Vacuidad y no-dualidad. Javier García Campayo

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Vacuidad y no-dualidad - Javier García Campayo Psicología

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Así, Kant considera que Dios, Mundo y yo son ideas a priori, universales y necesarias, pero sin correlato empírico, de manera que no producen un verdadero conocimiento. También Hume lo etiqueta como una idea ilegítima y sin correlato empírico. Schopenhauer se refiere a la individuación de la Voluntad, como fuerza que rige el mundo. También Nietzsche considera que el yo es, básicamente, la voluntad. Descartes identifica conciencia con yo y considera que es una naturaleza pensante, lo que quiere y no quiere, lo que imagina y siente. Wittgenstein afirma que el yo es una sombra gramatical, una idea muy similar a la que defiende el budismo, que afirma que el yo solo se sostiene por el diálogo interno.

      También la psicología occidental identifica yo y conciencia, como se observa en la teoría del Ello, yo y Superyó de Freud. Esta ciencia dedica un gran esfuerzo a analizar el yo, que podría identificarse con la personalidad. En suma, Occidente jamás se planteó la deconstrucción del yo en el sentido budista, porque siempre mantenía la conciencia/alma, identificada de alguna forma con el yo, como una instancia inmutable. Pero en la tradición oriental, tanto el hinduismo, sobre todo la escuela Vedanta Advaita, como el budismo consideran como una enseñanza fundamental la no existencia de un yo sólido y permanente.

      Por eso, cuando el budismo se extendió por Occidente, surgieron dos grandes corrientes: los detractores, que lo llamaron «nihilista», por considerar que negaba la existencia de un alma o un yo, y algunos «defensores», a quienes cautivó la teoría de la reencarnación, porque era una forma de convertir el alma en eterna. Lo que vamos a desgranar a lo largo del libro es que ambas visiones son erróneas. El budismo no niega que exista un yo, lo que niega es que exista como nosotros lo percibimos: como un continuo permanente.

      El yo convencional

      Aunque podamos dudar del yo a nivel filosófico, a nivel convencional no ocurre así, porque es obvio que hay alguien que habla y alguien que escucha. El Buda dijo que podían usarse palabras como yo, mi o lo mío si esos términos no nos confundían (Samyutta Nikaya 1:25; Bodhi 2000, pág. 102). Esta idea dará pie a uno de los elementos clave del budismo en este tema y que, posteriormente, veremos: la distinción entre la verdad o realidad convencional y la verdad o realidad última. Sin la convención aceptada sobre qué es nuestro yo, nuestro discurso sonaría mucho más forzado y reiterativo, porque tendríamos que decir «aquello que habla» o «aquello que está aquí de pie». Yo o lo mío son palabras que nos sirven para entender a quién asignar el papel de poseedor, o quién siente el control de la actividad que está ocurriendo. Lo mismo ocurre cuando hablamos de otra persona: nos referimos a ella como una identidad.

      No vale la pena dejar de usar estos convencionalismos, pero siempre sabiendo que no son la realidad última. El problema es que al usar continuamente «yo, mi, lo mío» y al describirnos de una cierta forma, todo eso nos hace creer que el yo es algo real, pero no lo es. Es una ilusión.

      Práctica: buscar la sensación del yo en el momento presente y evitarla

      Observa tu diálogo externo e interno. Cuando usas la palabra «yo», ¿a qué te refieres? Usamos la palabra «yo» cuando nos referimos a alguna acción del cuerpo («estoy subiendo las escaleras o cocinando»), a alguna sensación del cuerpo o de los sentidos («me duele», «oigo a un pájaro»), a algún pensamiento («creo que está lloviendo» o «pienso en el día que me espera mañana») o emoción («estoy triste» o «no me hagas enfadar») o impulso («me comería un pastel» o «iría a correr»). Observa que nuestro diálogo siempre es así.

