Platón en Anfield. Serafín Sánchez Cembellín

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Platón en Anfield - Serafín Sánchez Cembellín Logoi

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y se evitarán todo tipo de riesgos.

      Las jugadas de estrategia serán fundamentales y especialmente valoradas como forma directa y segura de adelantarse en el marcador. Una vez que se consiga, el partido se volverá aún más previsible y lógico. El que gana se guarda las espaldas y busca sentenciar a la contra.

      Pero no todos los partidos son así, ni mucho menos. Tomás de Aquino llamaba artículos de la fe a aquellas verdades que son producto exclusivo de la fe, verdades ante las que la razón no tiene nada que hacer porque sobrepasan sus posibilidades.

      También aquí tenemos nuestro correlato, pues hay partidos de fútbol en los que la razón sobra, partidos en los que la vía y el camino para alcanzar la victoria tienen que ver de manera casi única con la fe.

      Estos enfrentamientos no tienen nada especial en relación con los otros. Estamos hablando de choques a ida y vuelta en los que muchas veces hay que remontar una diferencia de goles bastante importante, misión que antes del partido parece casi imposible.

      En estas situaciones la lógica, la razón dice que la remontada es irrealizable, por eso los jugadores que tienen que llevarla a cabo renuncian a todo orden y a toda medida. No quieren saber nada de proporciones ni de normas. Olvidan el marco de lo racional y abrazan el ámbito de los sentimientos. Dicen entonces que tienen fe en la victoria y salen al campo animados por la confianza en esa idea. Esa confianza es en el fondo lo que significa tener fe, no otra cosa que con-fiar.

      Partidos de ese estilo se transforman en una especie de locura que tiene ya poco que ver con lo apolíneo para emparentarse más con lo dionisíaco. Los jugadores avanzan contra viento y marea creyéndose que pueden lograr lo imposible. Apelan a lo heroico y, como por arte de magia, el miedo desaparece. Ya no importan las precauciones defensivas, se trata de chocar contra el rival como el mar embravecido contra la costa. El equipo que remonta está animado de una especie de fuerza sobrenatural que rompiendo todo orden lógico es capaz de provocar las situaciones más asombrosas sobre el césped.

      Los que tienen que defender la renta lograda en la ida son arrastrados por esa marea y entran en el juego irracional. Poco a poco se le escapan los puntos de referencia para acabar sumidos en el caos.

      Es algo parecido al creo porque es absurdo de Tertuliano, que por cierto, no dijo eso exactamente. Sea como fuere, lo que es esperable y normal no tiene aquí cabida. La victoria se busca por otro camino, por la vía de la fe, una fe de la que participa no solo el equipo, sino también la grada que le anima.

      Todos, jugadores y espectadores quedan invadidos por esa fuerza que como un vendaval los empuja hacia el triunfo.

      Sin duda que todos recordamos partidos de este tipo. Me viene a la mente el 12-1 de España a Malta en la clasificación para la Eurocopa de naciones de 1984. Independientemente de la diferencia de calidad que había entre los dos equipos, no se consigue una diferencia de once goles a favor en un partido oficial si no se cree en esa idea, no se juega ese partido con argumentos en la mano sino con la fe inquebrantable en un objetivo. Hay que olvidarse de los límites y sumergirse en esa comunión irracional que el equipo crea con la grada. Eso fue lo que en aquel encuentro hizo España.

      La primera parte acabó con 3-1 a favor de los españoles. En ese momento en el que la situación era prácticamente desesperada, cuando lo normal era darse por vencido, fue cuando apareció la otra vía, el otro camino, la fuerza, la fe, la creencia infatigable en la victoria que llevó a los españoles a lograr nueve goles y conseguir el pasaporte a París.

      Como acabo de decir más arriba, cuando hablamos de este tipo de encuentros cada uno tendrá en la memoria aquellos que en función de sus preferencias recuerde con más cariño. A mí particularmente nunca se me olvidarán las remontadas del Madrid en la Copa de la uefa allá por la década de los años ochenta.

