La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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Contamos con una serie de documentos que son útiles para corroborar esa cierta influencia que se advierte desde época goda. El Fuero Real contempla que «todo traydor muera por traycion que ficiere, è pierda, quanto ha, è hayalo el Rey, maguer que haya fijos de bendición, ò nietos, ò dende Ayuso» (IV, 21, 25). Las Partidas establecen que «qualquier home que ficiese alguna de las maneras de traycion (…) debe morir por ende, et todos sus bienes deben seer de la camara del rey, sacada la dote de su muger (…) et lo que hobiese manlevado fasta el dia que comenzó á andar en la traycion» (VII, 2, 2); indicando además que «deuen morir por ello, lo mas cruelmente, e lo mas abiltadamente que puedan pensar» (II, 13, 6). El Ordenamiento de Alcalá, por su parte, afirma que todo aquel que cometa traición «merece muerte de traidor, è perderia los bienes» (XXXII, 5). Esta legislación es interesante, pero no es posible desde el punto de vista histórico-jurídico juzgar por leyes posteriores, por leyes que en el momento de los hechos no estaban ni siquiera redactadas. Por eso mismo, y en un sentido estrictamente cronológico, sería más correcto remitirse a la versión romanceada del Liber Iudiciorum, esto es, el Fuero Juzgo. En él se recoge (II, 1, 6) que el traidor contra el rey debe morir y, en caso de que le perdone, tienen que quitarle los ojos. Además, los bienes del traidor serán para el monarca, quien podrá hacer con ellos lo que quiera.
La legislación decretaba, como acabamos de ver, la muerte y la confiscación. Es cierto que el Cid es despojado de sus bienes, pero de ningún modo se cumple con el primer precepto que mencionábamos. Cabría cuestionarse ahora por qué el Cid, cuando no llega a tiempo a Aledo en ayuda de Alfonso VI y es acusado formalmente de traición, no recibe su correspondiente castigo con la pena de muerte. Grassotti se ha planteado a este respecto si influyeron las razones políticas en el no cumplimiento de ciertas leyes como esa, mostrando otros casos como los de Osorio Díaz, Rodrigo Ovezquiz, el conde Gonzalo Peláez o el propio segundo destierro del Cid. Concluye Grassotti que la razón que explicaría esa ausencia de sanción sería que se trataba de personajes demasiado importantes para condenarles a muerte y por eso se optó por el destierro. Por lo que respecta al Cid, además de ser un caballero relevante, se hallaba fuera del alcance de la acción directa de Alfonso VI[79].
Encontramos, además, un tema muy importante, como es el de la naturaleza. El rey es el señor natural y los habitantes del reino, sus vasallos, son naturales, en este caso de Castilla. El castigo posiblemente más común de la ira regia fue la desnaturalización, es decir, el rey priva a uno de sus vasallos de su naturaleza, con lo que deja de ser su señor natural y el castigado deja de ser natural de su reino. Por tanto, pierde todo y tiene que salir de él. La cuestión de la naturaleza explicaría bastante bien qué es lo que hizo el Cid cuando fue desnaturalizado, lo cual no encajaría con el concepto de mercenario, aunque tampoco lo evitaría. El razonamiento sería el siguiente. Si Alfonso VI desnaturaliza al Cid, deja de ser, por voluntad del monarca, castellano. Si no es castellano, puede servir a cualquier otro rey o señor, por lo que no es traidor. No se trataría de una traición en sentido estricto.
