La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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Jiménez de Rada, por su parte, copia a Lucas en la narración del juramento que incorpora en el De rebus Hispaniae. Lo único que varía en su relato es que, en lugar de «caballeros castellanos y pamploneses», había «los castellanos y los navarros»[11]. A partir de este momento, las palabras de estos dos religiosos van a influir de manera directa en el transcurso del relato histórico español, puesto que esta interpretación, basada en la supuesta jura de Santa Gadea como germen de las desavenencias surgidas entre el infanzón y el monarca, será asumida, con algunas excepciones, por la gran mayoría de la historiografía española desde el siglo XIII hasta, como mínimo, comienzos del XX.
Este breve repaso por algunas de las fuentes que aluden al Cid resulta útil porque nos sirve para establecer una clara diferencia entre el retrato que se hace de la relación entre el Campeador y Alfonso antes y después de que escriban sus obras el Tudense y el Toledano. Como hemos visto, las más cercanas a la vida de Rodrigo Díaz, como la Historia Roderici o el Carmen Campidoctoris, ignoran cualquier tipo de promesa del monarca. Lo que está en discusión aquí no es tanto su historicidad, de la que trataremos más adelante, sino su significación e influencia. No debemos olvidar que tanto L. de Tuy como Jiménez de Rada actúan como continuas citas de autoridad de las que se servirán los encargados de escribir la historia de España durante más de siete siglos.
Un claro ejemplo de la continuidad de esta tradición lo encontramos en varios textos históricos que se inspiran en gran medida en el Chronicon mundi y en el De rebus Hispaniae. Uno de ellos, la Estoria de España elaborada bajo la tutela de Alfonso X, representa bien esa influencia. Además de incluir la traición al rey Sancho, da crédito a esa reunión en la que participaron castellanos y navarros con el fin de aceptar a Alfonso como nuevo monarca. Según nos dice el relato alfonsí, la única condición consistía en que «yurasse que non muriera el rey don Sancho por su conseio», a lo que prosigue: «Pero al cabo non le quiso ninguno tomar la yura, maguer que la el rey quisiesse dar, sinon Roy Diaz el Çid solo, quel non quiso recebir por señor nin besarle la mano fasta quel yurasse que non auir el ninguna culpa en la muerte del rey don Sancho»[12].
El relato del juramento en Santa Gadea incorporó paulatinamente nuevos elementos que enriquecieron su simbolismo. La Estoria de España añade que Alfonso tuvo que responder «amén» hasta tres veces a la pregunta de si había tenido o no algo que ver en la muerte de su hermano. Para añadir más solemnidad a lo ocurrido en aquella iglesia burgalesa tuvo que jurar el rey como sigue: «Tomo Roy Diaz Çid el libro de los euangelios, et pusol sobre ell altar de Santa Gadea; et el rey don Alffonso puso en las manos»[13]. No se encuentra entre nuestros propósitos realizar un análisis exhaustivo de la significación que el número tres tuvo en la Edad Media (no olvidemos que el diablo descrito por Dante contaba con tres cabezas que devoraban a tres traidores), aunque podría ser pertinente realizar algunas consideraciones acerca de esta cuestión.
Ya en la Antigüedad mostraba Platón cierta predilección por dicho número. Diferenciaba el fundador de la Academia tres partes en la psyche humana: el elemento racional, más elevado, porque la razón debía controlar los demás elementos; el elemento espiritual, concebido como una especie de impulso o poder de la voluntad; y, en último lugar, el elemento apetitivo, que había que tener siempre bajo control. Distinguía, también, tres tipos de funciones en su estado ideal: los artesanos, que desarrollarían las actividades productivas; los guardianes o guerreros, encargados de la defensa; y los gobernantes, cuya responsabilidad sería la política y el adecuado gobierno. Esta especial querencia por las tríadas la pondrían de manifiesto después otros autores. Es bien conocida la imagen trifuncional que mostró Georges Duby[14] de la sociedad medieval o la división trifuncional de la ideología indoeuropea que propuso hace algún tiempo Georges Dumézil[15].
