La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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A la luz de lo expuesto hasta el momento da la impresión de que, mientras el Campeador se caracterizaba por ser un desecho de virtudes[126] con una conducta intachable, el monarca era un personaje envidioso, capaz de dejarse llevar por los insidiosos comentarios que un grupo de nobles difundían por la corte. Ahora bien, ¿por qué existe esa ambivalencia tan acusada entre las figuras del Cid y del monarca? Andrés Gambra ha señalado la indiscutible influencia de un «aparato cronístico exclusivo cuya naturaleza y estilo, unidos al halo con que la épica y la tradición historiográfica han rodeado al Campeador, incitan insensiblemente a la apologética»[127]. Recordemos aquel célebre verso del Poema que, en definitiva, contribuyó a crear y mantener esta interpretación: « ¡Dios, que buen vassalo! ¡Si oviesse buen señor!»[128].
EL CID Y CASTILLA
El último punto que vamos a tratar es el que tiene que ver con la asimilación entre Castilla y el Cid, en caso de que existiera. En efecto, en contra de lo que pudiese parecer, esa vinculación no la tenemos tan clara a lo largo de la historia. No se produce una asunción desde los albores de la Reconquista de la personalidad del Cid como prototipo de la imagen de Castilla. Aun así, es innegable que la impronta castellanista en la interpretación del pasado español fue esencial, a pesar de que su imagen llegó hasta nosotros distorsionada y manipulada por diversos intereses que no tienen que ver exclusivamente con el nacionalismo español[129].
El momento de máxima identificación se produjo entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Ayudaron decisivamente a ello el fuerte sentimiento regeneracionista derivado de las fatales consecuencias del año 1898 y la irrupción política del catalanismo[130]. Por supuesto, este proceso no recayó únicamente sobre los historiadores; otros intelectuales, ya fuesen filósofos, literatos o poetas, influyeron notoriamente en la idea del castellanismo como vertebrador de España. Son bien conocidos los casos de Joaquín Costa, Azorín, Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Rafael Altamira o el propio Menéndez Pidal, estos últimos muy vinculados al Centro de Estudios Históricos, creado por la Junta para Ampliación de Estudios. Aunque tal vez quien más rotundamente reflejó esta noción que formaba parte de una tradición historiográfica de varios siglos, en la que se sostenía que Castilla había llevado a la creación de España, fue José Ortega y Gasset en su España invertebrada. En el libro Ortega muestra su preocupación ante el proceso de desarticulación que estaba sufriendo el país, ambiente en el que Castilla ofrecía un poder unificador que se podría resumir del modo siguiente:
Porque, no se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla, y hay razones para ir sospechando que, en general, sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral. Más de una vez me he entretenido imaginando qué habría acontecido si, en lugar de hombres de Castilla, hubiesen sido encargados, mil años hace, los unitarios de ahora, catalanes y vascos, de forjar esta enorme cosa que llamamos España[131].
Las historias generales son un fiel reflejo de este modelo historiográfico que propugna la preeminencia de Castilla sobre el resto de reinos de la Península. Cuestión muy distinta es que los historiadores que estamos analizando viesen en el Campeador la figura portadora de unos valores castellanos que pudiesen ser válidos para el conjunto del territorio español. Frente a lo que pudiera parecer, al Cid no le fue encomendada esa función. En efecto, Mariano Esteban observó que Modesto Lafuente, enlazando con la tradición revisionista del siglo XVIII, estaba muy lejos de tomar al Cid como esa figura depositaria de unos valores esenciales castellanos[132].
En cambio, si tomamos como ejemplo lo que refiere Morayta, podemos percibir una cierta asimilación entre el Cid y las glorias castellanas que debía encarnar. Así, relataba este autor que ya en la guerra de Sancho I de Aragón aparecería el Campeador con las virtudes del valor, la serenidad, la astucia o la política. Pero Morayta es más explícito cuando reconoce que fue en Valencia donde «ganó Rodrigo su imperecedero renombre, y los títulos, por cuya virtud personificó todas las condiciones de la nacionalidad castellana»[133].
No obstante, va a ser Menéndez Pidal, de nuevo, quien marque el punto de inflexión en la creación de esta dualidad entre el Cid y Castilla. Para Pidal lo hispánico equivalía a una cultura unitaria cuyos principales elementos formativos eran, en expresión de Fox, una Castilla innovadora y democrática que rompía con el feudalismo tradicional leonés[134]. Suyas son las palabras que decían que «Castilla recibió las primeras condiciones necesarias para constituirse en directora de una vida nueva entre los pueblos de la Península»[135]. La consolidación del estereotipo historiográfico consistente en ver al Cid como símbolo de las virtudes castellanas y del alma española, al encarnar la lealtad, la valentía y un sentido de la justicia que tendría su fiel reflejo en el juramento de Santa Gadea, debe mucho a Menéndez Pidal. De hecho, la utilización de sus textos y del Cid como modelo ideal del nuevo ejército franquista fue analizada por María Eugenia Lacarra[136]. Utilización que se extendería hasta la literatura del siglo XXI, cuando el mito cidiano se desplegaría como un recurso narrativo de gran interés, convirtiéndose en un significante más que oportuno para enunciar, desde ese ámbito, algunas particularidades de la condición posmoderna[137]. En la elaboración pidalina del pasado hispano Castilla había sido unificada definitivamente por los Reyes Católicos. El Cid corporeizaba, según Fernando Wulff, los instintos democráticos y el carácter innovador de los castellanos, cuestiones que serían las claves de su hegemonía posterior[138].
[1] Deseo expresar mi agradecimiento a Pedro Ortego Gil, catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Santiago de Compostela, por sus utilísimas indicaciones y sugerencias bibliográficas.
[2] D. Alighieri, Divina comedia, A. Echevarría (ed.), Madrid, Alianza, 1995.
[3] M. Lafuente, Historia general de España, vol. 2, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Mellado, 1850, p. 488.
[4] R. Menéndez Pidal, La España del Cid, vol. 1, Madrid, Plutarco, 1929, p. 184. Lo cierto es que sobre García de Galicia pesó siempre ese perfil de persona incapaz y siniestra, visión desmontada mediante un gran análisis diplomático y archivístico de E. Portela Silva, García II de Galicia, el rey y el reino (1065-1090), Burgos, La Olmeda, 2001.
[5] E. Falque Rey, «Traducción de la Historia Roderici», Boletín de la Institución Fernán González 201(1983), p. 334.
[6] A. Montaner y Á. Escobar (eds.), Carmen Campidoctoris o Poema latino del Campeador, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, p. 13.
[7] F. J. Peña Pérez mostró que la llegada a la Península y la agresividad de los