Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros. Álvaro González de Aledo Linos
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En el último recodo de la ría se hace visible el Museo Marítimo Ría de Bilbao por una grúa de color rojo impresionante que está en sus instalaciones y que se ha dejado como recuerdo de la época industrial de la ría. Se la conoce como “la grúa Carola”, una grúa cigüeña construida en los años cincuenta y que fue la más potente de España (levantaba 60 toneladas; como comparación, las del puerto de Raos, en Santander, levantan 16). Cuando se construyó era de color gris. Funcionó hasta 1984 en que cerraron los astilleros Euskalduna y la adquirió el ayuntamiento bilbaíno que la donó, junto al resto de las instalaciones, para el museo. Su cabina de mandos está a 35 metros sobre el suelo y se movía sobre vías para desplazarse por el muelle. Debe su nombre a una mujer que cruzaba la ría en un «gasolino» desde Deusto para ir a trabajar en Hacienda. Tal era el atractivo de la chica que llegaba a parar la producción del astillero cada vez que pasaba, y la grúa era un sitio privilegiado para seguirla con la vista. Se cuenta que uno de los directivos le dijo:
“Señorita, me saldría más rentable pagarle un taxi todos los días para que no cruzase la ría”.
Hoy será una venerable anciana y espero que el tiempo haya pasado tan bien por ella como por la grúa que la inmortalizó. El recodo del Museo Marítimo es el sitio más río arriba que pudimos alcanzar con el velero, pues enseguida está el puente Euskalduna, con menos de seis metros de vano, que no nos permitía pasar. En la siguiente curva está el famoso Museo Guggenheim. Este muelle de cortesía del Museo Marítimo (43º 16,0’ N; 2º 56,8’ W) es poco conocido y poco frecuentado, a pesar de la comodidad de encontrarse en pleno centro de Bilbao. Nada más llegar nos encontramos una sorpresa inesperada que con el calor que hacía agradecimos mucho: una ducha al aire libre al lado de la ría. Sin preguntar nos apresuramos a enjabonarnos y ducharnos en plena calle. Luego nos dimos cuenta de que es del Club de Piragüismo Bilbobentura, que utiliza ese mismo pantalán, y todos los chicos que volvían de la piragua hacían lo mismo. Cuando por la noche quisimos repetir la ducha había desaparecido. Resulta que es una ducha portátil propiedad del Club y solo la mantienen mientras están en sus instalaciones. Por la noche la retiran.
En el pantalán solo había cuatro barcos: tres dragas del servicio de limpieza de la ría y un catamarán de los que hacen recorridos turísticos por el cauce. Por cierto, el catamarán estaba amarrado con cabos pero además con cadenas y candados; luego nos explicaron que era para evitar el gamberrismo: no para que no les robasen el barco, sino para que no lo soltasen y lo dejaran libre en la ría a merced de las mareas, como ya les había pasado en una ocasión. Al principio nos abarloamos a una de las dragas, que tenía que salir al día siguiente a retirar un tronco que habían avistado en la ría, pero los marineros nos dijeron que si no estábamos a bordo ellos nos apartarían el barco y lo amarrarían al pantalán. Más tarde nos dijeron que estaríamos más cómodos en el mismo pantalán, y que como el Corto Maltés era pequeño nos cambiásemos pues no interferiríamos sus maniobras. Hay que decir que el atraque era incómodo por el efecto de las olas de algunas motoras que navegaban por la ría a toda velocidad sin obedecer las limitaciones, incluso algunas “oficiales” como las de bomberos que estaban haciendo prácticas, y las que pasean a los turistas por la ría. Las olas rebotaban en las paredes que encauzan la ría y las sentías dos veces, sufriendo los estrechonazos en las amarras y sintiendo golpear todo a bordo. En el pantalán había torres de agua y electricidad, pero la electricidad no funcionaba. Pero como veníamos a presentar el libro “Carpe Diem...” y en cierto modo éramos los invitados del Museo Marítimo, nos hicieron el favor de poner una línea eléctrica particular desde el armario eléctrico del propio museo, en uno de los pilares del puente Euskalduna, hasta el barco. Nada más dejar puesta la línea el personal del museo, incluyendo el electricista, se marchó al finalizar su jornada. Fue entonces cuando comprobamos que la electricidad no llegaba. Luis analizó el problema y era que el carro alargador que nos habían puesto tenía un montón de empalmes y alguno de ellos estaba suelto. Adaptando la posición del barco en el pantalán y uniendo otro carro alargadera que encontramos en el armario eléctrico a nuestra propia alargadera, conseguimos que llegase. Disponer de electricidad fue una comodidad extraordinaria durante la estancia en Bilbao, porque padecíamos una ola de calor (treinta y tantos grados, algo a lo que no estamos acostumbrados en el Norte) y funcionó perfectamente la neverita eléctrica que estábamos estrenando y fue un chollo. Además me dejaron ducharme en las instalaciones del museo antes de la presentación para no ir oliendo a barco, y pusieron a nuestra disposición todas sus instalaciones mientras estuviera abierto el museo. Ello incluía la cafetería, que tenía wifi gratuito y aire acondicionado, lo que fue otra bendición. Esta cafetería es un buen ejemplo de reutilización de los materiales, porque han hecho su mobiliario con rollos del cableado telefónico y palés.
