Covid-19 y derechos humanos. Группа авторов

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Covid-19 y derechos humanos - Группа авторов

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sistemas internacional e interamericano de protección de los derechos humanos están llamados a contribuir a trazar las líneas que los Estados no deben cruzar en sus intentos por prevenir, minimizar y compensar los efectos de la Covid-19, y a ofrecer pautas para diseñar una verdadera agenda transformadora a mediano plazo. A su vez, esos sistemas necesitan mayor fuerza vinculante a sus decisiones y niveles crecientes de democratización de sus reglas, institutos y mecanismos.

      Es cierto que la eficacia de los derechos humanos es limitada. Los niveles de pobreza y desigualdades existentes en el mundo, y los presidentes que sugieren tomar sustancias tóxicas para combatir la Covid-19 o que recomiendan no usar barbijos, sin que ello acarree ninguna consecuencia jurídica, nos dan la pauta del impacto de los derechos humanos en el mundo real. Pero esto no debe llevarnos a abandonar la causa de los derechos humanos sino, precisamente, a reforzar su sistema de protección que, en gran medida, exige reformar las bases fundamentales del sistema económico imperante. Para ello es imprescindible investigar, contar y denunciar las relaciones entre pandemia, desigualdades y derechos humanos.

      Los hallazgos del libro

      Si observamos las estadísticas con un ojo en los demás países, es evidente que la política sanitaria desplegada de manera temprana por el Estado argentino, con una estricta cuarentena inicial que priorizó los derechos a la vida y la salud física por sobre la apertura y reactivación económica fue, en términos generales, eficaz: el número de infectadas e infectados por cantidad de habitantes y el índice de letalidad de la Covid-19 estuvieron hasta el momento del cierre de este libro (mediados de agosto de 2020) por debajo de los de la mayoría de los países de la región (ver datos en el capítulo 5). Este resultado se debe, verosímilmente, tanto a la oportunidad, el objeto y la duración de la estricta política sanitaria de aislamiento y distanciamiento como a la recomposición de emergencia del sector de atención hospitalaria desde marzo de 2020.

      De todos modos, cabe interrogarse si el ASPO se podría y debería haber implementado aún antes de que se registrara el primer caso en la Argentina (tal como lo hizo Mongolia) o si la política de repatriación de ciudadanas y ciudadanos varados en el exterior debería haber sido más restrictiva. Son preguntas contrafácticas de imposible respuesta, más aún si consideramos que, en particular durante los primeros meses de la pandemia, existía una gran incertidumbre acerca de su duración y de los modos de contagio del virus.

      Con el correr de los meses el ASPO ha ido evolucionando en sus fases de apertura gradualizada de acuerdo con condiciones epidemiológicas preestablecidas. Lo que necesitamos preguntarnos ahora es, a la luz de la aceleración de la tasa de contagios y fallecimientos desde mayo hasta el cierre de este libro, si no es necesario, por un lado, recalcular las condiciones de las diversas fases del ASPO, reconfigurar las medidas de distanciamiento en aquellas actividades y áreas geográficas que lo justifiquen de manera de que se reduzcan sustancialmente los contagios, y así poder implementar una política robusta y realista de detección, seguimiento y aislamiento, y por el otro, fortalecer las políticas de comunicación oficial de manera de que se centren en la noción de que la responsabilidad individual frente a la comunidad es proporcional al riesgo epidemiológico que entrañan nuestras conductas.

      También se deben realizar dos reservas con relación al impacto de la pandemia sobre la salud. Primero, la tensión sobre el sistema sanitario que focaliza sus recursos en testear y tratar por Covid-19 tiene repercusiones sobre cómo las y los pacientes son tratados (y no tratados) por otras patologías. Además, muchas personas que necesitan ser tratadas por otras enfermedades (transmisibles y no transmisibles), realizarse chequeos o aplicarse vacunas se ven desalentadas a acercarse a los centros hospitalarios con el obvio perjuicio que esto puede implicar para la salud física y psíquica. Por otra parte, han sido muchos los casos de contagios intrahospitalarios de Covid-19. En segundo lugar, la realidad es muy fluida. Al momento de enviar este libro a la imprenta la situación epidemiológica en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) concentra la inmensa mayoría de casos de contagios, la situación específica de los asentamientos irregulares en esa área continúa siendo grave, han surgido un número de brotes en ciudades del interior del país y la tasa de duplicación de muertes continúa aumentando.

      De esto da cuenta la encuesta realizada por Unicef Argentina en julio de 2020 (ver el capítulo 28 de Sebastián Waisgrais), que encontró que el 40% de las y los adolescentes entrevistados en el país presenta algún sentimiento negativo (temor, angustia o depresión) relacionado con la pandemia. Las consecuencias de la crisis sanitaria, sumadas a las propias de la recesión, sobre la salud mental son muy difíciles de proyectar pero podrían ser adversas, masivas, profundas y duraderas. Esto requerirá una amplia y ambiciosa política de salud mental para los próximos años, que no se base en una mirada psicopatologizante de la cuarentena sino que adopte, de manera central, una cultura de la escucha que permita tramitar las angustias de una manera solidaria.

      La política sanitaria no parece haber implicado para el país un agravamiento adicional de la recesión económica en la que está sumido el mundo. Los países que han mostrado desdén por las medidas sanitarias tratando de priorizar la economía exhiben peores indicadores de deterioro económico. Aunque la interdependencia entre salud y economía no es algo nuevo, es necesario recordarlo en el actual contexto: sin controlar la pandemia es imposible pensar en la reactivación económica (Cepal, 2020b). No poner la salud pública en el centro de los planes de acción gubernamentales no salva a la economía, solo conduce a lo peor de ambos mundos (ver el capítulo 5).

      En cualquier caso, los límites a la libertad de circulación y reunión (física) que implica el ASPO deben estar siempre sometidos a los tests que impone el derecho internacional e interamericano de los derechos humanos que fueran explicados anteriormente. La aplicación de dichos tests permite distinguir un arresto domiciliario masivo (denunciaría Agamben) de una política sanitaria legítima y exigible.

      Además de tal examen de legalidad de las normas restrictivas de alcance general, debe ponerse atención sobre la implementación práctica de esas mismas normas. Un número notable de casos de violencia institucional –que regularmente castiga de manera selectiva a jóvenes de sectores populares– registrados hasta agosto de 2020 durante la vigencia del ASPO, incluyendo casos serios de violencia policial (Amnistía Internacional, 2020), nos recuerda de manera dramática la necesidad de impulsar reformas de fondo en las fuerzas de seguridad nacionales y provinciales.

      La falta de acceso al agua potable, sanitarios, vivienda, salud, educación y alimentación adecuadas, el desempleo, la precariedad laboral y la desprotección social son todas violaciones de derechos que usualmente se presentan y yuxtaponen en grupos expuestos a situaciones de vulnerabilidad. Tales déficits en materia de derechos y la mayor exposición a la discriminación interseccional están asociados tanto a mayores niveles de contagio y letalidad del virus como a un impacto social y económico diferenciado como consecuencia de la pandemia y la recesión. La pobreza y las desigualdades funcionan como “comorbilidad” de la Covid-19 y sus efectos sociales y económicos. Con el correr de los meses y años necesitaremos continuar cruzando datos para comprender mejor cómo las desigualdades impactan sobre el alcance, la velocidad y la letalidad de los contagios. Por ejemplo, verificando la letalidad del virus sobre adultas y adultos mayores en función de los montos jubilatorios percibidos. Las estadísticas

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