La relevante posición del número tres dentro de una sociedad tan influenciada por el cristianismo como la medieval hispana se podría explicar, en parte, gracias a la impronta de la filosofía platónica que conocieron padres de la Iglesia como san Agustín. Pero no podemos obviar el gran poder simbólico que en algunos de sus pasajes escondían las sagradas escrituras. En el libro del profeta Isaías se recoge la escena de unos serafines diciendo: «Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria» (Is 6, 2-3). En otro fragmento leemos que Pedro, hambriento, viendo descender un gran lienzo atado por los cuatro extremos del cielo, que contenía cuadrúpedos terrestres y todo tipo de reptiles y aves del cielo, oye al Señor ordenarle que los matase y los comiese: «Esto se hizo tres veces, y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo» (Hch 10, 9-16). También en el Apocalipsis encontramos una alusión en este sentido:
Y el cuarto ángel tocó la trompeta, y fue herida la tercera parte del sol, y la tercera parte de la luna, y la tercera parte de las estrellas, de tal manera que se oscureció la tercera parte de ellos, y no había luz en la tercera parte del día ni en la tercera parte de la noche. Y miré, y oí un ángel volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: «¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay de los que moran en la tierra, por razón de los otros toques de trompeta que los tres ángeles todavía han de tocar!» (Ap 8, 12-13).
En efecto, es habitual encontrar en los Evangelios este tipo de referencias, y aquí entraría en juego la influencia que quizá sea más importante: la Santísima Trinidad. Esto tendría que ver con los llamados trisagios, es decir, himnos cantados a la Santísima Trinidad en los que se repite tres veces la palabra «santo». Por ello se podría entender la repetición de este número en el juramento de Santa Gadea como una clara alusión al dogma fundamental del cristianismo, o incluso sugerir que el Cid no humilló a Alfonso en ningún momento, al estar haciendo en nombre de Dios lo necesario para limpiar cualquier sombra de duda. El nuevo monarca estaría jurando, en consecuencia, por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que no cometió ningún tipo de traición hacia su hermano, quedando el episodio revestido con una especial sacralidad.
Por otro lado, no es en modo alguno casual que el texto alfonsí integre que Alfonso VI debió jurar en un altar con el libro de los Evangelios en la mano. José Carlos Bermejo ha señalado recientemente, en relación con la monarquía escocesa altomedieval, que se desconoce la fórmula del juramento de fidelidad personal entre el rey y el vasallo. Pero si comparamos el territorio hispano con lo que sucede dentro del panorama monárquico europeo medieval, encontraríamos que existen esencialmente dos formas distintas de jurar: poniendo la mano o bien sobre una reliquia o bien sobre las Sagradas Escrituras[16], aunque esta segunda práctica no se habría difundido hasta el siglo XIII, momento en el que es recogido en la Estoria del rey Sabio. Conviene recordar, además, que la vida del Cid se desarrolla dos siglos antes, cuando el acto de jurar sobre los Evangelios no estaba tan generalizado. Tendríamos que en esta escena los roles se intercambian. Ya no es el vasallo el que debe la fidelidad, sino que es el nuevo monarca el que tiene que prometer que no ha conspirado contra su hermano, y lo hace, para dar mayor simbolismo al acto, con Dios como testigo de que lo que dice es cierto.
La base de la narración que habría de dominar la historiografía española ya estaba creada. La Historia general que escribió el padre Mariana a finales del siglo XVI se refiere a este suceso casi en los mismos términos. Afirma el jesuita que los caballeros de Castilla, reunidos en Burgos, deciden «recebir a don Alonso por rey de Castilla, a tal que jurasse por espressas palabras, no tuuo parte ni arte en la muerte de su hermano», ante lo que «el Cid, como era de grande animo, se atreuio a tomar aquel cargo, y ponerle al riesgo de