Al instalarnos y colocar todo a bordo nos preocupó ver que había agua en la sentina. En estos casos lo primero es probarla para ver si es dulce (indica una fuga de los depósitos de a bordo) o salada, lo que es peor pues indica una filtración por el casco. Era dulce, y tras comprobar todo concluimos que había rebosado por la boca de llenado del depósito, que habíamos llenado hasta el borde en Santoña, por efecto de la escora y de las olas. En efecto, no se repitió.
El día siguiente dedicamos la mañana a conocer los alrededores y a recorrer las calles de Bilbao por los numerosos carriles bici que tiene. En el exterior del museo hay una exposición de barcos en dique seco entre los cuales se encuentra el “Euskadi Europa 93”, el velero en el que José Luis Ugarte, el navegante de Getxo, dio la vuelta al mundo en solitario en 1993, ¡a los 65 años! José Luis descubrió su afición a la vela oceánica tarde, a los 51 años, después de haber pasado por la marina mercante. Participó con buenos resultados en distintas regatas trasatlánticas, y en 1990 terminó noveno en la BOC Challenge, una vuelta al mundo en solitario pero con escalas. Su máxima gesta fue participar en la Vendée Globe de 1993, una vuelta al mundo en solitario, sin escalas y sin ayuda externa, la regata más arriesgada de todos los tiempos, que culminó en 135 días. La prueba fue durísima, con una vía de agua que le hizo pensar fríamente en la muerte, escasez de víveres, un recalmón que le retuvo siete días en el Ecuador y que estuvo a punto de acabar con él psicológicamente, y otros incidentes que le llevaron a confesar: “No era tan fuerte como creía... Es una prueba inhumana. Es algo que solo se puede hacer una vez en la vida... si se tiene la suerte de poder contarlo”. Y José Luis pudo, recogiéndolo en su libro el “El último desafío”. Impresiona imaginarse a este navegante vasco con esa edad manejando él solo los tangones del barco que tienen la altura de una casa de dos o tres pisos. Fue un honor compartir el muelle con esa joya histórica de la navegación. En el entorno hay también una interesante colección de boyas, anclas y cadenas de mercantes, algunas de un tamaño tan monumental que uno solo de sus eslabones no es ya que sirviera para fondear el Corto Maltés, es que no seríamos capaces ni de subirlo a bordo.
Por la tarde hubo un cambio de tripulación, pues Luis se volvió a Santander para unas gestiones durante el fin de semana y se incorporó Ana. Con ella acudí a la entrevista de la radio y a la presentación del libro en el Museo Marítimo con gran afluencia de público, y sobre todo con la esperanza de que la Asociación de Navegantes Itsasamezten consiguiera repetir nuestra experiencia de Santander en el Abra de Bilbao. Como el presentador dijo que el Corto Maltés estaba en el pantalán, al acabar la presentación algunos quisieron ir a ver por dentro el barquito que había dado la vuelta a la Península, y conocimos a algunos navegantes muy motivados.
Al anochecer recibí la llamada de una motora que venía de Getxo a cenar en Bilbao y pedía permiso para abarloarse al Corto Maltés. Siempre dejamos en la ventana del barco un cartelito con el número de nuestro