      Durante cinco minutos, sustituye estas expresiones por gerundios («subiendo escaleras», «cocinando», «sintiendo tristeza», «deseando comer un pastel») o por la expresión «existe» o «surge» («existe dolor», «existe el sonido de un pájaro», «surge una creencia de que está lloviendo», «surge una preocupación por el día que habrá que experimentar mañana», «surge un deseo de ir a correr o de comer un pastel»).

      Aunque estas perífrasis sean engorrosas, observa cómo erosionan la sensación del yo.

      El yo como observador

      Seguramente, como resultado de la última práctica, pensarás que el yo está identificado continuamente, y de forma cambiante, con el cuerpo o los objetos mentales. Pero puede estar también identificado con «el observador» de la experiencia que está ocurriendo. De hecho, este es el objetivo de mindfulness: no quedarse fusionado con la experiencia, sino desarrollar lo que en psicología se llama metacognición y en las tradiciones se ha descrito como «el observador».

      Es decir, en los cinco casos anteriores puede sentirse qué es el proceso y qué es el observador. En el caso de la sensación, se puede sentir que «me duele», o que se observa el proceso: «alguien ha pisado este cuerpo y una sensación de dolor es percibida». Con los pensamientos se puede decir «soy agnóstico» o «el observador es agnóstico». Lo mismo con la emoción: «soy feliz» o «percibo una emoción de felicidad». Con el deseo: «quiero ir al cine» o «existe un deseo de ir al cine». Con el cuerpo también podría decirse «tengo cuarenta años» o «este cuerpo tiene cuarenta años». En las tradiciones meditativas se tiende a desarrollar, como primer paso, «el observador» y a no identificarse con los fenómenos mentales. Al yo se le llama «el personaje», es decir, el conjunto de etiquetas que parecen reales y con las que nos identificamos. Vemos que, pese a la práctica, la tendencia a la identificación es continua.

      Práctica: reforzando la distinción entre el observador y el personaje. Quitando el protagonismo

      Siéntate en una posición cómoda. Recuerda una situación leve en que hayas experimentado malestar recientemente. En primer lugar, descríbela desde el «yo», que desde ahora vamos a llamar «el personaje», es decir, el yo que has estructurado durante estos años. Posteriormente, la contarás desde «el observador», el testigo neutro que describe la realidad sin pasión. La diferencia es vivir la vida como protagonista, en el primer caso, o como un simple testigo ecuánime, en el segundo.

      1 COMO PERSONAJE: un cliente se ha quejado en la peluquería de que el corte que le he realizado estaba mal terminado y que no era eso lo que me había dicho que le hiciese. Se ha enfadado conmigo, y yo le he contestado que no tenía razón, que yo le he hecho justo lo que me ha pedido y que el corte estaba correcto. El cliente ha dicho que yo era un incompetente y se ha ido dando un portazo. Me he sentido muy injustamente tratado. No entiendo por qué me ocurre a mí esto.

      2 COMO OBSERVADOR: un cliente se ha quejado en la peluquería de que el corte que le ha realizado el personaje estaba mal terminado y que no era eso lo que había dicho que le hiciese. Se ha enfadado con el personaje, y él le ha contestado que no tenía razón, que él había hecho justo lo que le había pedido y que el corte estaba correcto. El cliente ha dicho que el personaje era un incompetente y se ha ido dando un portazo. El personaje se ha sentido muy injustamente tratado. La razón de que esto ocurra es que una de las etiquetas con las que el personaje está muy identificado es con la de ser un buen profesional, un buen peluquero. Por tanto, cada vez que alguien desafía esta etiqueta se siente mal.

      Vemos la diferencia entre una descripción y otra. En la primera, la identificación es total y también el sufrimiento. En la segunda, se narra como un hecho externo, de una forma objetiva. De esta segunda forma es fácil ver la causa de lo que ocurre, que siempre es la misma. Cuando hay una emoción negativa es porque se ha desafiado una etiqueta con la que está identificado el personaje.

      Las contradicciones del yo

      A mis emociones les gusta una chica y a mis deseos, también, pero mis pensamientos me dicen que está emparejada y que no es ético. Surge el conflicto en el yo.

      Mi cuerpo ha nacido

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