Canon sin fronteras. Группа авторов
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![Canon sin fronteras - Группа авторов Canon sin fronteras - Группа авторов Colección GenPop](/cover_pre870417.jpg)
Para ahondar en las razones de este problema, derivado de la teoría más ortodoxa de la literatura, y para buscar diferentes vías de acercamiento, conviene trabajar otras maneras de contemplar la cultura popular. Estos análisis alternativos, en principio, no son exclusivos de la modernidad. Existe una larga tradición de discusiones sobre esta polémica, desde la Epístola a los Pisones de Horacio; las críticas a Dante por escribir en italiano (se consideraba vulgar no hacerlo en latín); el éxito de diversas síntesis de la “baja cultura” como el Libro de buen amor (1330), el Lazarillo (1554) o el Quijote (1605) —todas ellas fueron aglutinaciones de ideas, relatos y formas de la cultura popular que se plantearon, a su vez, como nuevas expresiones de la misma—; la querella de antiguos y modernos del siglo xvii —que rechazaban la obsesión con las formas, temas y géneros canonizados a partir de las obras clásicas— y, en fin, una larga historia de disonancia entre escritores y pensadores alterados por el estudio. No obstante, a finales del siglo xix y principios del xx, la discusión se recrudece con la profunda transformación social, política, económica y, en suma, cultural de las clases populares.4 Éste es uno de los impulsos que provocarán una manera de entender y valorar los objetos estéticos que llega hasta nuestros días, basada en los medios de producción y en los efectos sobre el receptor.
Será ya en los años cuarenta cuando la Escuela de Frankfurt asuma el reto de profundizar filosófica y estéticamente en los mecanismos de la cultura popular. Desde diferentes puntos de vista, realizan una serie de duras críticas contra ésta.5 Si bien algunos trabajos como el célebre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit, 1936), de Walter Benjamin, introdujeron propuestas interesantes para la valoración de estos objetos estéticos, en su conjunto, las mentes detrás de este grupo entendieron bastante mal lo que ofrecían todas esas obras que no supieron valorar.6
Considero que el más influyente o, al menos, quien mejor representa la manera de analizar que sufrimos hoy es Theodor W. Adorno, especialmente en sus trabajos recogidos en Dialéctica de la ilustración (Dialektik der Aufklärung,1947), con Horkheimer, y en la póstuma Teoría estética (Ästhetische Theorie,1970). Adorno realiza en sus acercamientos un ejercicio muy necesario tras el Romanticismo: la revalorización del objeto sobre la tiranía del sujeto.7 Es decir, se centra en la naturaleza y conflictos internos de la obra estética, y en las tensiones que se producen entre la autonomía artística y la dimensión social del arte. La brillantez de sus reflexiones y las excelentes aportaciones para estudiar determinados tipos de arte continúan siendo empleadas con eficacia en aquellos ejemplos para los que estos principios pueden servir.
Como bien sabemos, el centro de su teoría reside en la negatividad, por la cual el objeto estético introduce un desasosiego intelectual (Adorno, 2004: 25-27). Esta incomodidad intelectual impide la inmersión ciega en la experiencia estética e incluso representa en sí el portal de acceso a dicha experiencia. En este sentido, Adorno repudia efectos como el humor8 o el mero entretenimiento,9 que implicarían una deficiencia de reflexión intelectual y una recepción pasiva e improductiva (2013: 134-139 y 146-150).10 Conviene contextualizar históricamente esta mirada, ya que el propio Adorno alude una y otra vez a la historia reciente para justificar su teoría estética. En este sentido, insiste en cómo el nazismo empleó el arte para manipular a las masas a base de un discurso muy vacío y muy inconsistente desde un punto de vista intelectual, pero que convencía desde el efecto inmediato, más allá del valor del instrumento lingüístico. Con ello, se perdían tanto las posibilidades del objeto estético (un mero activador de efectos emocionales) como la presencia del sujeto (un mero receptor de impulsos deterministas). El nazismo se movía por lo que él y Horkheimer denominan la “razón instrumental”, es decir, esos procedimientos lógicos que pierden de vista el fin en nombre del mero proceso, de dar mayor importancia a los instrumentos que a las metas éticas. La razón instrumental es aquello que, buscando supuestamente el bien de la humanidad, justifica la muerte de millones de personas.
Recordemos que Adorno, en el momento de escribir su teoría, ha escapado del nazismo y que buena parte de sus amigos y familia han muerto en los campos de concentración. ¿Cuál es su sorpresa cuando descubre que el bando vencedor desarrolla unos medios de comunicación de masas que pretenden ser estéticos, pero que se basan en la misma intención de efecto y anulación del sujeto receptor del nazismo? En su opinión, los discursos de la nueva industria cultural carecen de cualquier negatividad e incluso distraen con sus estrategias consoladoras (2013: 150). Esto se debe, según él, a que la industria cultural bajo el capitalismo es mera razón instrumental (2013: 144), de hecho, es la razón instrumental en estado bruto. Según él, el cine de Hollywood, la radio, la música moderna, la nueva televisión, como meros aparatos propagandísticos, insisten en los efectos inmediatos, no críticos, no negativos… Éste es el motivo de la permanente equiparación entre el aparato propagandístico nazi y el de la industria cultural.11
¿Qué le ocurre al ciudadano del capitalismo? Que en vez de trabajar para sí mismo, disfrutando de lo que hace, sufre ocho o diez horas diarias en un trabajo que debe aguantar como puede. Por eso, cuando llega a casa, no quiere pensar, sino llenarse de efectos (visuales, emocionales, corporales…) que le permitan enfrentar las ocho o diez horas del día siguiente (Adorno y Horkheimer, 2013: 150). Debo reconocer que no discrepo en nada con esto. Como iré desarrollando, discrepo respecto al reduccionismo de pasividad que esta realidad implica; respecto a la manera fácil con que Adorno pierde al sujeto y frivoliza la complejidad de todo objeto estético, haya sido producido como haya sido producido; respecto a la escasa importancia otorgada al efecto, sin considerar su potencialidad ratificadora e incluso cierta negatividad no reconocida por el filósofo alemán.
Adorno, además, relaciona todo ello con el pensamiento mítico clásico. Según él, este pensamiento conducía el conocimiento a partir de esquemas rígidos muy efectistas que reducían la realidad a unos pocos tópicos, como en el caso del aprendizaje mediante la Ilíada: para estudiar las emociones, recitamos la pelea entre Aquiles y Agamenón; para aprender sobre la construcción de barcos, recitamos el pasaje en que éstos son hechos por los aqueos.12 El instrumento del mito se convierte en la verdad. También la relación del mito con la realidad funcionaría, de algún modo, en la línea de la razón instrumental. A partir de todas estas premisas, no quedaría más que reconocer que un “arte” centrado en la industria cultural no sólo es ya, de por sí, una distopía, sino que conduce a una distopía aún mayor de la que ya vivimos mediante un alejamiento cada vez más peligroso de la verdad.
Imaginemos una película de ciencia ficción que siguiera estos planteamientos, una película muy muy efectista que contuviera todos los tópicos más simples del género: muchos disparos, peleas de humanos contra robots, naves de combate, telequinesis para mover objetos con la mente, personajes que vuelan, artes marciales… es decir, un absoluto sinsentido desde el punto de vista de la negatividad. Supongamos que para conciliar dicha vacuidad, se le ofreciera al receptor un trasfondo muy básico que pareciera filosófico. Esta película existe. Se titula The Matrix (1999). Precisamente, muchas de las críticas a esta cinta se basan en la teoría de los efectos de Adorno, utilizada, en realidad, para atacar cualquier película de ciencia ficción que contenga muchos efectos especiales y escasa explicitud y complejidad críticas. En un sentido más amplio, ésta es la misma reprobación que se realiza contra la cultura popular: la pérdida de varios elementos que definen por sí mismos a la alta cultura, tales como la belleza, la complejidad del objeto en sí mismo más allá de los efectos que provoque, la negatividad respecto a los problemas sociales, el valor del arte en beneficio del valor del dinero, la alerta contra las amenazas del fascismo, la verdad respecto al mundo y, por supuesto, las relaciones productivas entre sujeto y objeto.
Insisto en que la cultura de masas, bajo este paraguas teórico, es una distopía y, por consiguiente, no sólo superficial, sino sumamente peligrosa. El capitalismo fundamentaría esta industria cultural en cuanto a que su búsqueda de beneficios devoraría cualquier posibilidad de arte válido. Si la industria cultural