un cambio significativo en el tratamiento que se le dispensa al Campeador entre las historias de España anteriores y las posteriores al siglo XIX, ya que en todas se presenta un esquema más o menos homogéneo, en el que el Cid es el paradigma de buen caballero. Esto es un hecho bastante frecuente en la historiografía española, que no se caracterizó nunca por poseer una especial originalidad, sino más bien por repetir, copiándolos de autores precedentes, los mismos tópicos que habían jalonado el discurso histórico. La narración no suele sufrir variaciones importantes en muchos de sus episodios o personajes fundamentales. Es el caso, por ejemplo, de la visión que se ofrece de las resistencias de Sagunto y Numancia, de las guerras cántabras o de las biografías de Viriato y Sertorio, cuyos presupuestos son perfectamente asumibles desde el siglo XV hasta el XX. Aun así, es cierto que tanto en las narraciones decimonónicas como en las de principios del siglo XX se entremezclan algunos niveles, sobre todo la enseñanza de la historia y la labor del historiador, que merecen nuestra atención, puesto que son dos factores que explican en gran medida la socialización de los héroes, que en otras épocas estaba más restringida a las clases cultas.
En el siglo XIX el historiador deja de ser el monje que escribía la crónica de su monasterio o el cronista de una ciudad. Al desaparecer ellos surge el historiador nacional, que puede ser profesor o estar adscrito a una institución académica y se convierte, como ha señalado Bermejo, en el encargado de escribir para los miembros de la nación, los cuales reciben sus obras directamente o mediante la divulgación de sus investigaciones en libros de texto más o menos elementales[90]. Ahora posee, si adoptamos la terminología de Michel Foucault, una visión panóptica[91], lo que le permitiría tener una visión global del pasado.
Por supuesto, la labor del historiador no estaba exenta de condicionantes políticos, sociales o morales. Friedrich Nietzsche analizó en la segunda de sus Consideraciones intempestivas la figura del historiador, estableciendo una categorización tripartita que se correspondería, a su vez, con las clases del saber histórico y que, en palabras de Bermejo, sería válida tanto para el siglo XIX como para la actualidad. Según Nietzsche, se podría distinguir una historia monumental, una historia anticuaria y una historia crítica. No se trata de realizar un estudio exhaustivo acerca de esta cuestión, porque ni la naturaleza ni la extensión de este trabajo lo permitirían, aunque sí sería pertinente decir que los dos primeros tipos de historiadores estarían detrás de la mitificación de personajes como el Cid. En primer lugar, porque el papel del especialista monumental quedaría reducido al de un propagandista cuyo objetivo es movilizar a las masas, siendo su historia aquella que se dirige a la grandeza del pasado, donde lo grandioso se perpetuaría. Sería, por tanto, el prototípico historiador nacionalista. Mientras, el anticuario se encargaría, de acuerdo con Nietzsche, de preservar y venerar el pasado. Se trataría, según Bermejo, de esos «ideólogos sin ideología, técnicos de la Historia que justifican el Estado sin rostro en nombre del sentido histórico»[92].
El Estado liberal le encomienda al historiador explícitamente y de modo institucional la tarea de cimentar los fundamentos del sentimiento de identidad patriótica en una época en que el nacionalismo y el romanticismo se encuentran en auge[93]. Esto se produce porque la historia está en buena medida al servicio de la ideología y los historiadores al servicio de un Estado. Decía ya Aristóteles (EN, 1094b2) que «la política es la responsable de definir qué conocimientos son precisos en las ciudades, y qué y cómo debe aprender cada persona», lo que llevaba al Estagirita a concluir que la educación era, básicamente, una disciplina política. En el caso español, la interpretación de la historia nacional respondía básicamente a dos intereses que se correspondían con las corrientes sociales e ideológicas del liberalismo español, es decir, la moderantista y la progresista. Las posibles diferencias entre ambas tendencias no interferían en la integración de un relato sólido y unitario, porque, como ha señalado Inman Fox, compartían los ideales básicos del liberalismo decimonónico, incluyendo una afiliación a la revolución liberal de 1834, así como una afinidad con la España castellana del siglo XVIII y sus orígenes en la España de los Reyes Católicos[94].
El concepto de historia general sería, según Jover, la «ejecutoria de una conciencia nacional escrita madura que exige un testimonio escrito, fehaciente y literariamente organizado, de sus orígenes y de las grandes etapas de su desarrollo», pero ello no quiere decir que este género historiográfico sea una obra destinada a eruditos o un tratado universitario, sino que sería más bien «una especie de biblia secularizada, llamado a ocupar un lugar preferente en despachos y bibliotecas de las clases media y alta»[95]. El historiador tendría crédito al seguir un determinado método que le conferiría esa credibilidad, porque de lo contrario ese relato que definía lo que la nación era a través del devenir temporal no podría ser implantado mediante la educación, perdiendo la eficacia, que se va a explicar en base a su capacidad para que haga surgir la identidad política del ciudadano[96].
La importancia que se le tenía reservada a la educación en este contexto no era menor que la labor del historiador, ya que en el siglo XIX se configura como educación nacional. La enseñanza de la historia era un eslabón más de todo ese edificio que se había construido en torno al nacionalismo. Se trataba de una asignatura patriótica, obligatoria en los niveles de primaria y secundaria. El sistema escolar pasó a ser uno de los cauces conscientemente utilizado desde el poder, siguiendo los comentarios de López Facal, para promover valores patrióticos compartidos, y todo ello en virtud de un potente enfoque nacionalista[97]. En el caso que estamos analizando se recurre al Cid, como se recurría a Viriato y a Sertorio en la Antigüedad, porque estos tipos históricos poseían un gran poder de normalización. Nietzsche lo expresó en otros términos, al decir que la historia «tiene necesidad de modelos, de maestros, de confortadores, que no puede encontrar en su entorno ni en la época presente»