La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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Hoy en día, en trabajos más alejados de los viejos apasionamientos que siempre despertó la figura del Campeador, se acepta que estamos ante un episodio transmitido textualmente que no cuenta con ningún tipo de respaldo histórico; más bien se sostiene que pertenece al ámbito meramente fabuloso. Richard Fletcher lo define como un relato fantástico, extrañándose al mismo tiempo de que algunos historiadores modernos, como Menéndez Pidal, hubiesen abogado por su veracidad[34]. Gonzalo Martínez Díez se inclina por considerarla una «bellísima y poética escenificación carente de cualquier base histórica o documental»[35]. Francisco Javier Peña apunta a que sería un episodio «puramente imaginario, fruto del interés de los cronistas del siglo XIII por agrandar la figura del Campeador y dotarle de una estatura moral superior a la de los reyes a los que sirvió»[36]. José María Mínguez apeló a la poderosa creatividad de la imaginación popular y de los juglares castellanos, responsables de «crear una de las escenas dramáticas más impactantes de la literatura medieval recurriendo a un enfrentamiento desigual entre un rey bajo sospecha y uno de sus nobles requiriendo implacablemente la acción de la justicia»[37].
Si comparamos este episodio con el ritual legionense de coronación del siglo X veremos que, a pesar de que no se trata de Castilla, en ningún momento hay intervención de los nobles, solo de los clérigos. Se distinguen, de acuerdo con la transcripción hecha por Alfonso García-Gallo, cuatro momentos dentro de este ritual. Podemos observar en el primero de ellos cómo dos obispos conducen al rey hacia la iglesia, mientras los demás clérigos van delante con el «Santo Evangelio y con dos cruces con incienso aromático»[38], mientras invocan la bendición de Dios. Después, con el rey dentro del templo y despojado de sus vestiduras solemnes y sus armas, el obispo pregunta al nuevo monarca si gobernará manteniendo la Santa Fe y la guardará con obras justas. En tercer lugar el monarca ya es ungido, y, por último, los obispos entregan la espada, los brazaletes, el manto, el cetro, el báculo, y termina sentándose en el trono. Vemos que lo importante no es el juramento, es la unción, porque es el momento en que el rey recibe la gracia de Dios, aunque parece que en el caso de Alfonso VI el juramento precede a la unción. La idea sería que, si el rey miente, estaría jurando en falso, con lo que cometería un pecado contra Dios. En consecuencia, si miente y jura en falso podría ser excomulgado. Si es excomulgado quedaría fuera de la Iglesia, no sería cristiano y por tanto no podría ser rey de un reino cristiano.
Pero, ¿qué interés tiene toda la historiografía española en presentar la jura de Santa Gadea como un episodio histórico? Como hemos visto, se conjugan una serie de elementos cuyo trasfondo religioso nos interesa subrayar. Parece claro que el objetivo que se persigue es doble. Por un lado, se pretende justificar, en base a la humillación de la que habría sido víctima, la actuación posterior del monarca respecto de su vasallo en los dos destierros. Por otro lado, y quizá sea lo más importante, se busca liberar al Campeador de cualquier tipo de culpa, dejando el terreno preparado para que los historiadores no tengan más que apelar al resentimiento de Alfonso VI y a la envidia provocada por las extraordinarias virtudes que encarnaba el Cid para justificar los motivos que explicarían su caída en desgracia. Esto es fundamental, puesto que un héroe castellano, y por extensión español, de la envergadura del Cid, depositario de las más honorables virtudes que habrían de jalonar el particular carácter colectivo patrio, no podía estar manchado por ninguna mala conducta.
EL CID COMO TRAIDOR
El papel del Cid como traidor debe asociarse necesariamente a los dos destierros impuestos por su soberano Alfonso VI. Para ello habría que repasar, al menos someramente, el contexto en el que se producen algunos de los aspectos legales más importantes relativos a la idea de traición y traidor en la Edad Media, las implicaciones que conllevaba dicha consideración, las disposiciones que algunos de los códigos legales contemplaban y el objetivo que se persigue en la historiografía española al presentar una determinada visión sobre las expulsiones sufridas por el Campeador.
En primer lugar convendría repasar sucintamente el contexto en el que se insertan ambos destierros. Con respecto al primero, es bien sabido que Alfonso VI había enviado al Campeador como emisario para cobrar las parias de los reyes de Sevilla y Córdoba, estando el rey de Sevilla enfrentado al rey de Granada. De parte del rey granadino se alineaban algunos nobles entre los que destacaba especialmente García Ordóñez. El monarca sevillano reclamó al Cid protección como contraprestación por las parias cobradas, ya que estas eran, a su vez, una garantía de no intervención y aseguramiento de tregua[39]. Las dos huestes se encontraron en Cabra, donde el ejército granadino sufrió una gran derrota a manos del Cid, que capturó a García Ordóñez, lo mantuvo preso tres días y le quitó las tiendas y todo su botín. Este habría sido el primer pretexto para entender su posterior expulsión, pero el hecho que desencadenó definitivamente el destierro del Campeador tuvo lugar más adelante. Un grupo de musulmanes había atacado la fortaleza de Gormaz y obtenido un gran botín mientras el rey se encontraba en Castilla y el Cid, según recoge la Historia Roderici, «permaneció enfermo en Castilla»[40]. El Campeador comandó la represalia sobre Toledo con éxito y es justo ahí cuando la corte del monarca terminó por ejercer, según la versión más extendida, su influencia al acusar deliberadamente a Rodrigo Díaz de no haber acudido en su ayuda: «Rey y señor, no le quepa duda a vuestra majestad de que Rodrigo hizo esto para que los sarracenos nos matasen a todos nosotros, que andábamos entonces por su tierra devastándola, y pereciéramos allí»[41].
Las fuentes narrativas más tempranas coinciden en ofrecer la misma razón como causa de los dos destierros. En relación con el primero, la Historia Roderici atribuye a la envidia el único motivo que explicaría su expulsión del reino. De regreso a Castilla tras la batalla de Cabra nos dice el biógrafo cidiano: «A causa de tal triunfo y de la victoria que le otorgó Dios, muchos, tanto parientes como extraños, movidos por la envidia le acusaron ante el rey de cosas falsas y fingidas»[42]. Mientras que unas líneas más adelante, cuando el Cid ataca Gormaz, continúa: «El rey, airado y encolerizado injustamente por esta malintencionada y envidiosa acusación, le arrojó de su reino»[43]. En términos similares se expresa el Carmen Campidoctoris, aunque sin indicar que la envidia estuviese provocada por la victoria de Cabra o la cabalgada de Gormaz, que no cita, sino porque el rey habría ensalzado a Rodrigo Díaz sobre otros nobles, que advertían al rey: «Señor, ¿qué estás haciendo? Contra ti mismo un mal estás forjando, consintiendo a Rodrigo que destaque; no nos agrada. Ten por cierto que no te amará nunca, ya que fue cortesano de tu hermano; contra ti siempre va a tramar sus males y