La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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Los personajes heroicos, de los que el Cid era uno de los ejemplos por excelencia, o los grandes hechos históricos, como las resistencias a la conquista romana, dotaban al pasado nacional de una connotación positiva que infundía al lector orgullo y exaltación[99]. Se producía, en consecuencia, una asimilación de los valores que habían personificado los protagonistas de esas gestas, ya que los alumnos se creían herederos de sus hazañas. A pesar de lo que pudiese parecer, el uso de la enseñanza de la historia no tuvo los resultados esperados por una serie de causas estudiadas por Carolyn Boyd, entre las que sobresale la competición institucional y la lucha ideológica, traduciéndose en la imposibilidad de construir un discurso hegemónico en torno a la historia y la identidad nacionales[100].
El Cid pertenece al mundo de las imágenes, los mitos y los símbolos. Si queremos que un mito sea eficaz debe ser conocido y compartido por una comunidad, y qué mejor instrumento que la enseñanza de la historia para socializarlo. Es ahí, precisamente en este ámbito, en el que la evocación desempeña un papel elemental; los jóvenes eran los encargados de apropiarse del pasado glorioso español para asegurar la continuidad del carácter que fundía sus orígenes en el mundo antiguo. Boyd reconoció que los héroes nacionales tradicionales, como el Cid o Santiago, ejemplificaban virtudes cada vez más anacrónicas[101], aunque pese a ello continuaban siendo útiles. En todo caso, los textos debían trazar esos paralelos entre el pasado y el presente para que los estudiantes de la época se sintiesen partícipes de las gestas que estudiaban.
Sin embargo, la falta de originalidad que acusaba la enseñanza de la historia, limitada a repetir los tópicos que las historias generales consignaban, mereció las críticas de varios intelectuales. Entre ellos destaca Rafael Altamira, una personalidad clave en este ámbito que, en su fundamental libro La enseñanza de la historia, publicado a finales del siglo XIX, y donde expuso con brillantez su doctrina metodológica, alertaba de «dos gravísimos inconvenientes» que tenían el manual o «libro de texto». El primero de los problemas radicaba en que, por lo común, era obra «de tercera o cuarta mano, escrita deprisa, sin escrúpulo y con fin comercial, más bien que científico»; y, en segundo lugar, el «carácter dogmático, cerrado y seco con que pretende contestar a las preguntas del programa»[102].
En otro texto elemental, recogido a partir de un discurso leído ante la Real Academia de la Historia, Altamira rechazaba el libro único, pero, eso sí, abogaba por la vigilancia y la intervención «en cuanto a las condiciones científicas de esos libros, siempre que se trate de aplicarlos a la enseñanza»[103]. Sobre estas recomendaciones regresó Altamira treinta años después, al observar que los problemas derivados de la utilización del libro de texto no se corregían. Con el propósito de cambiar la situación, Altamira ofrece una alternativa en forma de Epítome de historia de España, necesidad que justifica así:
Lo que la experiencia profesional me ha enseñado a mí, en cabeza propia y en la de mis compañeros cuya labor podía observar, es que los inconvenientes y peligros del libro para uso de los estudiantes (…) son mucho mayores de lo que entonces yo creía, y que lejos de disminuir se han acrecentado y agravado en algunos países (…) Así, en lugar de decrecer el valor instrumental del libro de texto en la primera y en la segunda enseñanza, ha crecido hasta convertirse en el eje de las enseñanzas (…) El progreso del mal ha sido tan avasallador, que ha invadido en gran parte hasta las cátedras de las Licenciaturas universitarias[104].
Pero se trataba de apreciaciones innecesarias, no porque careciesen de sentido, sino porque aceptarlas equivaldría a revisitar muchos de los mitos que habían poblado el pasado nacional, con el peligro que eso conllevaba. Las sucesivas generaciones de españoles, al contrario, tenían que saber quién había sido el Campeador y qué valores representaba, en fin, qué atributos debían reunir para convertirse en buenos patriotas españoles. Y es que, como decía Immanuel Kant en unas lecciones recogidas y publicadas por su alumno en la Universidad de Königsberg Friedrich Theodor Rink, el hombre es lo que la educación hace de él[105].
La vinculación entre el modelo de las historias generales y la enseñanza de la historia en España produjo, según Pilar Maestro, varios efectos entre los que se deberían destacar tres[106]. Por un lado, contribuyó a estructurar y fijar el conocimiento histórico en los diversos ámbitos educativos. En segundo lugar, favoreció la creación de una imagen específica de la historia española y, por tanto, de la imagen propia de España, a través de los tópicos permanentemente repetidos, entre los que el arquetipo cidiano es una buena muestra de ello. Por último, benefició la fijación y mantenimiento de una concepción de la historia como forma de conocimiento y de sus categorías fundamentales. Lo que estas consideraciones encierran es, en realidad, la total influencia en los planes de estudios de las páginas que escribían los historiadores responsables de narrar, con los condicionantes ideológicos y políticos correspondientes en cada época, el discurso histórico de la nación española.
El siglo XIX alumbró también las peores corrientes de lo que Menéndez Pidal dio en llamar «cidofobia», cuyo único objetivo sería poner en peligro o discutir la integridad moral de Rodrigo Díaz. En 1844, en la ciudad de Gotha, Dozy encontró el pasaje correspondiente al historiador musulmán Ibn Bassam en el que hablaba, aunque no de modo demasiado favorable, del Cid. Pero este historiador no fue el primero en proporcionar una imagen adversa del héroe español; había conocimiento ya de otros autores, como Joseph Aschbach, Charles Romey, Eugène Rosseeuw Saint-Hilaire o el propio Masdeu, en los que el Campeador no era un ejemplo de conducta, por lo que Dozy debió, según Menéndez Pidal, experimentar más de una amargura. Dozy dedicó buena parte de sus Recherches a desacreditar la figura de un Cid portador de todos los valores que debían acompañar al buen caballero medieval mediante la revelación de deslealtades, maldades y traiciones. Es bien sabido que Menéndez Pidal revisó la biografía cidiana en parte gracias a las acusaciones vertidas en las Recherches, aunque lo hacía «de mala gana (…) porque repugno profundamente el papel de apologista», resignándose de ese modo «a parecer un exculpador sistemático»[107]. En los volúmenes de Dozy se encontraban pasajes tan ofensivos para el honor patrio, merecedores de la atención del filólogo español, como el siguiente: «Un chevalier espagnol du moyen âge ne combattait ni pour sa patrie ni pour sa religion: il se battait, comme le Cid, “pour avoir de quoi manger”, soit sous un prince chrétien, soit sous un prince musulman, et ce que le Cid a fait, les plus illustres guerriers, sans en excepter les princes du sang, l’ont fait avant et aprés lui»[108].
Esta afirmación de Dozy vendría a despojar al Cid de sus virtudes, sin ideales por los que luchar, presentándolo simplemente como un mercenario al que solo movía el interés por sobrevivir, independientemente de si lo hacía del lado cristiano o del musulmán. En primer lugar, el Campeador defensor del cristianismo desaparecía si esa sentencia era cierta, puesto que el prototipo de buen cristiano que exaltaban autores como Mariana[109] o Colmeiro[110] no podía, aunque su rey lo desterrase, ayudar a mantener la presencia musulmana en la Península. Además, el Cid podría ser considerado traidor al haber entrado en combate con los ejércitos a los que antes pertenecía y haciéndolo, para más deshonra, al servicio del principal enemigo de la fe católica. Y por último, aceptar que el Cid había sido un mercenario desacreditaba no ya en el plano individual al mismo personaje, sino a un nivel más general, un jalón esencial del carácter nacional.