La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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Consideraba Masdeu que este episodio era ciertamente injurioso por basarse en romances y novelas, a lo que habría que añadir que la acción del Cid resultaría también temeraria, puesto que «movió una guerra sin orden ni autoridad, y contra un amigo de su soberano», concluyendo que «es sobrada ceguedad la de querer aprobar y elogiar todas las acciones de Don Rodrigo, por viles é infames que hayan sido»[57]. El repaso que realiza Masdeu de la vida del Campeador mantiene esta línea negativa respecto a los intereses del caballero castellano, pero el momento que marcaría un punto de inflexión en la historiografía española podríamos situarlo cuando, tras la «reprobación crítica» a la que somete la figura del Campeador, llega a la conclusión de que «no tenemos del famoso Cid ni una sola noticia, que sea segura ó fundada, ó merezca lugar en las memorias de nuestra nación», lo que lleva a Madeu a sentenciar:
Algunas cosas dixe de él en mi historia de la España Arabe, porque en los puntos generalmente bien recibidos por nuestros mas respetables historiadores, no me atreví entonces á separarme de todos, a pesar de mis muchas dudas; pero habiendo ahora examinado la materia tan prolijamente, juzgo deberme retractar aun de lo poco que dixe, y confesar con la debida ingenuidad, que de Rodrigo Diaz el Campeador (pues hubo otros castellanos con el mismo nombre y apellido) nada absolutamente sabemos con probabilidad, ni aun su mismo ser ó existencia[58].
Naturalmente, el contenido de lo escrito en relación con el Cid, y sobre todo esta última afirmación, en la que negaba su existencia, le valió a Masdeu valoraciones nada favorables de, entre otros autores, Lafuente o Menéndez Pidal. El primero rechazó totalmente las palabras de Masdeu de la siguiente manera: «Sentimos que tales palabras hayan sido estampadas por un español, y más por un español erudito, y amante por otra parte de las glorias españolas, á veces hasta la exageración»[59]. En la misma línea se insertó Menéndez Pidal, que no dejó de reprobar a Masdeu por emplear en contra de uno de los mayores símbolos del ser español adjetivos como «embustero, delincuente» o «infame traidor», hasta el punto de definirlo como un ejemplo de «rabiosa cidofobia». La valoración negativa que atribuía Masdeu al Cid se debía en parte, según Pidal, a que era catalán, y por tanto «heredaba y hacía llegar a su colmo aquel ingenuo resentimiento de los cronistas del reino de Aragón contra el héroe castellano»[60].
El recurso de la envidia como matriz de este esquema se asocia con uno de los pecados que caracterizó el carácter español. En su texto Los españoles en la historia, Menéndez Pidal diferenciaba tres rasgos elementales de los españoles: la sobriedad, la idealidad y el individualismo. Esta tercera cualidad va a asociarse en el imaginario colectivo como uno de los males que asoló el multisecular carácter nacional desde la Antigüedad, permitiendo de ese modo la sucesiva invasión de una serie de pueblos que, sin ser necesariamente más aptos militarmente, habrían encontrado acomodo fácilmente entre las fronteras patrias. El panteón mitológico español está lleno de buenos ejemplos como Viriato y Sertorio, asesinados a manos de sus más cercanos colaboradores, o el episodio de la «pérdida de España» de 711, donde el último rey visigodo, según algunas versiones, es traicionado por los hijos de Witiza, que pretendían restaurar el poder perdido a raíz de la muerte de su padre en el campo de batalla.
