Sobre delitos y penas: comentarios penales y criminológicos. Gabriel Ignacio Anitua

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Sobre delitos y penas: comentarios penales y criminológicos - Gabriel Ignacio Anitua

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población reclusa en los Estados Unidos supera los 2 millones de personas y los que se encuentran bajo alguna medida de custodia ya son más de 6 millones (un 5 por ciento de los adultos estadounidenses, un hombre negro de cada diez y un joven negro de cada tres, según Wacquant). También supera los 2 millones de personas el número de empleados en el sistema penal, por lo que extendiendo esas cifras a sus familiares y amigos es posible decir que analizar el sistema penal no es una tarea marginal para entender a la sociedad estadounidense.

      Escuchar las voces de los forzados clientes de este inmenso y costoso aparato represivo resulta fundamental para las demás sociedades del mundo, que imitan la estrategia estadounidense de criminalizar la pobreza (España a triplicado la cifra de reclusos en los últimos años –y la ha multiplicado casi por diez desde los tiempos de la “transición”–).

      El tono de los escritos que conforman el libro es justificadamente crítico, pero, como señala en la “Introducción” William Greider (editor de la revista Rolling Stone), el estilo es más bien comedido. La realidad del castigo en los Estados Unidos es lo bastante dura como para agregar comentarios demostrativos del dolor personal sufrido por quienes escriben el libro. Probablemente los autores son conscientes de que, como escribió George Bernard Shaw, “ser maltratado no es un mérito”, ni confiere automáticamente la razón. Por ello razonan en los muchos artículos con una claridad conceptual envidiable.

      El libro se divide en ocho partes. La primera, “Las nuevas políticas penales”, ilustra sobre la utilización política de la represión como forma de obtener votos al mismo tiempo que se oculta la profunda desigualdad en la distribución de la riqueza (entre 1977 y 1992, el 80 por ciento más pobre de la población estadounidense vio descender sus ingresos, mientras otro 19 por ciento los subió en un 30 por ciento y un 1 por ciento en más de un 100 por ciento). En concreto, los distintos artículos van relatando la forma en que, desde 1993 (los artículos son coetáneos a estos procesos), los grupos económicos interesados en el aumento de la industria carcelaria presentan, propagan y logran imponer en varios Estados las leyes conocidas como three strikes and you are out. Un artículo de 1996 demuestra que estas leyes coadyuvan al hacinamiento en prisiones y significan una terrible y onerosa erogación para los más pobres (a los que se priva de ayudas) a la vez que un poderoso acicate a las industrias privadas del miedo y el encierro que comienzan a cotizar en la Bolsa.

      La segunda parte, “La lente distorsionada”, da cuenta del papel jugado por los medios de comunicación de masas en propiedad de las pocas manos que continúan enriqueciéndose. Según los diversos autores, los medios estadounidenses actúan orgánicamente con el poder político y económico desinformando sobre la realidad social y construyendo una imagen deshumanizada del preso. No solo denuncian la imposibilidad de acceder a la opinión pública con demandas (toda la información sobre cárceles publicada es redactada por funcionarios o empleados de empresas privadas y los “científicos” a sueldo de estas) sino que también denuncian la forma en que la televisión se utiliza al interior de la cárcel como un medio de control.

      La tercera parte, “La espiral descendente”, narra en primera persona y frente a la actualidad de los sucesos, el incremento de la aplicación de las condenas de muerte, la aparición de penas degradantes (el regreso de la “cuerda de presos” y trajes especiales identificatorios) y la desatención sanitaria en las cárceles. Todo ello aparece como un reclamo de ciertos sectores populares que también ven descender sus posibilidades de acceso a una vida digna y que, de acuerdo al principio de “menor elegibilidad”, llevan hasta el paroxismo la inhumanidad de la vida de los presos.

      La cuarta parte, “Trabajando para el amo”, recoge artículos que denuncian el tipo de trabajo que se impone en estas cárceles que ya no pretenden resocializar. El negocio es redondo para los intereses privados que no solo reciben dinero del Estado para hacinar presos en depósitos inhumanos, sino que explotan a los mismos para realizar las propias tareas de vigilancia y las funciones de mantenimiento de la prisión (y hasta de construir barrotes). También los presos son obligados a realizar el trabajo mal o no pagado que se traslada de las manos de la clase obrera yanqui –en extinción– hacia afuera, tanto da que ese afuera esté constituido por los países del tercer mundo en los que la pobreza extrema y la rapiña de sus gobernantes permiten la explotación infantil, o por quienes se encuentran en situaciones que imposibilitan cualquier tipo de demanda laboral, como los presos. En sendos artículos se denuncia a empresas tan importantes como Microsoft, que se aprovechan de esta mano de obra “esclava”.

