La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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Otro clérigo, Juan de Ferreras, editó en el primer tercio del siglo XVIII una Historia de España en dieciséis volúmenes. Entre los propósitos de Ferreras se encontraba corregir errores y falsedades, para lo que contaba con fuentes impresas procedentes de otros países, crónicas francesas e incluso textos árabes[18]. Pero ello no le impidió aceptar como verdadera la jura en Santa Gadea. Ferreras incide en que el responsable de la muerte de Sancho se llamaba «Bellido»; sin embargo, añade que se había «esparcido vn falso rumor, de que Bellido havia muerto à Don Sancho de orden de Don Alonso». De todos modos, se vuelve a repetir que la proclamación de Alfonso se produjo en «la Parroquial de Sancta Gadea» donde «el Cid tomò el juramento à el Rey»[19]. En efecto, Ferreras presenta una narración que continúa la línea marcada cinco siglos antes, algo que, por otro lado, es lógico, ya que el sacerdote leonés cita entre sus fuentes a «Don Rodrigo, Don Lucas y los demàs»[20], entre los que podría estar la Estoria de España o la Historia general del jesuita Mariana, ya que es habitual que en esta sucesión de textos sobre la historia de España se vayan copiando casi idénticamente lo que escriben las voces más autorizadas.
Modesto Lafuente, por su parte, muestra una actitud ambivalente en cuanto al juramento. Admite que el atrevimiento del Cid al tomar la jura había sido «un testimonio de la grandeza de su alma», pero, al mismo tiempo, advierte que la actitud del Campeador podría haber provocado la respuesta de Alfonso en relación con lo que el palentino define como «alevosía de Carrión»[21]. Lafuente hacía alusión con estas palabras a la supuesta participación del Cid en aquella batalla de Golpejera del año 1072 en la que Sancho derrotó a su hermano, coronándose así rey de León. Esto le valió al destronado un breve periodo encarcelado y, después, el destierro en la corte de al-Mamun de Toledo. La Historia Roderici no incluye a Rodrigo Díaz en ningún acto de este tipo, refiriendo: «En las batallas que el rey Sancho libró con el rey Alfonso en Llantada y Golpejera, donde le venció, Rodrigo Díaz llevó el pendón real del rey Sancho y se destacó y sobresalió entre todos los soldados de su ejército»[22].
Para Lafuente el comportamiento del Cid representaba también la arrogancia de la nobleza castellana por permitirse tomar juramento al monarca, con la humillación que, a su juicio, este acto conllevaba. Lafuente sabía que algunos historiadores contaban que se repitió tres veces la fórmula del juramento, aunque, al hablar las crónicas más antiguas de una sola, prefiere esta última opción. Aun así, no oculta que, a pesar de dicha arrogancia, la verdad era que «por mucho que Alfonso lo disimulara, quedóle en su ánimo cierto desabrimiento y enojo hacia el Cid»[23].
Naturalmente la Historia del erudito palentino tuvo una vigencia absoluta durante el XIX, convirtiéndose tanto en la obra de síntesis más leída como en la base de la mayoría de narraciones que a partir de ella se escribirían. Apareció en la última década del siglo, sin embargo, un nuevo texto patrocinado esta vez por la Real Academia de la Historia y bajo la dirección de Antonio Cánovas del Castillo, como hemos tenido ocasión de comprobar en el capítulo anterior. Nació, en palabras de Ignacio Peiró, con una vocación de afrontar el estudio de la historia de España de forma acorde con el patriotismo y el nuevo concepto de nación surgido en el contexto de la Restauración[24]. Manuel Colmeiro, autor del capítulo correspondiente al Cid, asume la muerte de Sancho a manos del traidor Vellido Dolfos, así como el evento del templo burgalés, donde «los castellanos pusieron por condición del pleito y homenaje que jurase no haber tenido parte en la muerte de D. Sancho», para continuar afirmando que «sólo el Cid entre los caballeros de la corte se atrevió á pedirle el juramento, temerosos los demás de incurrir en el enojo del Rey», por lo que acabó el rey «tan lastimado y ofendido del Cid, que jamás desde aquel día le restituyó de veras en su gracia»[25].
En realidad la narración no sufrió variaciones relevantes en este cambio de siglo[26]. En su Historia de España y de la civilización española, Rafael Altamira admite «la traición de Bellido Dolfos», pero siempre pretendió ceñirse a la historia verdadera del Cid, desechando multitud de pormenores extraordinarios, como lo sucedido en Santa Gadea, el casamiento de las hijas de Rodrigo con los infantes de Carrión o la batalla ganada por el Cid después de muerto, que a juicio de Altamira pertenecía al mundo de «los poetas castellanos de la Edad Media, los romances populares, los autores árabes y la fantasía del vulgo». Por ello señala escuetamente que Alfonso «fué reconocido rey por los leoneses y por los castellanos» aunque antes tuviese que guerrear con García, que «vino a recuperar el trono con tropas del rey sevillano»[27].
Analicemos ahora el punto de partida de todos los estudios que desde 1929 se han venido publicando en torno a la figura del Rodrigo Díaz. Menéndez Pidal reconocía en las primeras páginas de su monumental España del Cid que una de las razones que lo habían llevado a escribir dicho libro era contestar a las acusaciones que Reinhart Dozy, un arabista holandés, había vertido sobre el paradigma del buen caballero castellano. Pidal explicó en otro lugar que la obra magna sobre el Campeador era una «reacción contra una corriente de cidofobia que había tenido graves negligencias en el acopio de las fuentes y había cometido multitud de errores en interpretarlas y acoplarlas»[28]. Tal afrenta precisaba de una respuesta nacional que preservase la dignidad de uno de los mayores héroes españoles, y a esa tarea se entregó. Según él, las palabras de Dozy significaban una nueva muestra de «cidofobia», porque sus conclusiones no estaban avaladas más que por sus prejuicios, arbitrariedades y desfiguraciones.
Entre las fuentes de las que bebe Menéndez Pidal se encuentran el Tudense y el Toledano, a los que copia al tratar este episodio. Evidencia Pidal, en este sentido, sus dudas acerca de la verosimilitud que le merece el juramento, al ser noticia tardía y, a su juicio, de fuente juglaresca. Sin embargo, esto no es un problema, porque «la creo de origen antiguo y, por lo tanto, fidedigna, ya que los primitivos juglares castellanos eran más cronistas y menos poetas que sus colegas los franceses»[29]. Que el juramento fuese sobre los Evangelios tampoco lo pone en cuestión el eminente filólogo español, puesto que «para ser válida la jura, el que la jure debía tocar algún objeto sagrado», al igual que el enojo posterior del rey, que Menéndez Pidal no entiende porque el Cid «cumplía con él una función que, aunque de desconfianza, era al cabo una función jurídica ritual, muy propia de quien había sido alférez del rey difunto»[30]. Al leer el relato de Lucas de Tuy y Jiménez de Rada y compararlo con lo que dice Menéndez Pidal, la coincidencia es evidente. Parece que el tiempo no se ha parado y los siete siglos que separan la escritura de los tres textos no son un impedimento para mantener intacta la estructura básica de la narración. Lejos de lo que pueda parecer, este no es un hecho aislado dentro de la historiografía española. Son muchos los ejemplos que se presentan en los que la vigencia de un modelo interpretativo dado se mantiene inalterable desde sus más prístinos orígenes hasta el momento de redacción de las historias generales.
Ahora bien, ¿qué hay de cierto en todo este episodio? Una de las mayores dificultades