La apelación a la envidia como motivo de la aversión de los magnates de la curia real, y la mezcla de rencor del monarca derivado de la jura de Santa Gadea, actuó, en definitiva, como clave interpretativa de ambos destierros. La motivación del primer destierro no ofrece una razón objetiva que aclare la salida del reino del Cid, simplemente nos encontramos con una decisión que toma Alfonso VI, amparado en la potestad de la ira regis, influido o no por sus hombres más cercanos. Deducir, en este sentido, que el rey pudo haber sido manipulado por sus allegados implicaría aceptar cierta falta de carácter en su personalidad, algo poco probable, quizá, si tenemos en cuenta que fue capaz de investirse por primera vez con la dignidad de Imperator totius Hispaniae. Autores como Bernard F. Reilly se muestran muy críticos con aquellos historiadores que han aceptado la sustitución de las preocupaciones políticas del siglo XI por «las novelescas pasiones que a manos llenas brinda la literatura»[80]. Señala Reilly con respecto al segundo destierro, además, que más allá de las intrigas palaciegas pergeñadas por nobles, Alfonso no podía tolerar la perspectiva de que el Cid pudiese asumir una plena independencia de criterio, ya que, si lo hacía, equivaldría a reconocerle como un señor independiente[81].
La historiografía reciente coincide en desechar este esquema hegemónico que desde el padre Mariana hasta Menéndez Pidal dominó el relato de la biografía cidiana. Las fuentes de las que disponemos para conocer los avatares del caballero castellano no nos permiten en ningún caso arrojar ninguna certeza, sino más bien hipótesis que puedan ser corregidas por ulteriores investigaciones. Richard Fletcher consideró, con respecto al primer destierro, que Rodrigo Díaz había sido lo bastante imprudente como para dar a sus enemigos la oportunidad de ejercer su influencia sobre el monarca, y añade que se otorgó, a comienzos del verano de 1081, el cargo de armiger real a Rodrigo Ordóñez, hermano del conde humillado en Cabra, lo cual, a juicio de Fletcher, disponía todavía más a la corte real en contra del Cid[82]. Para el segundo destierro Fletcher optó, teniendo en cuenta la imposibilidad de conocer lo que sucedió, por aceptar que los enemigos del Campeador estarían, independientemente de la situación, dispuestos a acusarle y el rey a aceptar su culpabilidad[83]; es decir, se parte de una predisposición en contra de Rodrigo.
Gonzalo Martínez abogó en algunos lugares por valorar la tendencia a la envidia como una explicación demasiado simple. Según este autor, la personalidad de Alfonso VI era lo suficientemente fuerte como para haber dado un paso tan importante como el de arrojar del reino a uno de los primeros magnates, movido en exclusiva por las acusaciones de los cortesanos[84]. Aun así, a pesar de que no se puede determinar si el rey actuó movido por la ira o por razones políticas, Martínez no esconde que Alfonso con toda seguridad habría sufrido «gran dolor por la pérdida de un vasallo, cuyo valor y pericia conocía muy bien»[85]. Otro especialista, Ambrosio Huici, expuso que la causa del primer destierro no se podía encontrar en la «infantil creencia de que el Cid, con su intervención, más o menos meditada, iba a dejarlos morir a manos de los musulmanes», y alega razones políticas, como que el Campeador, con su cabalgada, perturbaba los pactos entre Alfonso y al-Qadir, señor del territorio toledano[86].
Decíamos al comienzo que la reconstrucción del pasado tiene que hacerse, forzosamente, de modo fragmentario. Como ha señalado Ermelindo Portela, tanto el Cid como Gelmírez se benefician de haber vivido tiempos de crisis, el medio idóneo para multiplicar las ocasiones de desarrollar al máximo sus cualidades personales[87]. Pero ello no se revela como un impedimento o un obstáculo; al contrario, es una gran ventaja, ya que la escasez de fuentes que suele caracterizar la vida de estos personajes permite difuminar la imagen del Cid, lo que, unido a un texto panegírico como el Poema, posibilita su mitificación.
En nuestro caso no es especialmente relevante el hecho de que los destierros se hubiesen debido a envidias propiciadas por una corte capaz de influir en las decisiones de Alfonso VI o a una actitud perniciosa del Campeador. Lo realmente interesante en estas páginas es conocer la forma en que se utilizan una serie de tópicos recurrentes contenidos en las historias generales al servicio de un único