      En conjunción con ese tipo de explotación económica, los artículos de la quinta parte –“Dinero y cuerpos calientes”– describen al complejo industrial penitenciario de los Estados Unidos. Los intereses económicos que mercadean con la muerte (las fábricas de material bélico: Lockheed Martin, Wackenhut, entre otras) centraron su atención en los noventa sobre la construcción de cárceles y la obtención de rápidos beneficios con el tratamiento industrial del encierro y la inseguridad. La industria de las cárceles privadas fue durante esos años la que mayores dividendos reportaba en la poderosa Bolsa de Nueva York. La mayor parte del dinero que iba a los bolsillos de esta industria provenía del impuesto de los ciudadanos (unos 250 dólares al año de parte de cada uno de los 350 millones de estadounidenses), aunque también de parte de los presos, a quienes no solo se explota en el trabajo sino también de quienes se les obliga a pagar cuotas o alquileres por su estancia y precios desmedidos por los “servicios” que se les prestan. El papel de los empleados y funcionarios de prisiones no es menos vergonzoso que el de las empresas que los contratan. En estos artículos da la impresión que esta industria continuará en aumento constante. Sin embargo, tanto en el “Epílogo a la primera edición en castellano” de Paul Wrigth, cuanto en el Postfacio “Cuatro estrategias para limitar los gastos penitenciarios en la gestión del encarcelamiento masivo en los Estados Unidos” de Loïc Wacquant, se señala que la industria penitenciaria está ahora al borde de la bancarrota. Ambos artículos están escritos muy recientemente y a cuatro años de la edición original del libro. Los costes financieros de la industria penal ya no pueden sostenerse, y la caída de la Bolsa arrastró en forma severa la cotización de la misma (la acción de la CCA, principal compañía de prisiones privadas, cayó de 45 dólares a 19 centavos). Parece ser que “la industria del control del delito” (como la llamara Christie en su impresionante ensayo) ya no resulta rentable. Entre otras cosas, porque ya no puede continuar engañando a los ciudadanos que soportaban sus déficits. Aunque no lo mencionen ni Wacquant ni Wright, no deja de perturbarme el hecho de que aquellos intereses que se enriquecieron en la II Guerra Mundial (y posteriormente con guerras frías, tibias o calientes) y apuntaron hacia el “enemigo” drogas o delincuencia tras la caída del “socialismo real”, abandonen este próspero negocio basado en el miedo de amplios sectores de la población. En efecto, si aquellos intereses abandonan esta industria es porque ya saben con que continuarán llenándose los bolsillos, y su historial fabril-delictivo justifica la inquietud. La presentación de nuevos “enemigos”, internos y externos, parece justificar para amplios sectores de la población que se les prive de dignidad, garantías, riqueza (que irá otra vez a los constructores de medios de aniquilación) y hasta la propia vida. Malos vientos soplan sobre Oriente (y no solo sobre Oriente).

      La sexta parte del libro, “Los delitos de los guardianes”, describe los actos de racismo, brutalidad, corrupción y otras conductas delictivas que realiza el sistema que supuestamente se encarga de “combatir” al delito.

      Tampoco nos permite alejarnos del pesimismo la séptima parte, “Encierro permanente”, que explica las increíbles condiciones de vida en algunos centros (como “Pelican Bay” o “ADX Florence”) y regímenes de “control” dentro de los demás (estar entre 22 y 24 horas del día en una celda de 6 metros cuadrados) que son denominados “la cárcel dentro de la cárcel”. Bajo la excusa de la “máxima seguridad” se justifican y amparan métodos de tortura que ya eran severamente cuestionados por algunas voces en el siglo XVIII. No he visto mejor descripción de lo que significa la política de inocuización o eliminación física de otros seres humanos, a no ser las meticulosas descripciones de la política criminal nazi,

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