Creía Menéndez Pidal que el individualismo y la falta de un sentimiento de colectividad se traducían en la envidia que caracterizaba España. La vida del Cid no era ajena a esta idea, más bien al contrario: representaba a la perfección la prueba de que ese carácter nacional[61] era real y mantenía una pervivencia más o menos continua desde el mundo antiguo. Parece claro que hallar concomitancias entre personajes a los que separan siglos, no ocupan la misma situación geográfica, ni cuentan con los mismos condicionantes políticos, sociales, económicos y psicológicos, e integrarlo todo en un discurso vertebrado en torno a España, podría llevar a un claro anacronismo. Decir que el Cid luchaba por una nación equivaldría a afirmar que los saguntinos o los numantinos habían dado su vida en una guerra de independencia contra cartagineses y romanos, creencia que dominó, por cierto, desde el padre Mariana hasta el primer tercio del siglo XX. José Álvarez Junco ha apuntado que España existió en el sentido de que el vocablo Hispania, sucesor del griego Iberia, fue acuñado por los romanos y pervivió en el romance medieval traducido como Espanna o España, pero durante mucho tiempo su único significado fue geográfico, no adquiriendo contenido político hasta hace quinientos años, cuando todos los reinos peninsulares, a excepción de Portugal, se reunieron bajo un solo monarca[62]. Por ello resulta interesante la siguiente cita de Menéndez Pidal, ya que nos permite comprender cómo veía él esa línea temporal que unía el destino de las sucesivas personalidades que protagonizaban la historia española:
Toda historia de hombre insigne español ha de ocuparse en esos entorpecimientos de la envidia, y la primera biografía aparte que en nuestra literatura se escribe, la del Cid, nos da ya repetidas noticias de este perpetuo duelo de la generosidad con la malevolencia. Al Cid envidian los grandes de la corte, le envidian sus propios parientes, le envidia el rey[63].
No hay duda de que tanto para Menéndez Pidal como para la mayoría de la tradición historiográfica española se urde toda una trama de intrigas que tienen como único objetivo el descrédito del Cid. En su obra de referencia sobre el Cid, Pidal había advertido que la envidia poseía un extraordinario poder, puesto que abundaban en la corte real los «mestureros» o «mezcladores», que «constituían una verdadera calamidad pública que perturbaba hondamente la vida social, en cuanto el rey flaqueaba por carácter débil o receloso»[64]. Lafuente ya había escrito un siglo antes alertando sobre las fatídicas consecuencias que la división provocaría especialmente en el siglo XI, señalando a su vez ese defecto del ser nacional como razón que también explicaría el asentamiento tan prolongado de los invasores. La cita merece leerse completa:
Si disuelto el imperio ommiada no acabaron de expulsar las razas mahometanas, culpa fue del heredado espíritu de individualismo y de sus incorregibles rivalidades de localidad. Las envidias se recrudecieron después del triunfo de Catal-Alazor, y los reinados de Sancho y García de Navarra, de Ramiro de Aragón, de Fernando, Sancho, Alfonso y García de Castilla, León y Galicia, todos parientes o hermanos, presentan un triste cuadro de enconos y rencores fraternales, en que parece haberse desatado completamente los vínculos de patria y borrado del todo los afectos de la sangre[65].
No es posible comprender lo que rodea el destierro del Cid sin tener en cuenta esta interpretación dominante de la historiografía española. En el capítulo correspondiente de su Historia general, cuando tiene que regresar sobre los pasos del Campeador, Lafuente no evita recordar de nuevo amargamente que la «desunión y la rivalidad, plantas indestructibles en el suelo de España, y causas perpetuas de sus males, vinieron tambien á entorpecer y diferir la grande obra de la restauración», y es por ello que merecen elogios monarcas como Fernando I, ya que bajo su mando se ve «al reino unido de Castilla y de Leon alcanzar una importancia, una solidez y una superioridad cual no había tenido nunca todavía»[66]. Unas páginas más adelante, Lafuente insiste sobre el mismo tema, pero esta vez relacionando el mal de la división con el mayor enemigo del cristianismo en época medieval, el islam: «¿Cómo no aprovecharon los árabes aquellas discordias de los cristianos para consumar su conquista? Porque ellos estaban á su vez mas divididos que los españoles»[67]. Esta actitud fue refrendada enérgicamente y casi del mismo modo por Miguel Morayta medio siglo después: