Platón en Anfield. Serafín Sánchez Cembellín

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Platón en Anfield - Serafín Sánchez Cembellín Logoi

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en definitiva, de partidos que requieren de ambos caminos, fe y razón para que el objetivo sea alcanzado.

      Es desde esta perspectiva desde la que se puede explicar encuentros como el de la final del campeonato del mundo de 1954, disputado entre Hungría y Alemania. Un partido que para los alemanes ha pasado a la historia como el milagro de Berna.

      Aquel 4 de julio de 1954 se enfrentaban en el Wankdorfstadion de Berna húngaros y alemanes, siendo los primeros claramente favoritos para lograr el título. Lo cierto es que los pronósticos parecieron cumplirse cuando en el minuto ocho, Hungría ya ganaba por 2-0 con goles de Puskas y Czibor. Con ese resultado, y teniendo en cuenta que los húngaros habían goleado a los alemanes en la primera fase por nada menos que 8-3, todo parecía estar decidido.

      Puskas, a los 6 minutos, había sido el primero en adelantar a los húngaros al recoger cerca del área pequeña un balón desviado por un defensa alemán. Solo dos minutos después Czibor se aprovechaba de un tremendo error del portero alemán Toni Turek al perder el balón en una cesión, para poner el segundo en el marcador.

      La situación no era ninguna broma para los alemanes. Estaban jugando la final contra un equipo que apenas unos días antes les había colocado ocho goles sin inmutarse, un equipo que llevaba cuatro años, desde mayo de 1950, sin perder, y en el que jugaban gente como Kocsis, Puskas, Czibor y Hidegkuti.

      No acierto a imaginar un contexto más oscuro para los alemanes. Estaréis de acuerdo conmigo es que ante ese cúmulo de circunstancias lo normal es aguantar el chaparrón como se pueda e intentar que no te metan otra vez ocho.

      Es evidente que una final así no se remonta con la cabeza, sino con el corazón, con la pura fe, si se quiere en lo absurdo, que en ese momento significaba la más que improbable victoria. Cualquier otra alternativa estaba por el momento cerrada.

      Este primer camino, el de la fe, viene perfectamente descrito por las palabras que el legendario Fritz Walter, capitán de los alemanes, recordó en su biografía:

      Ese fue el primer paso, seguramente el más difícil, la capacidad para seguir creyendo, para no perder la fe. Los alemanes recogieron pronto el fruto a su determinación, porque prácticamente en la siguiente jugada Max Morlock acertó a cazar un centro que desde la izquierda se paseó por todo el área húngara para acortar distancias.

      Si se había creído hasta ese momento, ahora con más motivo.

      Ocho minutos después el capitán Fritz Walter bota un córner que en el segundo palo Rahn envía al fondo de la red. Empate a dos, y lo más difícil, que era levantarse tras estar a merced de los húngaros, ya se había conseguido.

      Así se llegó al descanso, pero ahora la situación había cambiado. Las espadas estaban en todo lo alto y la igualdad presidía el marcador. La cuestión ahora no era solo creer, pues ya era obvio que se podía ganar. Así que era necesario algo más, se precisaba apelar al otro camino, la razón, para que en colaboración con el primero, la fe, los alemanes alcanzaran el objetivo de ser campeones del mundo.

      El míster, Sepp Herberger, fue el encargado de guiar al equipo en su tránsito por la vía de lo racional. En el descanso les hizo ver que a partir de ese momento era necesario además tener la cabeza fría y no tirar por la borda todo lo que habían logrado hasta ese momento:

      Herberger fue claro. Lo que se había conseguido hasta ese momento era impresionante, pero no suficiente. Se hacía pertinente continuar con la determinación que el equipo había mostrado durante la primera parte, solo que ahora ya no valía liarse la manta a la cabeza y confiar su suerte a la diosa fortuna. Había que tratar de controlar la situación y no arriesgar en exceso. El partido ya no estaba para locuras.

      En realidad, como os decía antes, la vía racional había sido bien trabajada por el astuto Sepp Herberger, por lo que su uso no fue, en ningún caso, nada improvisado.

      El míster era consciente de que para pasar a la siguiente ronda necesitaba ganar dos partidos en la primera fase; por eso, y sabiendo que el primer partido contra Hungría estaba lejos de sus posibilidades, lo tiró sin empacho alguno. Reservó a gente y trató de convencer a los húngaros de que eran un equipo más flojo de lo que ellos pensaban. De hecho, eso es también lo que se muestra en la película El milagro de Berna, dirigida en el año 2003 por Sönke Wortmann, y en la que el míster aparece antes de la final convenciendo a sus jugadores de que ellos tienen una ventaja puesto que conocen tanto los puntos fuertes como los débiles de los húngaros, mientras que estos no han medido bien la verdadera dimensión del equipo alemán.

      Dejando a un lado el tema de la lluvia, lo cierto es que el astuto míster alemán había estudiado muy bien el campeonato, siendo consciente de que la inteligencia, la vía racional, también debía ser un factor clave para alcanzar el triunfo.

      La segunda parte fue una lucha de poder a poder. Los húngaros buscaban la victoria, pero los alemanes achicaban agua como podían. De esa forma fueron pasando los minutos con una selección húngara cada vez más cansada, Puskas estaba tocado por una patada que le dio un alemán en el partido de la primera fase, y los alemanes empezando a pasar su rodillo por el encharcado césped del Wankdorfstadion.

      El desenlace que había intentado planear Tío Sepp, el míster alemán, se materializó en el minuto 84, cuando Rahn recogió en la frontal un rechace de cabeza de la defensa húngara batiendo a Gyula Grosics de potente zurdazo.

      Ahí fue cuando se desató la locura para los alemanes. Fue un momento muy especial para un país que aún sufría la secuelas que la segunda guerra mundial había dejado en sus tierras y en los corazones de sus gentes. Aquel triunfo en la final de Berna contribuyó a reconciliarlos consigo mismos y a afrontar el futuro con renovada ilusión.

      Ese partido ha permanecido y permanece aún en la memoria colectiva de todos los alemanes y a buen seguro es el título mundial que recuerdan con más cariño.

      Así se fraguó El milagro de Berna. Un triunfo conquistado mediante la zona de confluencia futbolística que ya muchos siglos antes Tomás de Aquino estableció para la filosofía: la colaboración de la fe con la razón.

      6

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