      Por esa época se vivieron en el Bernabéu partidos llenos de magia y emoción. El Real Madrid fue capaz entonces de dar la vuelta a resultados muy adversos y ganar abultadamente a grandes equipos como el Inter de Milán, el Borussia Mönchengladbach o el Anderlecht de Bruselas.

      En aquellos enfrentamientos se dieron todas estas circunstancias de las que venimos hablando. Eran partidos que no podían ser abordados racionalmente, sino desde la emoción, el sentimiento y la fe. Jorge Valdano definió como miedo escénico ese sentimiento que la perceptible confianza en el triunfo provocaba en el contrario. Algo surgido a partir de la relación de la grada con los jugadores y que el equipo rival podía sentir como una pesada losa en sus botas.

      Cuando llegaba el momento de lograr una de esas remontadas todo el mundo se contagiaba del ambiente y creía en el milagro por difícil que pudiera parecer. Además, creía hasta el final, como pasó en la victoria del Real Madrid ante el Borussia en los octavos de final de la uefa de la temporada 1985-86, logrando el definitivo 4-0 en el último suspiro del partido.

      Así pues hemos tratado de mostrar hasta ahora cómo hay partidos que son enfrentados desde una perspectiva racional, mientras que otros solo pueden ser encarados a partir del otro camino: la fe. Ese sentimiento interno que por absurdo que pueda parecer, puede llevarte en alas hacia el triunfo.

      No olvidemos que Tomás de Aquino establecía también una zona de confluencia formada por verdades que podían ser alcanzadas a la vez por ambos caminos, a saber: razón y fe. El filósofo italiano llamaba a estas verdades preámbulos de la fe.

      La zona de confluencia: el milagro de Berna

      De forma análoga yo creo que los futboleros contamos también con nuestra propia zona de confluencia. Esta estará integrada por algunos partidos que dadas su importancia e intrínsecas características tienen que ser atacados desde ambos frentes. Desde la fe y desde la razón.

      Hablamos de enfrentamientos en los que un equipo se lo juega todo a una carta. Las finales de competiciones coperas responden a este perfil. Pero si hay un tipo de partidos que representan por excelencia la zona de confluencia, son los partidos que se disputan en la fase final de un Mundial, sobre todo a partir de octavos de final, donde una derrota significa irte para casa.

      En este tipo de enfrentamientos se dice que es necesario tener la cabeza fría y el corazón caliente. La cabeza fría significa que es fundamental abordar el encuentro con las ideas claras, con la mente despejada, haciendo las cosas cuando y como hay que hacerlas. El corazón caliente quiere decir que además hay que creer; esa expresión hace referencia a que dada la dificultad del contexto, rival incluido, al final la victoria caerá del lado de aquel que crea con más convicción en ella, de aquel que la sienta más cerca.

      Imaginemos la final de un Mundial. Es evidente que hay que contener los nervios en la medida de lo posible, desplegar nuestros argumentos futbolísticos, aquellos en los que somos fuertes, de la manera más correcta que podamos. Será pertinente no perder el control, no hacer locuras, guardar las debidas precauciones defensivas y al mismo tiempo ser capaces de asustar al equipo rival, es decir, guardar un equilibrio. Todo esto tiene que ver con la idea de orden, de medida y de proporción, en una palabra, con lo racional. Pero con eso no basta.

      Hace falta algo más. Hace falta borrar el miedo del mapa futbolístico propio. Ahí es donde entra el corazón caliente porque es muy probable que el partido tarde mucho en decidirse, puede haber hasta prórroga y penaltis. Por lo que además de tener los nervios de acero, hay que desechar el temor, y eso se hace con la confianza, con la fe en la victoria, con ese sentimiento que, en la medida en que sea más fuerte, te acercará más al triunfo final.

      Los lanzamientos de penalti son una buena metáfora de lo que estamos planteando. El que lo tira sin confianza, sin fe y con miedo al error, lo va a fallar irremisiblemente, por eso los entrenadores buscan a aquellos jugadores seguros de sí mismos. De la

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