Una novia indómita. Stephanie Laurens

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Una novia indómita - Stephanie Laurens Top Novel

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en su silla habitual de su mesa habitual del bar del comedor de oficiales.

      —Tenía un motivo —contestó Del después de unos segundos—, por eso lo hizo.

      Logan tomó un sorbo del aguardiente que Del había pedido en lugar de la habitual cerveza. La botella permanecía en el centro de la mesa, medio vacía ya.

      —Por fuerza tenía algo que ver con la sobrina del gobernador —concluyó con los ojos entornados.

      —Eso había pensado yo —Gareth soltó el vaso vacío y alargó una mano hacia la botella—. Les pregunté a los soldados de caballería, ellos dicen que montaba bien. No fue ella quien los retrasó. Y además intentó anular los planes de James de quedarse atrás, pero él echó mano de su rango y la ordenó marcharse.

      —Ya —Rafe también vació su vaso y también alargó una mano hacia la botella—. ¿Entonces qué fue? Puede que James esté muerto en la enfermería, pero que me aspen si voy a aceptar que se quedó atrás por capricho… él no.

      —No —asintió Del—. Tienes razón, él no.

      —Atención —anunció Rafe mientras su mirada se deslizaba hacia la terraza—. Desfile de faldas.

      Los demás se volvieron. Las faldas en cuestión pertenecían a una joven y delgada dama, una dama muy inglesa con el rostro muy pálido, de porcelana. Se detuvo a la entrada del bar y miró hacia las sombras, fijándose en los grupos de oficiales dispersos por la habitación. Su mirada se posó en el rincón, y se detuvo allí, pero, cuando el cantinero se acercó a ella, se volvió hacia el muchacho.

      Ante su pregunta, el cantinero señaló a los cuatro. La joven dama volvió a mirarlos y se irguió, dio las gracias al muchacho y, con la cabeza alta, se deslizó por la terraza hacia ellos.

      Una chica india, vestida con un sari, la seguía como su sombra.

      Mientras la joven se acercaba, los cuatro se levantaron lentamente. Tenía una estatura ligeramente inferior a la media. Dada la envergadura de los cuatro hombres y de la expresión sombría que, sin duda, adornaba sus rostros, a juego con sus sentimientos, debían tener un aspecto intimidador, pero la joven no titubeó.

      Antes de llegar a la mesa, se detuvo y habló con su doncella, dándole órdenes en tono suave para que esperara allí.

      Y entonces siguió avanzando hasta la mesa. De cerca se veía que estaba muy pálida, los rasgos tensos, rígidamente controlados. Sus ojos estaban ligeramente enrojecidos, la punta de la pequeña nariz, rosada.

      Pero la redondeada barbilla reflejaba determinación.

      Su mirada los recorrió mientras se detenía junto a la mesa, pero no se centró en sus rostros, sino en los hombros y el cuello, leyendo sus rangos. Cuando la mirada se posó en Del, se detuvo. Y levantó la mirada hasta su rostro.

      —¿Coronel Delborough?

      —¿Señora? —Del inclinó la cabeza.

      —Soy Emily Ensworth, la sobrina del gobernador. Yo… —miró brevemente a los demás—. ¿Le molestaría que hablásemos en privado, coronel?

      Del titubeó antes de contestar.

      —Cada hombre de esta mesa es un viejo amigo, y compañero, de James MacFarlane. Los cinco trabajábamos juntos. Si su asunto tiene algo que ver con James, le pediría que hablara delante de todos nosotros.

      Ella lo observó durante unos segundos, sopesando sus palabras, y asintió.

      —De acuerdo.

      La silla vacía de James estaba entre Logan y Gareth. Ninguno de ellos había tenido el valor de apartarla. Gareth la sostuvo para la señorita Ensworth.

      —Gracias —ella se sentó, quedando sus ojos a la altura de la botella casi vacía de aguardiente.

      Del se sentó nuevamente, junto a los demás.

      —Comprendo que no es lo correcto—ella lo miró—, pero ¿podría tomar un poco de ese…?

      —Aguardiente —Del la miró a los ojos color avellana.

      —Sé lo que es.

      Del le hizo un gesto al cantinero para que les llevara otro vaso y, mientras tanto, la señorita Ensworth jugueteaba bajo la mesa con el bolso que llevaba. Hasta entonces no se habían percatado. La señorita Ensworth tenía un cuerpo curvilíneo, suavemente exuberante, pero ninguno se había fijado en nada más.

      Cuando el chico llegó con el vaso, Del sirvió media copa.

      Ella lo aceptó con una tímida y tensa sonrisa y bebió un pequeño sorbo. Arrugó la nariz, pero valientemente tomó un trago más grande. Dejó el vaso sobre la mesa y miró a Del.

      —Pregunté en la entrada y me lo dijeron. Siento mucho que el capitán MacFarlane no lo consiguiera.

      Con el rostro pétreo, Del agachó la cabeza en señal de reconocimiento.

      —Si pudiera contarnos lo sucedido desde el principio —le rogó con las manos unidas sobre la mesa, nos ayudaría a comprender —«comprender por qué James entregó su vida», pensó aunque no lo dijo. Sin embargo, los demás lo oyeron claramente. Y, sospechó, la señorita Ensworth también.

      —Sí, por supuesto —ella asintió y se aclaró la garganta—. Salimos de Poona temprano, el capitán MacFarlane insistió mucho en ello y, como a mí no me pareció mal, partimos al amanecer. Él parecía ansioso por ponerse en marcha, por eso me extrañó cuando arrancamos a un ritmo bastante relajado. Pero luego, y ahora comprendo que fue en cuanto perdimos de vista la ciudad, hincó los talones y a partir de ahí proseguimos a toda prisa. En cuanto comprobó que yo sabía montar continuamos todo lo deprisa que pudimos. Entonces yo no entendía el motivo, pero él montaba a mi lado, y por eso me di cuenta enseguida de que había visto que nos perseguían. Yo también los vi.

      —¿Pudo distinguir si eran milicianos particulares o ladrones? —preguntó Del.

      —Creo que eran fieles de la Cobra Negra —ella lo miró directamente a los ojos—. Llevaban pañuelos de seda negros en la cabeza y cubriéndoles las caras. He oído que esa es su… seña de identidad.

      —Así es —Del asintió—. ¿Y qué pasó cuando James los descubrió?

      —Cabalgamos aún más deprisa. Yo supuse que les sacaríamos ventaja, pues los habíamos visto en un curva, por lo que estaban a bastante distancia aún. Y al principio eso fue lo que hicimos. Pero luego creo que debieron atajar en algún punto porque, de repente, estaban mucho más cerca. Yo todavía pensaba que podríamos escapar de ellos, pero al llegar a un punto en el que la carretera pasa entre dos grandes rocas, el capitán MacFarlane se detuvo. Dio órdenes a la mayoría de los soldados para que continuaran conmigo y se aseguraran de que yo llegara al fuerte, sana y salva. Él y un puñado iban a quedarse para contener a nuestros perseguidores.

      La dama hizo una pausa, respiró hondo y, recordando que tenía un vaso en la mano, lo apuró de un trago.

      —Intenté discutir con él, pero no quiso oírme. Me llevó aparte, un poco más adelante, y me entregó esto:

      De

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